lunes, 2 de septiembre de 2013





            Para hablar, yo ya no le bastaba, yo me quedaba a medias e iban siendo más largos mis silencios, dejaba las frases colgando del aire, como esperando a que la brisa las terminara por mí, ella necesitaba alguien que por lo menos hablara tanto como ella, compartir los espacios en blanco y también los espacios llenos de sonidos, y si hablaba más que ella, mejor, entonces ella se iba callando, y se iba rindiendo al sexo de la voz como aperitivo y preámbulo, un examen afrodisíaco por el que tenían que pasar sus sentidos antes de abrirse al sexo del macho. La premisa de su filosofía era el amor para qué, si el sexo es puro. Ella no soportaba los espacios vacíos, silenciosos, necesitaba ahuyentar la soledad que le traía el aullido del viento en alas de días grises, incitadores de la tristeza. Fui entendiendo que a ella le hacía daño mi silencio, se agoniaba en mis brazos tristes, necesitaba como el comer el jolgorio de las voces, de las risas.


                                    Quintín Alonso Méndez (de "Oyendo al silencio", novela)


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