martes, 3 de septiembre de 2013



                             Así empieza "El hombre de las guerras", novela


Está naciendo una novela –eso al menos es lo que se me pasó por la cabeza, viendo atardecer y sintiendo cuánto te echaba de menos, o sintiendo atardecer y viendo cuánto te echaba de menos.
            Oí una voz que nunca he oído, pero que aún así me gusta escucharla cada vez que llega a las alturas de mis medianías, donde vivo, esa misma voz que siempre es nueva, distinta. Es posible que la novela empezara a parir su nacimiento cuando vi al gato cruzando la calle, oyó el gemido exacto de mis pasos, el reloj de mi piel, y  se dio la vuelta, viniendo a mi encuentro. Le cambió el turno a la tarde o le robó un poco de tiempo al futuro, más bien creo que fue eso. A mí, por lo menos, me sacó del embrujo de una tristeza porque yo llamo tristeza a cualquier cosa, como por ejemplo a un día como aquél, plomizo. Salté para que no me atropellaran zarpazos enloquecidos de murciélagos, rugidos de muertos, cuatro o cinco, o puede que sólo fuera una, motos despavoridas manejadas por monstruos en miniatura con capuchas, zarpazos enloquecidos por el relámpago de la puesta de sol. Me fui a casa, a huirme. Al rato, el gato apareció, asomó su rostro de ternura poniéndose cara a la luna en el alféizar de la ventana. Un león en miniatura amenazaba con derribar mi escondite. Lo hizo.
            Entró por la ventana.
             Desde entonces, todos los días viene a la misma hora, a medianoche, me mira, salta la ventana, come lo que le pongo, bebe agua y se echa a dormir en la alfombra hasta el amanecer, que vuelve a irse. Durante las horas que me pasaba escribiendo, en la noche, él alzaba la cabeza de vez en cuando, me miraba un rato, se erguía, se estiraba perezoso, y luego se dejaba caer, se estiraba, soltaba un pequeño suspiro y volvía a dormirse, complacido, a gusto. Después, con el paso de las semanas, cogió confianza y fue acostumbrándose a ronronear a mi lado, frotándose en mis piernas, sentándose sobre mis muslos, y hasta hoy, vigía de mis noches. Testigo del nacimiento, del derrumbe, de las grietas, de las salpicaduras, de la novela. 
            Cuando la novela empezó a alzarse, apenas si despegaba un palmo de la mesa, después de cada uno de los múltiples tropiezos en que intentaba erguirse y caía, él se paseaba altivo por sobre la mesa, pisando sobre las cuartillas manchadas de letras, palabras, frases, manchas; cuando la novela caminaba renqueante por profundidades oscuras, él se frotaba en mis piernas, maullando quedo, quejoso, entonces salía conmigo a la azotea, a ver el paso del atardecer: era cuando más te echaba de menos. Ahora, me digo que la novela está terminada y me dispongo a leerla y quitarle alguna torcedura innecesaria, y la leeré a las mismas horas que la escribí, por las noches: el gato quiere leerla conmigo. Aún es media tarde y espero al atardecer, impaciente, esperándolo con la misma ansiedad que te espero siempre a ti. Mientras, aprovecho para ponerle la dedicatoria

                               Quintín Alonso Méndez







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