sábado, 31 de marzo de 2018

La Prosa (58)


«la gente quiere ir al mirador a tomar algo, ¿quieres ir?», y se fue con la gente para así estar con «ella»; en un momento extraño, con el ruido de la gente aturdiéndolo, su mirada posada en «ella», en sus gestos, en los pájaros delgados y blancos de sus manos, le llegó su voz como un murmullo de ola, «escríbeme algo», ¿qué podía escribirle él, estaba empeñada en que fuese escritor?, le asintió hundiéndose en las aguas de sus ojos (sus labios húmedos tan cerca…), «mañana lo tienes…, ¿en el mismo sitio nos vemos?», su boca, su boca… sus ojos…, «en el mismo sitio»…, Perro empotra la cabeza en la rodilla de Hombre, «es mimoso, ¿no?», dice la mujer abrazando a su hijo, «somos mimosos» está Hombre a punto de decirle, «sí», le dice y a punto de añadirle «¿y usted?», «debemos irnos, buenas tardes», «buenas tardes», se queda mirándola, disfrutando de sus andares mientras se aleja, Perro frotando el hocico en su pierna, «nosotros también debemos irnos; mañana», le dice, rascándole la cabeza que le ofrece mimoso.    
Al atardecer se encuentran de nuevo con la joven pareja, que fuman yerba sentados en un pequeño y alargado muro de cemento que separa al abandonado a su suerte, extremo de la ciudad, de un seco y maloliente barranco –extremo que necesitan potenciar--, Perro enseguida los reconoce, antes que él, que anda escarbando en su mente cómo era estar junto a «ella», la muchacha le sonríe y el joven lo saluda con un «hola, viejo» amistoso, así se lo toma porque viejo es desde hace tiempo, «¿le apetece?», acepta el cigarro oloroso –olor fuerte, seductor, a campo—que le tiende la muchacha, ¡ah, así era la embriaguez de sus besos! Charlan de cosas que no importan, del lazareto del barranco, del lazareto que es el centro lujoso de la ciudad, del lazareto que es el mundo, «y de lo que no se habla, de lo que realmente es atroz y a lo que se le vuelve la espalda, sin darle importancia, pero que es el verdadero pulmón del planeta, y que rápidamente se muere, lo están asesinando», dice la muchacha, y ya Hombre desea que lo diga, le gusta su boca echada hacia delante, provocativa y provocadora --es el sexo y es el desafío al mundo--, «el mar», y le arrebata el cigarro, se lo lleva a la boca y lo succiona con avidez, «el mar», y lo dice con la voz y las manos vencidas, Perro y Hombre tienen el mismo gesto de alarma, el mismo sobresalto, que la joven pareja no advierte, inmersa en su futuro sin futuro (qué triste será su derrumbe cuando lo sepan, que se acabó el futuro), «¿Han estado en el mar?», «claro», dice la muchacha, el muchacho golpeando los talones de sus pies contra el muro, con ritmo monótono de lejos, lejos de todo, «se parece a mí», piensa Hombre, clavando los dedos en la palma de la mano, y quiere preguntar, ávido de hacer esas preguntas que nunca se contestan, pero deja que el silencio haga su trabajo, «ya sé que tú no», y la muchacha le abre carnosa su boca al aire altivo que no se deja atrapar, «hemos estado, pero sabes, quizás no exista, y no sea más que un deseo de libertad y, sabes, la libertad no existe, bueno, sí, aquí estamos y somos libres», y entonces la muchacha mira a su amado palmeándole el muslo, y ya éste, tan lejos de donde está, con la maestría torpe de la tristeza adormecida, lía otro cigarro. Perro y Hombre miran alrededor, la pobreza es masa, está cansada de perder revoluciones y sorprendentemente vive, como la flor en la piedra. Sin decir nada, se ponen a caminar, a paso lento, saboreando la lentitud del tiempo al atardecer, los muchachos entrelazados por la cintura, saboreándose, Hombre y Perro también, a su manera, sabiéndose cerca, sin importarles mucho el cuándo en ese momento. Terminan sentados en donde se conocieron el día anterior, comiendo y bebiendo, la mejor medicina que hay contra las dos guerras, la interior y la exterior. Confirmado: a veces, entre medias, «la paz existe». Terminan fumando yerba caminando por las calles pobres, con las aceras y las farolas rotas, se cruzan con caras oscuras, con olores tristes de ropas y cuerpos sucios, con algún grito desgarrando una ventana, el golpe hosco de una puerta al cerrarse, los dos jóvenes dicen que algún día, a no tardar, se irán de aquí, es amargo el sabor en la boca, amargo el sabor, agrio como el vinagre, ahora cuando recuerda las palabras que le dijo «ella» la última noche «ahora entiendo por qué me dijiste si también estaría contigo si estuvieras viviendo en una cuneta: porque nunca pensaste en hacer nada para salir de ella». Se despiden con un «hasta mañana» que nunca será. Partirán al alba después de unas horas en vela con la vela encendida       


quintín alonso méndez

martes, 27 de marzo de 2018

La Prosa (57)


Al mendigo del Banco, sentado como adorno de escaparate en la acera, maniquí barato y desbaratado, espejo pobre y simplificado del sistema, apoyado en la reluciente cristalera blindada, le dice alargándole la correa que cuide un momento del perro, y entra al Banco, pasando al lado del empleado de seguridad, al que ni siquiera mira, no así éste, que ya no le quita ojo (mientras llama por el celular a sus ocultos compañeros, posiblemente «alerta amarilla»). La elocuencia tonta del director, ¿nunca se mira desde fuera, no se mira al espejo, no se ve su aspecto baboso y humillante?, o lo que sea (soldadito de plomo al fin), lo hace sonreír, y lo deja que hable un rato, que practique, porque en el fondo le gusta creerse importante, convencedor, «buen consejero, soldadito bueno», hasta que ya se cansa y piensa en Perro ahí fuera, y que no se moleste, «deje mi dinero quietecito», que se deje de zarandajas de inversiones, bolsa, fondos de vejez y demás yerbas, así está bien, quieto donde está, ya se lo van robando poco a poco, no tiene prisas por quedarse sin nada, el tipo insiste (de eso vive), se pone en pie metiéndose en el bolsillo el dinero que ha pedido, «hasta más ver», le dice, y allí lo deja (con la suculenta comisión perdida, pero el mundo está lleno de tontos, y ya él lo ha sido demasiadas veces). El mendigo (del empleado de seguridad, ni caso) lo recibe con una sonrisa sucia pero le brillan los ojos, «su perro me ha traído suerte», le muestra el cacharro con varias monedas que tintinean alegres, coge la correa y le entrega un billete, «gracias, amigo, para que se emborrache a gusto», Perro le ladra suavemente. Se alejan por la calle, alejándose del centro contaminado.
«Si cerrasen los bares y quitaran las plazas con bancos, no tendría adónde ir», se dice al tiempo que «entra» con Perro en la pequeña y recibidora plaza de brazos abiertos, con piso de tierra, varios laureles de gruesos y nudosos troncos, unos cuantos bancos. Se sienta en el que recibe más luz del sol. Una mujer joven pasea con su hijo menudo y se sientan varios bancos más allá, al otro lado del mundo, pero el niño salta, no es edad de estarse quieto, Perro lo ve venir de pie, con la cabeza baja, respirando alegre, el niño se detiene y extiende el dedo índice de la mano, como si lo reconociera, Perro deja que se acerque, pero la mujer también salta y se acerca apresurada, llamando con apuro al niño, Hombre la mira de la mejor de las maneras que recuerda que se hace y pretende decirle con calma, buscándose una sonrisa, sujetando a Perro con la correa, «yo no, pero el perro sí es de confianza», «no se preocupe, no muerde», le dice. La mujer parece relajarse. La inocencia es la gran puerta de entrada a la amistad, Perro y el niño juegan, la madre no sabe qué hacer, si sentarse (al otro extremo del banco) o reclamarle urgencia al hijo, él la mira, «es bella», se dice, «es que es un confianzudo», dice la mujer sentándose, pero cerca, intentando sujetar al hijo, «es amigo de los niños, en el fondo es otro niño, estamos de paso», le dice él sin saber por qué se lo dice, ella, por una vez, lo mira, y Hombre agradece la pequeña sonrisa que le regala, «es bella», y se le vuelve a ir el pensamiento al día que tenía el destino escrito,
quintín alonso méndez

viernes, 23 de marzo de 2018

La Prosa (56)

Es nocturna la despedida, el «nos vemos» a compadre, mi «gracias» que se posa en la mejilla y no quiere irse de «la bruja» -sintiendo muy cerca la flor húmeda y carnosa de sus labios, que siento estremecerse levemente, o he sido yo, solo yo. Bajo hasta casa con la noche, sintiendo el frío que me envuelve y me pone en mi sitio. Esta ebriedad me mantendrá despierto hasta que la oscuridad vaya disipándose. Será noche larga de larga charla callada entre el mar, los silencios y yo


Acto o día diez. El decorado es el dibujo infantil de una montaña, hecho a creyones. Un palmeral en medio de la montaña, debajo un estanque, una cabra subida a un risco, el cielo azul, con una nube blanca y una gaviota, el influjo de ser isla. En la base del dibujo, una vereda del color de la tierra que asciende hasta el redondo estanque, una casita de tejas con una puerta y una ventana verdes, un niño y una niña jugando a la comba con una cuerda.                             
 
Desde chiquillo lo acostumbraron a amanecer antes del amanecer; «en pie» eran las palabras más sonoras y claras que oía a lo largo del día, junto con el canto el gallo, como dos campanadas brutales y certeras de bronce en medio del silencio –a veces, pocas veces, cierto, llevaban incluido un tirón de orejas (en la pobreza, la fiebre no es excusa)--, y casi siempre las recibía ya despierto, temiéndolas la mayoría de las veces (el frío mordía debajo de la manta, las sábanas congeladas). Ahora, haga el tiempo que haga, el reloj domado de la mente lo impele a levantarse aún con la oscuridad (Perro, enroscado en sí mismo, masticando frutos secos del sueño, hace que no lo oye, mientras Hombre enciende otra vela y se dedica a su limpieza física –una buena fregada-- y espiritual --un sentido «buenos días» a los seres que ama aunque ya no estén--, pero ya inevitable levantarse y desperezarse, estirándose con sus patas como un balancín de madera, cuando Hombre abre la puerta y entra la luz débil del alba). Caminar por el alba es la mejor hora porque el tiempo es callado y lento, aún medio dormido, aunque pronto todo entra en una ebullición extrema: son las prisas humanas, mezcladas las horas de la esclavitud y la creación (un dios humano vigila y somete); se pregunta adónde irá la gente cuando se dé cuenta de que no tiene adónde ir, «nosotros al mar, ¿verdad, Perro?».

quintín alonso méndez


domingo, 18 de marzo de 2018


La Prosa (55)


Creo que hoy estoy en «el parte de la ansiedad pendiente». Si esto no lo soluciona la caña de la parra, no hay solución. Y compadre, de poco para acá, vestido con esa sonrisa permanente en los labios, recién comprada, me convierte en un momentáneo aspirante a torturador de lagartijas. La caña lo cura todo; el salitre, no; el salitre solo pretende ayudarme a entender este misterio. Tiramos para arriba, ya algo encañados, adonde nos espera «la jefa»; es un camino asfaltado en pendiente, custodiado a un lado por el barranco y por el otro por muros de piedra que protegían del viento las antiguas fincas; restos del pasado; quedan algunos tarajales, unas tabaibas y los guaidiles exterminadores. Gato viene detrás, a su aire, como si nunca fuese a ningún lugar determinado, con la excepción de las lunas llenas, que va adonde lo reclaman. Abajo el mar brilla óleo azul. La sobrina, la jefa, la mujer, está espléndida; su piel morena brilla al sol. Nos recibe como si fuésemos dos valientes y arriesgados --pero hambrientos-- soldados que vienen a festejar qué victoria. Su amabilidad conmigo me sorprende porque no estoy nada acostumbrado; me intimida (toda belleza me intimida); «he preparado lo que más te gusta», miro a compadre, que definitivamente ya es otro: un niño feliz. Y ha resultado ser cierto, «creo que sería vegetariano de no ser por los chicharros y las caballas», digo, ya en el vino, en las papas, en el pescado, «y la caña», «¿y las mujeres?», y me llega de golpe la luz de «la jefa», su voz, la belleza de su cuello desnudo, belleza que baja insinuante, también desnuda, por el escote, se percibe la brisa del silencio. El día brilla óleo azul. Solo el vino hace hermoso el mundo –evito mirarla--, compadre habla de la antigua atarjea «que pasaba justo por aquí encima», ella es una mariposa y tiene las manos, los labios, los ojos, llenos de mariposas; me deslumbra, y creo que lo sabe, pone su mano en mi brazo, sonríe –no quisiera que la quitara nunca, es suave su calor, me trae memorias de sensaciones lejanas--, miro el mar, disminuida y silenciosa la costa, ahí estaría yo ahora, «en el verso dormido»; esto no es real o es solo una licencia fugaz que se ha permitido el tiempo; algunas gallinas sueltas, algunos pájaros también picoteando, Gato los mira mientras se relame con el festín de las cabezas de los pescados. Está radiante con su vestido de tirantes, estampado, infinitas mariposas de colores, la piel le brilla. El vino me da más sed; para compadre es lluvia, promesa, exorcismo, «¿sabes que es una bruja?», «una bruja de verdad». Y ella ríe como una bruja, seductora, feliz. Esta tarde es hermosa, se lo digo a «la bruja»: «esto es un privilegio», «lo es», y su mirada desnuda la extiende por el paisaje luminoso, entiende que hablo del lugar o es que prefiere referirse al privilegio del lugar, «es un lugar sagrado», dice compadre y ha dado la definición exacta. Para mí este día es un regalo y lo recibo feliz. Soy un privilegiado. Me gusta verla moverse, erotiza el aire, hace que respirar sea una caricia, pero el tiempo del regalo se me acaba y pronto he de bajar «destino casa». Entra a la casa y trae café a la atalaya del patio donde todo es ensoñación. Me gusta verlos besarse, ver cómo desprenden y comparten amor en cada gesto, «ella también es feliz», le digo a la tarde que empieza a debilitarse, «vamos dentro», dice «la bruja», que no acepta mi «debo irme ya», «¿tienes qué hacer; entonces?», «¡más vino, más vida!», exclama compadre.

quintín alonso méndez

martes, 13 de marzo de 2018


La Prosa (54)


Pienso como alivio en lo más insignificante (veo estrellas, una luz vaga, erótica, en su vagancia, y «veo» las caderas de «la jefa», su esplendoroso cuerpo de juventud, rebosando racimos): me ahorro las pocas ganas que tenía de hacerme de comer, «entonces, ¿no hay nada que hacer?», tenemos voz de niños, «me temo que no. Pásate por la tienda, cierro sobre las dos y nos vamos para casa. Y esta tarde no abro, al carajo», me señala la libreta, «mira a ver si recuperas el hilo» (siempre se calla lo de «allá tú» diciéndomelo). «Allá tú». Se aleja, sosteniendo el equilibrio, pausado, como siempre, con las fuerzas de la Naturaleza, ¡el muy cabrón! Recupero el hilo, ah los charcos, la maresía, el mar que se resbala, pero ya no es igual, ella se está convirtiendo en solo un recuerdo, es decir, en otro ensueño, «día que también me trae, inesperada, una palmada de ánimo. Lo agradezco porque es noble. Y noble es esta sensación suavemente nostálgica, callada –apenas si duele, conformada en su destino--, de saberte tan lejos». «Ella» sonreiría si supiese que me voy a comer con compadre y «la jefa», en la terraza de su casa, atalaya sobre el mar; de los mejores sitios que conozco para beber en santidad. Me estiro sobre las piedras, al calorcito de la mañana que ya se encarama en el mediodía. Me dormí. Y ha sido un sueño de siete minutos –el tiempo lo mido en mi roca sagrada, como la abeja, según el reflejo de la luz del sol (pero los días nublados me pierdo en el tiempo, ahí soy débil y es cuando realmente estoy perdido; y perdido me siento cada vez que despierto. Cada vez con más frecuencia duermo en escalones, una hora aquí, media hora más tarde, siete minutos ahora, casi nada de vez en cuando)--; en el sueño he visto «el verso del dormido», sin voces, la visión de sus labios muy cerca, su cuello y sus hombros desnudos, el olor de sus respiración, la sensación extraordinaria de sentir su piel, el dulce calor de su piel, mi mano en su pubis, esa sensación indescriptible, sueño carnal, una dulce excitación producida por el sol, y de pronto aquí, tendido de mala manera sobre las rocas de la costa, cuerpo después del naufragio, dolorido; la realidad siempre me produce frío, mis manos frías, el cuerpo frío con la fiebre que le producen las heridas de las frías ausencias. Hoy el mar tiene heridas descubiertas, curándose al salitre. Hundo la cara en un charco y me enfrento así al sol, ya en lo más alto. El tiempo tiene la sana costumbre de pasar indiferente a mi lado, pero ahora no, ahora me empuja a la venta de compadre. La sabiduría de Gato ya me espera, montado en las sacas, y la sabiduría de compadre, con la botella y los dos vasos en la esquina del mostrador (donde antes las montañas inestables de las latas de conservas). «¿Por qué hay una tristeza solapada en el día?», «¿es la vida o es la muerte el estado natural de las cosas?».

quintín alonso méndez


viernes, 9 de marzo de 2018

La Prosa (53)


No oigo llegar a compadre y asusta al yo que no sabía dónde estaba y me sorprende a mí porque es raro verlo por estos territorios costeños. Me ha cogido sin defensas, en la plenitud del pecado, «¿qué, escribiendo el parte?» --¡joder!, como un chillido en plena oreja--, fin de la cita, cierro la libreta (después encontraré un tiempo muerto para seguir en la utopía de que le escribo y ella me lee), «¡a ver, a ver, abre, abre, que quiero leer las mentiras que escribías!», ¿qué le está pasando a compadre, ya desvaría, creyéndose en la niñez?, me arrebata la libreta,  la abre y se pone a leer en voz alta, con voz griega, de ágora, lo oigo desde lejos pero no se oye mal, mirando el movimiento del mar en la orilla, en cómo resbala por encima de las rocas y los charcos, patinando en el musgo y desbaratándose una y otra vez, y una y otra vez insiste en su resbalarse gozoso, «no sé qué decirte hoy de este día, con las montañas ocultas por las brumas y enfrente la costa despejada, de un azul pálido celeste, que invita a las nostalgias al ritual, que duele y que salva, de pensarte», un fugaz instante de silencio sin gaviotas y «vaya, te interrumpí en el mejor momento», ahora compadre tiene voz de buen humano que a ver qué significa eso, «las distancias están hechas para joder la pavana», dice, con voz ya suya, me levanto lento de mi asiento de roca, sin ganas, cogiéndole la libreta de las manos, «¿y qué haces tú por aquí?», «eso mismo me pregunto yo», hace otro cambio de tercio con la voz, voz de resignación satisfecha, «buscarte porque la jefa quiere que te lleve a casa, arriba está, preparando un buen almuerzo», ¡vaya, la jefa!, «¿la jefa, así estamos, compadre?», he pretendido que mi voz sea una voz burlona, y para nada, me ha salido una voz neutra –sigo en las nostalgias, en los charcos--, «y yo el jefe, así estamos», voz metálica que desconozco, de otro planeta. Nos quedamos mirando el mar, «estamos perdidos», pienso, «pero compadre ha sabido perderse a tiempo», ahora su voz es la voz de los buenos o viejos tiempos, «dice que no acepta un no de ninguna manera», voz ingenua de cuando la vida era dura y pobre y soñadora, «me mandó a buscarte y a llevarte sin excusas», voz que raramente nos surge, si acaso en esos pocos momentos de sentirnos compañeros y apreciarnos (un día tendré que preguntarle si la revolución que hicimos o pretendimos valió para algo).

quintín alonso méndez


martes, 6 de marzo de 2018

La Prosa (52)

quintín alonso méndez


Evita adentrarse en la ciudad, evita dirigirse al centro porque solo admiten alquilar habitaciones con perros en los lugares pobres; los dos mejores lugares que conoce para conseguir información son los bares y las iglesias; por principios, elige un bar, y en este caso un bar que no haga esquina porque suelen ser gente de paso. Perro, vigilante, se queda a la puerta (lo ve a través de la cristalera). Después de una cuarta de vino y de pagar varias consumiciones a dos tipos del barrio, y entrando en la conversación el camarero, logra que uno de ellos salga con él a la acera y le indique: es una casa con un amplio patio interior: alquilan habitaciones. El dueño o el encargado, calvo y flaco y desdentado y amable le indica una pequeña habitación que da al patio, la ve correcta, aparentemente limpia. A Perro y a él les vale para una o dos noches. Paga por adelantado. Luego salen a dar una vuelta por los alrededores, es pobreza tranquila, trabajadora, la podredumbre –la bien vestida-- está más hacia el centro. Encuentra una especie de caseta de madera donde sirven de comer, con un par de mesas al aire libre, en una de ellas hay una pareja joven, eso le da confianza, congenian con Perro. Aceptable el vino y aceptable la carne, agradable la conversación con la pareja (la suerte de que están enamorados); de regreso a la habitación sin prisas; habitación algo fría, pero Hombre y Perro se acompañan, se amortigua el frío, y al menos a descansar los huesos y los pensamientos, piensa en la desnudez de la mujer del bar –«la mujer del jugador de dominó», le gusta decirse--, en el calor de su cuerpo; se duermen a la luz de una vela, y mañana al centro de la ciudad, porque para ser clandestino hay que aparentar lo contrario, aparecer de vez en cuando por el Banco (darle solo la importancia justa al esclavo dinero), comprobar que las cosas están en orden –le roban su dinero despacio, a cuentagotas, se puede soportar--, y sacar algo  para continuar el viaje. A cada rato se despierta, sonríe viendo a Perro, dulcemente durmiendo  


viernes, 2 de marzo de 2018

La Prosa (51)

; apareció así, de golpe, a su lado, en el bar de la plaza, él apoyado en la barra, de espaldas al mundo, metido en el ambiente de las botellas alineadas en las estanterías de la pared. Pensó que estaba en un sueño, su cara ahí mismo, con su mirada de mar y su voz de uvas; lo desarmó su voz y lo desarmaron sus palabras, «hola, ¿eres tú?», tardó en hablar, perdido en su mirada, en su presencia mágica, «sí». Entonces ella, ¿qué hizo o qué dijo ella?, Perro frota con fuerza la cabeza en su rodilla, como si quisiese ayudarlo a recordar o a sacarlo de los recuerdos. Pasan coches por la carretera, veloces como los pensamientos, no se detienen y tampoco ningún pensamiento suyo se detiene, todos se le escapan, «cada coche tiene un destino», piensa, «¿y mi destino es el mar o es la búsqueda del mar?», le frota la cabeza a Perro mientras ve pasar los coches y le habla, «ella me dijo «hola, ¿me pides una cerveza?», pensó que darle la espalda para pedirle la cerveza le haría bien, que al volver a mirarla, vería la realidad: sería nada; se volvió, pero allí estaba, «ella» --«por qué hay sueños tan crueles, tan insistentes?», se preguntó--, sonriéndole, esperándolo, nunca olvidará la sensación única del roce de su mano en la suya al coger la cerveza, «deberías de ser escritor», «¿escritor, por qué», «porque los escritores no tienen destino». Y fue tan inexplicable el instante que recuerda con claridad que se dijo «desde este momento soy escritor, un sin destino». Pero ese día tenía un destino escrito. «Ella». Mira hacia la carretera, «no son los coches los que pasan veloces», se dice, le dice a Perro, «es la vida». Se pone en pie y los dos se sacuden las pulgas, se desperezan, «vámonos».                   
La carretera es en suave descenso, la brisa agradable, los coches parecen haberse calmado en sus prisas, y Perro y Hombre lo agradecen. Hoy es bondad; porque sí; del clima, de las horas cayendo mansas; y es bondad de los sentimientos, «la querré siempre, carajo». Y siente ternura, una ternura inmensa al pensar en la mujer del bar y en el jugador de dominó. Perro tampoco los olvidará. Cada vez se va viendo menos campo en cultivo y más grupos de casas, bien ordenadas, justas porque todas iguales, adosadas o alineadas, conformes con la desaparición del trigo, las ovejas, las amapolas, las abejas, los pájaros, «esos pájaros que no dejan echarse la siesta a gusto, molestosos al amanecer de los fines de semana, y molestosos cuando la tarde invita a la comodidad humana en su mundo artificial de perfumes y sillones de piel». ¡Con qué tristeza se alegra de alejarse de ese mundo!; ahora la carretera ya tiene aceras; está entrando en el mundo del bien vivir. Se empieza a respirar atmósfera de ciudad, de limpieza artificial, y ahora es la gente la que toma el relevo de los coches, más lentos, disciplinados, casi correctos, la gente con prisas, será que aspira a ser vista, elegida, premiada. Nadie los ve entrar en la ciudad, nadie mira ni se mira. Entran por un bonito paseo con anchas aceras que antiguamente fue una curvada y estrecha carretera protegida por dos interminables hileras de viejos y robustos eucaliptus* (*: nota del autor). ¡Ah, aquél olor a menta de campo! ¿Por qué se respira a tristeza? «Si el amor existiera, yo sería escritor», le dice a Perro, deteniéndose los dos ante el monstruo de acero y cemento con ojos de cristal a prueba de bala que impasible va a recibirlos, seductor (como si la vida fuese el movimiento constante).

quintín alonso méndez