jueves, 19 de septiembre de 2013




                              de  "El nombre lo pones tú", novela







                  Aquella vez no me dijiste
                  __quédate.
                  No me lo dijiste. Me tropecé con tu mirada, una sonrisa débil, pero encendida, que quería decirme
                  __hola, cómo estás, pero no puedes quedarte, no puedo pedirte que te sientes, aquí, a mi lado, y te tomes una copa conmigo, y nos fumemos un cigarro, no puedo, sabes que no puedo decírtelo, pero hola, cómo estás.
                  No me dijiste nada. Tu mirada, entre sonrisa y perdóname,
                  __o no me perdones nada, no tienes nada que perdonarme, estaría bueno, qué más da, me he encontrado un tesoro, un paraíso terrenal, y lo quiero caminar.
                  Apenas si pude mirarte, el infierno estaba en mí, cegándome. Había alas en tu mirada. No te las había visto tan libres, tan desplegadas. Y las alas que te protegían eran poderosas, oscuras, de la materia del origen, de los tiempos de cuando el tiempo caminaba despacio, con los pies descalzos y el alma cubierta de pájaros. Me fui sin saber cómo, sin mirar, seguro que tropezando con las sillas, el aire, el viento había desaparecido, la tarde azul, la contentura de la vida en tus labios, supe que volaban tiempos de mañanas, de futuros, de noches negras al sol, de días transparentes a la sombra. Supe que había perdido. Para siempre.
                  Te volví a ver. Un mediodía. Me rompí. Me vi muerto. Otra vez. Pero ya no me importó. Me enterré con mi nombre y apellidos y ya sólo quise dejar que el tiempo se disolviera, que volara.
                  Una tarde viniste, te sentaste, me dijiste
                  __Hola.
                  Te recibí, no podía hacer otra cosa que recibirte. Estaba decidido, iba a darte y dejarte mis últimas gotas de sed, mis últimos latidos, mientras resistiera el olvido de mi muerte y el corazón se mantuviera caliente, latiendo como la cabeza de un pez sin cuerpo, o de un gato. Iba a darte lo que me quedaba de agua, no sé si algún verso, no sé si algún roce que te llevara suspiros, no sé si nostalgias dulces, para que las alas no tardaran en regresar y se te hiciera breve la espera, no sé si alguna sonrisa para que no me olvidaras nunca o para que me olvidaras del todo, como se olvida el atardecer anterior ante la sorpresa de la visión del nuevo atardecer, nuevo, inmenso, abierto de alas. Sé que la voz te atrapó para hacerte libre, para traerte de golpe lo que creías perdido para siempre.
                  Te recibí, claro que te recibí, con mucha parte de cobarde, quizás, de asustado ante la soledad, quizás, pero con unos mínimos gramos o átomos ingrávidos de valor, los justos  para atreverme a vivir, al fin, al final, a vivir.
                  «Hola», te dije. No quise oír lo que me decías, no quise que se me siguiera abriendo la herida de la muerte. «¿Vamos?», tenía que empezar por las preguntas, maldita enfermedad la mía.
                  __Vamos __me dijiste.
                  No hablamos hasta el amanecer.       
                  Al amanecer hablamos de los distintos colores que tienen las distintas horas, del color de cada tiempo vivido. Me hablaste de tu color naranja, del azul, del rojo, del oscuro, tú llamabas a la ausencia de color
                  __el color oscuro,
del blanco, de la hora en que aparecen todos los colores mezclados. No hablamos del color de las tristezas, de cómo las tristezas se van juntando, taponándole las salidas a las ganas de ver, caminar, hablar, las palabras cansadas, como tristezas que no tienen remedio, esas tristezas que vienen desde casa del carajo y no dejarán de venir hasta esta casa del vacío, de las náuseas.
                  Me hablaste de los días que salpican como olas. Yo te miraba. Había una luz en tu rostro que no me pertenecía.
                  Pero lo había decidido. Por aquellos días no era tan difícil decidirme, estaba en las últimas, como siempre, pero más que como siempre, más en las últimas, y lo que deseaba era estar en ti, contigo. (Sigo en mis trece).
                  Las voces también tenían colores, las había de todos los colores. Voces que tú oías y que tú palpabas, voces de la mañana, del mediodía, de la tarde, voces de la noche, cada voz con su horario, con su territorio. Voces que navegaban por mis soledades, trayendo frases, palabras sueltas, emborronadas, que se abrían y me mostraban escenarios, imágenes, situaciones, voces invisibles, escondidas, gruesas como un aguacero, y voces delicadas como los gestos de los susurros, un color para cada voz, un acento, una música, una tonalidad. Había gatos o peces por todas partes, en el aire, envolviendo el silencio, desgarrándolo. Voces de otros mundos que llegaban a mi mundo que no tiene nombre, en forma de escalofríos matando, viviendo.
                  A veces la voz se volvía real, el aspecto de la voz. Insolente.
                  __¿La has visto?
                  No me salían las palabras, ¿a quién tenía que ver?, pero yo sabía que me preguntaba por ti.
                  Entonces se daba la vuelta, despacio, dejándome sobre la mesa su victoria, sus dedos gruesos marcados en mi espalda, como avisos o como trofeos conquistados.
                  Días sin decirte nada, tragándome el polvo polvoriento del desierto, pero iba viendo. Era un juego. Macabro. Quise salir, irme. Pero estabas tú. Ya no sabía estar sin ti. La voz aparecía una y otra vez. Un día lo entendí, lo vi. Aquella voz también tenía alas, era cómplice de vuelos.
                  En un momento dado, en tiempos remotos, aposté con la vida. Apostamos a quién se moría antes. Murió la vida. Desde entonces, no he vuelto a apostar. Pero ahora apuesto por ti. Aposté desde el día «eres tú» y apostaré, día a día, hasta que muera la muerte o muera yo, entonces me enterraré con mi nombre y apellidos y me iré. Había más voces, dentro y alrededor de las voces, picoteaban como gaviotas hambrientas. Me faltaba el aire, me faltaba una mínima sonrisa. Las voces multiplicándose.
                  Supongo que al principio me podía el miedo, la comodidad falsa que me dejaba el miedo. Me escondía detrás de las puertas y las ventanas, en la ausencia de la luz. Me escondía de la noche. El día me veía pasar, tropezando, cansado, con mi pinta de poca cosa, arrastrándola de arriba abajo. Creo que más me podía el dolor, verme rodeado de enemigos por todas partes, en un círculo de hogueras y carcajadas.
                  __No te preocupes de las voces que conoces, preocúpate de las que ignoras, de las que ni te imaginas __me dijiste. Y me dijiste
                  __Preocúpate de las alas que vuelan otros dominios, de esas alas a las que tú nunca podrás llegar.
                  Tú supiste y quisiste esperarme, aunque hubo todo un vía crucis por delante, interminable naufragio por océanos sin fondo ni superficie, con sus diez puertas y sus diez leyendas.

                                                       Quintín Alonso Méndez





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