De "El nombre lo pones tú", novela
Hay algo que no te
he contado, que quiero contarte. Desde aquel día, cómo pasa el tiempo, volando,
desde «eres tú», hasta hoy, también hoy el día es «eres tú». No sé cómo
decírtelo, escribírtelo. «Eres tú».
Me viene aquella frase de Julio
Ramón Ribeyro, «atardecer sobre el mar inmóvil». Así me siento en tus brazos. A
tu lado. Una brisa que no es más que la caricia o una cachetada del tiempo,
detenido, cómplice de nuestros sueños. De nuestro secreto más profundo: ¡somos
eternos!
Entro en el libro, en las
páginas que llevo escritas, leo algunos párrafos, ¿a qué me recuerdan?, no a
cuando fueron escritas, es decir, no a cuando estas sensaciones fueron vividas,
sino a cuando sucedieron en la realidad del tiempo prístino, ese tiempo que no se
da cuenta de que está transcurriendo, de que está empezando a formar parte de
la historia de los futuros. Qué diferencia. Cuando estos sentimientos fueron
escritos, te lo puedo asegurar, amor, entonces fue cuando tomaron forma, cuando
despidieron todo su sabor y color, cuando adquirieron su movimiento propio y
cobraron vida propia. Antes, cuando ocurrieron sobre el tapiz de la realidad, cuando
estaban convirtiéndose en sentimientos, pasando del boceto a la imagen nítida, de
oruga a mariposa, de la neblina que tienen todos los presentes a la certeza de
la eternidad que llevan impreso todos los futuros, no sabían que estaban
ocurriendo, desplazándose por el tobogán de la memoria, que estaban entrando a
formar parte de la historia de una vida. Un pedazo de recuerdo que no dejaría
de latir, de estar vivo, presente. Siempre. No tenían ni idea de que estaban
formando parte de la trama del mañana, del hoy. Del nosotros pero sin nosotros.
¿Crees que hubieran huido, de saberlo? No. La huída no existe mientras se está
construyendo el presente de lo que será después, más presente, día a día, en
cada vuelta de luna. Sólo se huye más tarde o más antes, cuando doblar una
esquina es una huída, cuando no es otro derrotero que se presenta como una
pausa. Yo estaba cansado de tanto huir, de tanto negarme. Es el peor de los
cansancios. Quise quedarme en ti. Donde sigo, donde sigo construyendo futuros
–o los invento para que la sed permanezca dormida un poco más.
Tú eras silencio y eras una
dulzura callada, mientras me oías, me mirabas o me ignorabas –o quizás estabas
en otra parte. Caminabas entre nubes, traspasabas fronteras para encontrarme.
El verano me abrió sus puertas
y ventanas, me abrió los ojos. Tanta luz no podía ser una maniobra de los
destinos equivocados.
«Quédate», te dije, sin
decirte nada, dejando que tú hablaras, decidieras.
__Este verano no me apetece
moverme __decías, y el verano galopó con nosotros, con sus días brumosos, de
borrasca, y sus días abiertos, azules, sucediéndose como olas o suspiros o caricias
que no terminaban, que se prolongaban al otro día, al otro, a la noche, a la
sucesión de las noches, irguiéndose en un mismo día y una misma noche. En
aquella casa, entre laberintos de telarañas, abejas, verdes, rojos, blancos,
cielos azules, horizontes de agua, rumores de mareas lejanas, silencios,
pájaros, gaviotas, besos, perenquenes, gatos, cervezas, cigarros, ecos de cajas
de grillos, ecos de pedazos de recuerdos, ecos, ecos, campanas llamando a ojos
cerrados, a labios entreabiertos, a voces, colores, heridas rehaciéndose, en
aquella casa, amarilla, sostenida en el aire por las palmeras, en el silencio
del aire, un mar verde de plataneras, un resplandor de luz callada me lo dijo, «eres tú», en el
territorio de aquella casa, amarilla, venida de otros tiempos, posada, empezó a
gestarse el nacimiento de la novela que te prometí nada más verte. Cuando me
dije «eres tú».
Pero no es una novela, no sé
lo que es. Sentimientos, ojalás de sentimientos, pinceladas de pedazos de
recuerdos, notas sueltas que los días han ido juntando, gestos, olvidos, muchos
olvidos, lo sé, y tristezas que se quedan calladas, silenciosas, mustiándose, que
no quieren salir a la luz del mundo, colores grises que la memoria deja ahí,
colgando del horizonte de los días plomizos, anodinos, que pasan sin saber que
han estado, que han existido, palabras que el dolor no quiere nombrar,
deletrear, asomos, sonrisas, pero ternuras que se me salen de las páginas, que
me desbordan, que no saben cómo llegar a ti, cómo quedarse contigo para que las
lleves siempre contigo, náufragas y ausentes, que no te molesten, pero llenas
de alas, de agua, de islas, nuestras islas, una isla de agua en cada palabra
que te he escrito, palabras de agua, silencios de agua, besos de agua, adioses
de agua. En el territorio de aquella casa, amarilla, te lo dije, «está naciendo
una novela», pero no es una novela, no sé lo que es. Han de ser pedazos de
recuerdos que no se marcharán nunca, que no dejarán de ser futuros. Hemos
llegado hasta aquí, tampoco sé cómo ha sido, se me van los recuerdos, las
tristezas dejan de tener importancia, se han borrado, no importan, se quedan
las dulzuras, que no dejan de crecer, de alimentarse, de asaltar e invadir tu
caja de grillos. Multitud de recodos, de sombras, se han quedado atrás, no lo
olvido, no quiero olvidarme y caerme en claridades que sólo podrían llevarme a
oscuridades eternas, pero ha valido la pena, no recuerdo haber dicho en alguna
otra ocasión «ha valido la pena».
No es una novela al uso, no ha
querido serlo, tampoco sabría escribirla, las novelas al uso son las mentiras
de los corredores de nombres, títulos, cargos, premios, estatuas, medallas,
rótulos dorados en callejones de mala muerte. No es una novela, es un mundo
real que no dejará de ser real con el paso de los siglos, renglones que
seguirán volando, procreando, recordando futuros.
¿Por dónde iba yo?, flotando
por aguas quietas, transparentes, ardiendo de sed, de fuerzas que me
abandonaban, sólo me mantenía latiendo el aleteo que me llegaba desde la
orilla, una orilla que no alcanzaba a ver, pero que las gaviotas me decían que
estaba próxima, el aleteo de tu voz, de agua, llamándome, atrayéndome, aunque
no me llamaras a mí y sí atrajeras a los susurros a escondidas, furtivos. Los
párpados me pesaban, o quizás aún era el miedo a abrir los ojos y comprobar mi
ceguera, la ausencia de ojos, de pez o de gato. O era el amontonamiento de
travesías largas, espesas, al fondo mismo de las aguas más profundas, turbias,
oscuras. Me vino un pedazo dulce de recuerdo, sentí el olor fresco que despedía
el refugio de los pescadores, cuando los tiempos amanecían al amanecer y
atardecían con las manos entrelazadas, al atardecer. Te nombré, mis labios
consiguieron despegarse, te nombré, las gaviotas me cubrieron, dándome gotas de
agua, con sus picos de agua. Un abismo sin pies ni cabeza me había acogido,
sosteniéndome, evitándome la hondura infinita. Levité.
Fue cuando me llegó tu voz, la
visión, aún borrosa, de una línea débil, azul, como un horizonte. No recordaba
tanta dulzura en una voz rota, tanta promesa aleteando, tanta luz abriéndome
los párpados. De la inconsciencia, regresando, había saltado al desmayo, del
desmayo a un sopor sin palabras, pero iban regresando los sentidos. ¡Podía
ver!, sé que podía ver, me lo decía el resplandor que me cegaba, el escozor de
mis ojos, de pez o de gato. Percibí la hondura de la mar alrededor, el suave
balanceo de la isla de agua, rodeada de agua, caminando sobre las aguas,
volando sobre las aguas.
Olía a orilla.
A ti.
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