sábado, 31 de agosto de 2013



En la plaza, una sonrisa te espera, ¿lees mi literatura?, yo no la encuentro, ¿lees en mi literatura de qué color son los pájaros cuando comienza el invierno?, yo no lo encuentro porque en invierno los pájaros. ¿Lees en mi literatura, lees que hay un mostrador de granito, una caja de madera de cerveza de madera boca abajo a la que me subo para llegar al mostrador, un bidón donde nadan botellas entre témpanos de hielo, mi padre con el trapo en el hombro, fregando los vasos en el pequeño fregadero, mi madre diosa en la cocina, en el mostrador, en el patio, en la madrugada, en todas partes? ¿Lees mi literatura mientras cruzas la plaza, donde una sonrisa te espera porque? Los pájaros porque los pájaros en invierno, el abrigo viejo envolviéndote. Una sonrisa te espera. No es azul. Pero quiere jugar a aprender contigo. Tú, triste, ¿lo lees?, sonríes, echas a volar.
En mi pueblo no hay plazas, ni iglesias ni escuela ni centro médico ni tumbas, nada, no hay nada, sólo la prolongación inútil del tiempo posado en los labios, marchitando el beso, ajándolo pero anillándolo embelleciéndolo porque.
Antes de que el tiempo llegara hasta aquí, supe que vendrías, hablo de ti, no de la literatura. La literatura tiene oleajes que la alejan, es la encargada de romperle las alas al aire para así romperle los miedos porque porque la literatura es volar fanático sin alas, morder el aire, rasgarlo y hacerle sangrar las palabras, todas, las que hieren y las que llevan miel para los labios. Volar con alas no es mérito volar. Vendrás a ver cómo es la tristeza aquí, cómo es de extraña, ¿viniste o esta llamarada es de augurios, de «hola, cada día vienes y cada día ya te echo de menos»? Pero vendrás a ver cómo es la tristeza que caminas desencaminada. Te maltratará la tristeza. Vendrás para decir que no has venido, la literatura es así, y ya no dejarás de venir. Vendrás, y así, oculta, partirás y ya no dejarás de venir. Ni siquiera, ¿o sí?, sí, desde el primer instante la mar te sonrió y te besó, eso te dirá mi literatura.

Quintín Alonso Méndez (de "Bajamar", novela)






Marina avanza por la vereda, se detiene, otea desde lo alto, busca lo que perdió. Algún pequeño suspiro ha caído en la pequeña caja de nácar, se detiene, cae, y arena, hay arena en el fondo, restos de temblores que fueron caricias, mordidas al sedeo del deseo, seis rosas negras. En esta casa donde Marina entra, yo he estado, y me he sentado donde ella se sienta. Ahora es la casa de un hombre, antes fue casa vacía, de incursiones al atardecer, de cuentos contados por fantasmas a la luz de la vela. Hace tiempo que no he entrado ahí, ahora sé que ya no podré entrar, trancada para mí porque la niñez. La espero frente al embarcadero, donde se perdió algún regreso o alguna partida. Porque los destinos. Marina tiene las manos bellas y delgadas de la blancura, se mueven por la casa y son dos palomas blancas que surcan cielos recién descubiertos, desnudos, blancos, abiertos en ventanas con marcos verdes marinos y roces trémulos de temblores verdes, pétalos negros de rosas negras en los alféizares. Unas gotas de miel de hinojo en los labios. Una risa porque la tarde le ha hecho cosquillas en las comisuras y porque la tarde. Un vestido blanco volando en el aire. La marea se queja quejosa, gime, se le astillan algunos sueños. Blancos. Marina invita a las palomas a recorrer el mundo. En mi pueblo hay un barco varado en cada callejón que se descuelga hacia el mar. Faroles amarillentos, viejos, iluminan la cubierta, dos rostros en la penumbra, se balancean, unidos, uncidos. Se besan. Se confunden los ruidos, que semejan estallidos del agua en la madera del barco. Va tomando forma el puente en la imaginación del carpintero. Ya le ve el color a la madera, sus fibras recién lijadas. Ya percibe el olor de su serrín. Marina desliza la mano por la baranda de la cubierta, suave pero rasposa, ensalitrada. Pasa ante mí, llegando la noche, se desnuda, su cuerpo brilla, se sumerge en las aguas y nada: nada igual que los sueños que te ponen lágrimas de ternura en los labios.   

Quintín Alonso Méndez (de "Bajamar", novela)






viernes, 30 de agosto de 2013



Marina, iba por Marina. La inventé para estar más contigo, más tiempo y más cerca, para que el tiempo equivoque por una vez su ruta, para estar más cerca de tus encuentros que no encuentro y de tus diálogos que no escucho. Escuchar es un verbo de caracolas. Para estar más cerca de ti, y sin nada más que añadir, no hace falta. Pero añado que para así amarte al tiempo a ti y a tu otra parte que se me resbala siempre de entre los dedos cuando precisamente más cerca me creo que estoy de esa parte tuya que también amo o aspiro a amar. Pero no amo porque no sé amar, tengo que reconocerlo. No nací para eso. No estoy aquí por eso, tampoco me importa, es más, creo que lo agradezco: no puedo saberlo si no he amado, pero en el fondo intuyo una gratitud infinita hacia quienes me han creado. Ya dije que Marina es de una sonrisa de «allá» y que su vestimenta es azul, un azul que va del blanco al negro, transformándose en lila al mediodía, antes de que llegue la desnudez, infinitos azules a cada luna. Apenas si puedo decir algo más, a no ser hablar de sus venas insinuantes que le surcan las caderas, el vientre, pero está, estuvo hace unas horas, tiene voz, a veces se sienta cerca de mí y cuando me rompo, aquí, solo, tiene la discreta elegancia de ausentarse sin hacer ruido. Creo que no me atrevo a mirarla a los ojos. Me estremece un simple roce de sus dedos, que me los imagino alargados, posados, tibios, «hasta esta tarde», y su voz es una ola que estalla en la escollera, rompe la hora, la acalla, la sorprende, la hunde, se muere la hora, se esconde, tiene miedo, grita, parpadea, sonríe, su sonrisa lejana sonríe, y esta tarde son días que pasan, siglos, le digo, sonríe, vuelve a sonreír porque sabe, su sonrisa mata, borra. Anula. Me anula. Por eso mis prisas por escribirme, decirte pronto «te quiero», antes de que mis manos y mi voz queden paralizadas. Me muero. Vivo. Soy. Siempre.


                 Quintín Alonso Méndez (de "Bajamar", novela)




jueves, 29 de agosto de 2013



Un día, el viejo carpintero se puso a escribir, un día que seguro no fue un día, sino momentos insignificantes de muchos días anteriores que lo fueron empujando, igual que lo empujaban a la loma, a escribir lo que hubiera querido decir, palabras, los colores de las palabras, jugó a eso, a ponerle un color a cada palabra. «Escribo en ti», fue lo primero que escribió, «escribo» estaba escrito con letras hechas con las ramas del eucalipto y alisadas con su fruto mentolado del verde de la ceniza, «en» eran dos letras sacadas de la morera, dos palos que resbalaban entre los dedos, que llegarían a ser bastones u horquillas para sostener los tomateros, «ti», dos letras hechas de las ramas y del fruto del mocán, y que era como un faro en plena montaña y que te hablaba de los susurros de la noche antepasada entre los árboles. Escribía con letras de madera y ejercía su oficio de carpintero con las hebras que el aire iba dejando desmadejadas por todas partes, hebras marinas y hebras montañeras. Escribía en su libreta de tapas negras, hechas las hojas de arena e hinojo, de piedra volcánica las tapas. Escribía mientras maquinaba algún encargo, una mesa o una alacena. Escribió versos de agua porque eran ilegibles, cuando modulaba un bernegal con ramas de guaidil. Escribió para olvidarla, eso dicen. Con letras de almácigos, tarajales, hinojos, laureles, barbusanos, tabaibas, higueras, granados, eucaliptos, helechos, musgos. Letras hechas con la madera del cornical, del almácigo, del naranjo, del limonero, del durazno, untadas con flores de azahar, y que eran las letras que usaba cuando la recordaba, eso dicen, escribiendo su nombre dentro de la oscuridad de sus silencios, envuelto en un dolor dulce. También dicen que es falso que hubiera escrito nunca, «¡si ni siquiera fue a la escuela!».

Quintín Alonso Méndez (de "Bajamar", novela)




Al viejo carpintero lo recuerdo siempre viejo. Sus ojos viejos de mirada vieja y sus movimientos viejos desde el principio, porque nacieron viejos. Pero su voz cansada no era vieja. No tenía años. Y nunca fueron viejas sus manos, quiero decir que sus manos de madera mejoraban con los años, como la madera de las cubas. Puede ser que la niñez ve viejo, de otro tiempo, y descubre viejo y califica como viejo todo lo que esté fuera del mundo de la niñez. Ahora miro hacia atrás y el jolgorio sólo existe ahí, en ese mundo desmemoriado que es la niñez, tan lejana que nos parece ajena, parte de una novela. Mi mundo no era la niñez. Desde que podía, me salía de ella, me escapaba aunque a veces me quedara atrapado entre las trampas, en formas de varas horizontales de una silla, y me iba afuera, al mundo viejo, al mundo que siempre fue y ya no está, al que le han arrancado las vísceras de cuajo, un mundo que dejó de ser el de siempre para pasar a ser el mundo de se acabó. Ese mundo está aquí, en estas páginas débiles, donde no sé volcar las maderas precisas para alimentar las palabras.

Quintín Alonso Méndez (de "Bajamar", novela)


jueves, 22 de agosto de 2013



Esta noche no cabe en el tiempo
está pariendo la vida.
Ningún temporal, nada,
ni el mayor de los silencios, podrá tocarla.
Esta noche es la eternidad del mundo.

Ha nacido una isla 

Quintín Alonso Méndez



una ola es la mujer que entra por la ventana
o la mujer es la ola que salta el muro de piedra
yo estaba escondido en el patio
debajo del árbol
metido en las raíces
la voz era el puño de agua rompiendo el cristal del aire
se llenó de mareas la atardecida que dibujé en la tierra húmeda
después de muerta porque nació muerta, la sonrisa nació
desplegó alas
viste cómo salió la sonrisa de la larva
cómo me atreví a dar los primeros pasos
con ella en los labios
me puse en pie y de frente
la  ola o la mujer estalló en mí
rompió los muros
un latigazo de luz en la piel
¿dónde estoy ahora,
inmerso en ti, con el tiempo tirado al mar?

  Quintín Alonso Méndez