jueves, 29 de agosto de 2013



Un día, el viejo carpintero se puso a escribir, un día que seguro no fue un día, sino momentos insignificantes de muchos días anteriores que lo fueron empujando, igual que lo empujaban a la loma, a escribir lo que hubiera querido decir, palabras, los colores de las palabras, jugó a eso, a ponerle un color a cada palabra. «Escribo en ti», fue lo primero que escribió, «escribo» estaba escrito con letras hechas con las ramas del eucalipto y alisadas con su fruto mentolado del verde de la ceniza, «en» eran dos letras sacadas de la morera, dos palos que resbalaban entre los dedos, que llegarían a ser bastones u horquillas para sostener los tomateros, «ti», dos letras hechas de las ramas y del fruto del mocán, y que era como un faro en plena montaña y que te hablaba de los susurros de la noche antepasada entre los árboles. Escribía con letras de madera y ejercía su oficio de carpintero con las hebras que el aire iba dejando desmadejadas por todas partes, hebras marinas y hebras montañeras. Escribía en su libreta de tapas negras, hechas las hojas de arena e hinojo, de piedra volcánica las tapas. Escribía mientras maquinaba algún encargo, una mesa o una alacena. Escribió versos de agua porque eran ilegibles, cuando modulaba un bernegal con ramas de guaidil. Escribió para olvidarla, eso dicen. Con letras de almácigos, tarajales, hinojos, laureles, barbusanos, tabaibas, higueras, granados, eucaliptos, helechos, musgos. Letras hechas con la madera del cornical, del almácigo, del naranjo, del limonero, del durazno, untadas con flores de azahar, y que eran las letras que usaba cuando la recordaba, eso dicen, escribiendo su nombre dentro de la oscuridad de sus silencios, envuelto en un dolor dulce. También dicen que es falso que hubiera escrito nunca, «¡si ni siquiera fue a la escuela!».

Quintín Alonso Méndez (de "Bajamar", novela)


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