Para hablar,
yo ya no le bastaba, yo me quedaba a medias e iban siendo más largos mis
silencios, dejaba las frases colgando del aire, como esperando a que la brisa
las terminara por mí, ella necesitaba alguien que por lo menos hablara tanto
como ella, compartir los espacios en blanco y también los espacios llenos de
sonidos, y si hablaba más que ella, mejor, entonces ella se iba callando, y se
iba rindiendo al sexo de la voz como aperitivo y preámbulo, un examen afrodisíaco
por el que tenían que pasar sus sentidos antes de abrirse al sexo del macho. La
premisa de su filosofía era el amor para qué, si el sexo es puro. Ella no
soportaba los espacios vacíos, silenciosos, necesitaba ahuyentar la soledad que
le traía el aullido del viento en alas de días grises, incitadores de la
tristeza. Fui entendiendo que a ella le hacía daño mi silencio, se agoniaba en
mis brazos tristes, necesitaba como el comer el jolgorio de las voces, de las
risas.
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