Marina avanza por la
vereda, se detiene, otea desde lo alto, busca lo que perdió. Algún pequeño
suspiro ha caído en la pequeña caja de nácar, se detiene, cae, y arena, hay
arena en el fondo, restos de temblores que fueron caricias, mordidas al sedeo
del deseo, seis rosas negras. En esta casa donde Marina entra, yo he estado, y me
he sentado donde ella se sienta. Ahora es la casa de un hombre, antes fue casa vacía,
de incursiones al atardecer, de cuentos contados por fantasmas a la luz de la
vela. Hace tiempo que no he entrado ahí, ahora sé que ya no podré entrar,
trancada para mí porque la niñez. La espero frente al embarcadero, donde se
perdió algún regreso o alguna partida. Porque los destinos. Marina tiene las
manos bellas y delgadas de la blancura, se mueven por la casa y son dos palomas
blancas que surcan cielos recién descubiertos, desnudos, blancos, abiertos en
ventanas con marcos verdes marinos y roces trémulos de temblores verdes,
pétalos negros de rosas negras en los alféizares. Unas gotas de miel de hinojo en
los labios. Una risa porque la tarde le ha hecho cosquillas en las comisuras y
porque la tarde. Un vestido blanco volando en el aire. La marea se queja
quejosa, gime, se le astillan algunos sueños. Blancos. Marina invita a las
palomas a recorrer el mundo. En mi pueblo hay un barco varado en cada callejón
que se descuelga hacia el mar. Faroles amarillentos, viejos, iluminan la
cubierta, dos rostros en la penumbra, se balancean, unidos, uncidos. Se besan.
Se confunden los ruidos, que semejan estallidos del agua en la madera del
barco. Va tomando forma el puente en la imaginación del carpintero. Ya le ve el
color a la madera, sus fibras recién lijadas. Ya percibe el olor de su serrín. Marina
desliza la mano por la baranda de la cubierta, suave pero rasposa, ensalitrada.
Pasa ante mí, llegando la noche, se desnuda, su cuerpo brilla, se sumerge en
las aguas y nada: nada igual que los sueños que te ponen lágrimas de ternura en
los labios.
Quintín Alonso Méndez (de "Bajamar", novela)
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