de "El nombre lo pones tú", novela
Aquella vez no me dijiste
__quédate.
No
me lo dijiste. Me tropecé con tu mirada, una sonrisa débil, pero encendida, que
quería decirme
__hola,
cómo estás, pero no puedes quedarte, no puedo pedirte que te sientes, aquí, a
mi lado, y te tomes una copa conmigo, y nos fumemos un cigarro, no puedo, sabes
que no puedo decírtelo, pero hola, cómo estás.
No
me dijiste nada. Tu mirada, entre sonrisa y perdóname,
__o
no me perdones nada, no tienes nada que perdonarme, estaría bueno, qué más da,
me he encontrado un tesoro, un paraíso terrenal, y lo quiero caminar.
Apenas
si pude mirarte, el infierno estaba en mí, cegándome. Había alas en tu mirada.
No te las había visto tan libres, tan desplegadas. Y las alas que te protegían
eran poderosas, oscuras, de la materia del origen, de los tiempos de cuando el
tiempo caminaba despacio, con los pies descalzos y el alma cubierta de pájaros.
Me fui sin saber cómo, sin mirar, seguro que tropezando con las sillas, el
aire, el viento había desaparecido, la tarde azul, la contentura de la vida en
tus labios, supe que volaban tiempos de mañanas, de futuros, de noches negras
al sol, de días transparentes a la sombra. Supe que había perdido. Para
siempre.
Te
volví a ver. Un mediodía. Me rompí. Me vi muerto. Otra vez. Pero ya no me
importó. Me enterré con mi nombre y apellidos y ya sólo quise dejar que el
tiempo se disolviera, que volara.
Una
tarde viniste, te sentaste, me dijiste
__Hola.
Te
recibí, no podía hacer otra cosa que recibirte. Estaba decidido, iba a darte y
dejarte mis últimas gotas de sed, mis últimos latidos, mientras resistiera el
olvido de mi muerte y el corazón se mantuviera caliente, latiendo como la
cabeza de un pez sin cuerpo, o de un gato. Iba a darte lo que me quedaba de
agua, no sé si algún verso, no sé si algún roce que te llevara suspiros, no sé
si nostalgias dulces, para que las alas no tardaran en regresar y se te hiciera
breve la espera, no sé si alguna sonrisa para que no me olvidaras nunca o para
que me olvidaras del todo, como se olvida el atardecer anterior ante la
sorpresa de la visión del nuevo atardecer, nuevo, inmenso, abierto de alas. Sé
que la voz te atrapó para hacerte libre, para traerte de golpe lo que creías
perdido para siempre.
Te
recibí, claro que te recibí, con mucha parte de cobarde, quizás, de asustado
ante la soledad, quizás, pero con unos mínimos gramos o átomos ingrávidos de
valor, los justos para atreverme a
vivir, al fin, al final, a vivir.
«Hola»,
te dije. No quise oír lo que me decías, no quise que se me siguiera abriendo la
herida de la muerte. «¿Vamos?», tenía que empezar por las preguntas, maldita
enfermedad la mía.
__Vamos
__me dijiste.
No
hablamos hasta el amanecer.
Al
amanecer hablamos de los distintos colores que tienen las distintas horas, del
color de cada tiempo vivido. Me hablaste de tu color naranja, del azul, del
rojo, del oscuro, tú llamabas a la ausencia de color
__el
color oscuro,
del blanco, de la hora en que aparecen todos
los colores mezclados. No hablamos del color de las tristezas, de cómo las
tristezas se van juntando, taponándole las salidas a las ganas de ver, caminar,
hablar, las palabras cansadas, como tristezas que no tienen remedio, esas
tristezas que vienen desde casa del carajo y no dejarán de venir hasta esta
casa del vacío, de las náuseas.
Me
hablaste de los días que salpican como olas. Yo te miraba. Había una luz en tu
rostro que no me pertenecía.
Pero
lo había decidido. Por aquellos días no era tan difícil decidirme, estaba en
las últimas, como siempre, pero más que como siempre, más en las últimas, y lo
que deseaba era estar en ti, contigo. (Sigo en mis trece).
Las
voces también tenían colores, las había de todos los colores. Voces que tú oías
y que tú palpabas, voces de la mañana, del mediodía, de la tarde, voces de la
noche, cada voz con su horario, con su territorio. Voces que navegaban por mis
soledades, trayendo frases, palabras sueltas, emborronadas, que se abrían y me
mostraban escenarios, imágenes, situaciones, voces invisibles, escondidas,
gruesas como un aguacero, y voces delicadas como los gestos de los susurros, un
color para cada voz, un acento, una música, una tonalidad. Había gatos o peces
por todas partes, en el aire, envolviendo el silencio, desgarrándolo. Voces de
otros mundos que llegaban a mi mundo que no tiene nombre, en forma de
escalofríos matando, viviendo.
A
veces la voz se volvía real, el aspecto de la voz. Insolente.
__¿La
has visto?
No
me salían las palabras, ¿a quién tenía que ver?, pero yo sabía que me
preguntaba por ti.
Entonces
se daba la vuelta, despacio, dejándome sobre la mesa su victoria, sus dedos
gruesos marcados en mi espalda, como avisos o como trofeos conquistados.
Días
sin decirte nada, tragándome el polvo polvoriento del desierto, pero iba
viendo. Era un juego. Macabro. Quise salir, irme. Pero estabas tú. Ya no sabía
estar sin ti. La voz aparecía una y otra vez. Un día lo entendí, lo vi. Aquella
voz también tenía alas, era cómplice de vuelos.
En
un momento dado, en tiempos remotos, aposté con la vida. Apostamos a quién se
moría antes. Murió la vida. Desde entonces, no he vuelto a apostar. Pero ahora apuesto
por ti. Aposté desde el día «eres tú» y apostaré, día a día, hasta que muera la
muerte o muera yo, entonces me enterraré con mi nombre y apellidos y me iré. Había
más voces, dentro y alrededor de las voces, picoteaban como gaviotas
hambrientas. Me faltaba el aire, me faltaba una mínima sonrisa. Las voces
multiplicándose.
Supongo
que al principio me podía el miedo, la comodidad falsa que me dejaba el miedo.
Me escondía detrás de las puertas y las ventanas, en la ausencia de la luz. Me
escondía de la noche. El día me veía pasar, tropezando, cansado, con mi pinta
de poca cosa, arrastrándola de arriba abajo. Creo que más me podía el dolor,
verme rodeado de enemigos por todas partes, en un círculo de hogueras y
carcajadas.
__No
te preocupes de las voces que conoces, preocúpate de las que ignoras, de las
que ni te imaginas __me dijiste. Y me dijiste
__Preocúpate
de las alas que vuelan otros dominios, de esas alas a las que tú nunca podrás
llegar.
Tú
supiste y quisiste esperarme, aunque hubo todo un vía crucis por delante, interminable
naufragio por océanos sin fondo ni superficie, con sus diez puertas y sus diez
leyendas.
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