miércoles, 18 de septiembre de 2013




                             de  "El nombre lo pones tú", novela 






Por aquellos días, unas alas me llevaron más lejos, quedándome aquí, pero llevándome más lejos. Unas alas que llegaron volando, a mí me parecieron que llegaban en un vuelo, alas negras, de más allá del horizonte. Unas alas, que nada más verlas, me dieron la sensación extraña de que había completado un puzzle, y que ese puzzle era especial, que llevaba años y años recomponiéndolo sin darme siquiera cuenta, y esa era la pieza que me faltaba, alas negras hermosas, de seda, que ellas solas eran ya de por sí todo el puzzle. Bello como un temblor. Aquellas alas me salvaron, me trajeron la sangre que había ido perdiendo por las veredas de los sentimientos. Aún hoy las recuerdo y el mismo temblor ocupa todo mi cuerpo. Un temblor que tenía su sabor y su olor determinados, la habitación está llena en estos momentos del paso de su recuerdo. Fue como un milagro. Me transformé, me transformó, me hizo reina, me hizo sentirme reina de aquellas alas negras hermosas, de su voz de cantos antiguos, milenarios. Estaba palpando la raíz de las cosas. La materia en su estado puro, primario. Rodé por su piel de seda, me sumergí en sus aguas de azúcar y miel.
                  Tú estabas dentro de mí más que nunca, pero luchaba para que no estuvieras, las alas negras hermosas me ayudaron más de lo que puedas suponer, ¿sabes?, me llevaron a ti, «ahí lo tienes», me dijo el poseedor de las alas, y me soltó, me dejó libre para volver un día y llevarme en sus alas, cobijada en sus plumas negras de seda. Tú estabas, pero aquellas alas negras, hermosas, ya no dejarían de estar en mí, abrazándome, protegiéndome, poseyéndome. Las alas negras volaron, con la promesa de volver. (Ya sabes que volvieron).
                  Se quedó la soledad conmigo. Te vi. No podía dejar de verte.
                  Yo te llevaba a todas partes. Iba a decir hoja y decía tu nombre, quería decir buenas tardes y decía tu nombre, pronunciaba un comentario fácil sobre cómo está el tiempo, qué hora es, y decía tu nombre. Me reía porque una risa, una mirada, me estaba enamorando, seduciendo, y decía tu nombre. Pero la soledad, si es de veras, muerde. Esa soledad que sólo huye si la alimentas de la vida cubriéndote toda. Eso hice. Las alas negras hermosas me cubrieron del aceite del amor, del ritual del amor, con su música mágica, aquella música que no deja de estremecerme. Te odiaba, existías. ¿Sabes?, la sensación amarga, otras veces cruel, otras, injusta, de que tú me cortabas el paso al camino que me llamaba, que me pertenecía. La triste sensación de que estaba renunciando a mi propia vida, la que quizás estuve aguardando siempre. Yo veía tu dolor, ir y venir, perdido, como una cáscara de nuez en medio del océano, quería sonreírte y tus ojos se perdían, lejos, como ojos de pez o de gato, esquivos. Pero un ramalazo de luz apagada, triste, me llegaba de ti. Yo no podía renunciar a la certeza de que te amaba, pero tampoco podía ni quería perderme un solo instante de la protección, el mimo dulce, con voz de miel, de las alas negras hermosas, antes de que partieran, siguiendo su vuelo migratorio. Me dolía verte así, pero mi egoísmo, mis defensas débiles, más vivas que nunca, me decían que podías esperar. Un poco más, sólo un poco. Luego, dependería de ti. Sabía que quería estar en tus brazos, pero era un deseo que dormía, que yo no quería que se despertara hasta que el vuelo de seda se perdiera detrás del horizonte, entonces, sólo entonces, y dejando que el tiempo se fuera asentando, quizás me decidiera a despertarlo, a llevarlo de la mano hasta ti, dártelo, ofrecértelo. Todo mi deseo.
                  Fue una tarde. Allí estabas, solo, sentado en tu vacío, con tu cigarro y tu copa, con tus ojos tristes, lejanos, perdidos en tu mundo que no tiene nombre.                 __Hola __te dije, sentándome donde me sentaba, a tu lado, con mi cigarro y mi copa. Creo que te sorprendiste. Que quizás ya dabas por hecho que no regresaría. Yo me olvidé, quise olvidarme, de aquellos intentos tuyos de insultarme, aquel mediodía de un domingo azul, lleno de sol, con las alas negras hermosas más bellas que nunca. Veníamos de la miel. Estuviste como sueles estar, desagradable, pero creo que te entendí un poco y que hasta medio te disculpé.
                  «Hola», me dijiste, «qué raro, tú por aquí».
                  __No es tan raro, ¿no? __ Ya no dijiste nada. Te callaste, o pediste otra copa. Otro cigarro.
                  «Qué».
                  __¿Qué?
                  «Nada».

                  Me mirabas sin atreverte a mirarme, pero me mirabas, y de alguna manera sentía que me estabas desnudando. Puede que fueran mis deseos. Creo que te lo dije, no sé. Terminamos donde no dejamos de estar. Desnudos, oyendo el rumor del mar, su música de vuelos migratorios. Fumando. Volví a tener en mi cuerpo tu olor. Tu olor, que me gusta tanto. Me gusta cómo hueles, siempre me gustó. No, no te estoy adulando, lo sabes, no es mi estilo. Te he dicho infinidad de cosas que te dolían, lo fui sabiendo, lo sé. Pero infinidad de veces te he dicho que te quiero.
                                                   Quintín Alonso Méndez
                                                     

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