Un
día, el viejo carpintero se puso a escribir, un día que seguro no fue un día,
sino momentos insignificantes de muchos días anteriores que lo fueron
empujando, igual que lo empujaban a la loma, a escribir lo que hubiera querido
decir, palabras, los colores de las palabras, jugó a eso, a ponerle un color a
cada palabra. «Escribo en ti», fue lo primero que escribió, «escribo» estaba
escrito con letras hechas con las ramas del eucalipto y alisadas con su fruto mentolado
del verde de la ceniza, «en» eran dos letras sacadas de la morera, dos palos
que resbalaban entre los dedos, que llegarían a ser bastones u horquillas para
sostener los tomateros, «ti», dos letras hechas de las ramas y del fruto del
mocán, y que era como un faro en plena montaña y que te hablaba de los susurros
de la noche antepasada entre los árboles. Escribía con letras de madera y
ejercía su oficio de carpintero con las hebras que el aire iba dejando desmadejadas
por todas partes, hebras marinas y hebras montañeras. Escribía en su libreta de
tapas negras, hechas las hojas de arena e hinojo, de piedra volcánica las tapas.
Escribía mientras maquinaba algún encargo, una mesa o una alacena. Escribió
versos de agua porque eran ilegibles, cuando modulaba un bernegal con ramas de
guaidil. Escribió para olvidarla, eso dicen. Con letras de almácigos,
tarajales, hinojos, laureles, barbusanos, tabaibas, higueras, granados,
eucaliptos, helechos, musgos. Letras hechas con la madera del cornical, del
almácigo, del naranjo, del limonero, del durazno, untadas con flores de azahar,
y que eran las letras que usaba cuando la recordaba, eso dicen, escribiendo su nombre
dentro de la oscuridad de sus silencios, envuelto en un dolor dulce. También
dicen que es falso que hubiera escrito nunca, «¡si ni siquiera fue a la escuela!».
Quintín Alonso Méndez (de "Bajamar", novela)
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