martes, 28 de junio de 2016


                                    El último sueño de un viejo


Prolongándose la tristeza porque en algún momento de lo que será mañana, ah, derrumbe insaciable, devorador, en algún momento y en algún lugar de la resbaladiza memoria, las dos gaviotas ya no volverán, la pareja de cernícalos al fin lograron su propósito, supieron esperar el momento más débil de la debilidad y devoraron el huevo que eclosionaba, la cría que ya rompía la cáscara, el envoltorio que la protegía y del que pronto saldría a la luz ciega de este planeta salvaje. Me quedaré triste, más triste, más despojado con una congoja que se sumará a la confirmación del abandono, de que todas las naves partirán. Seré más pesar, más abandono. Más soledad.
Me crecerá el miedo a estar despierto en las profundidades de la noche, también el miedo a dormirme.
En un punto indeterminado del derrumbe, grotesco derrumbamiento patas arriba --toda catástrofe propia invita a la risa y a la burla ajenas--, con los sentidos descosidos entre ellos, desgarrones de sus pieles, cada uno vagando por su cuenta, desconociéndose, ignorándose, perdidos en un rumor espeso, mezcla y mesturanza de silencios y de estallidos en la mente, creeré oír voces, voces mezcladas pero voces limpias, como dardos, como separadas por indestructibles paredes, aislantes paredes transparentes, voces que algo me dirá que conocí hace tiempo, pero que no sabré identificar, voces sin rostros que me llegarán de fuera, de fuera de mí y de fuera del espacio, pero voces que oiré retumbar, como parpadeos de campanas lejanas, dentro de mí. Voces gruesas pero suavemente suaves, finas como hilos inconfundibles de agua. Con la sensación simultánea de voces llamadoras y voces alejándose, también despidiéndose. ¿Adónde se irá el mundo? ¿Adónde, después de que me deje completamente vacío, después de que todas las naves hayan partido? Voces cortadas por finísimas hebras de cristal, limpiamente separadas entre sí. Pero una voz. Una voz. Solamente es una voz invadiéndome, ocupándome desde todas las dimensiones. Ataviada con todos los vacíos, con las vestiduras de todas las distancias. Única voz con todos sus espacios, pero sin tiempos y sin espacios. Voz que no procede de ninguna materia, aislada, sin palabras, solo son acordes, recuerdos de que la materia, la esencia de la materia, no estuvo, de tan material que estuvo, de tan fugaz. Pero voz que vendrá a decirme que no estuvo, que no podrá irse de donde nunca estuvo. Voz que quizás busqué en los labios de la brisa y que vendrá a decirme que un desgraciado accidente del espacio en el tiempo hizo que nunca estuviera. Un zarpazo de viento o de miedo. En esa voz veré de cuando en el inexistente instante, instante de escritura, me despertaba en la noche, de latido en latido, y allí me quedaba, embebido en la luna de tu cuello, en los negros bosques profundos de tu larga cabellera extendida en la almohada, a veces me levantaba, incrédulo, y miraba por la ventana, ahí donde la osa mayor me marcaba el norte, tu origen y tu destino, e incrédulo y temeroso, me volvía, y ahí estabas, hermosamente dormida, sueño profundo, inconcebible, de mi alma. Con miedo, torpe, me acurrucaba en ti, cerraba los ojos, y te veía, te veía, paisaje de mi mundo, mi materia, mi aire. Mi vacío tocaba tu materia, la materialidad desnuda de tu ser.

Será entonces, en el derrumbe, en la oscuridad completa, el descubrimiento de la nada, la placentera pena de perder el tiempo, de dejarme llevar por las dejadeces, una forma pobre de sentirte a mi lado, de hundirme en la escritura y tener la sensación de que en algún espacio de la infinitud del espacio, en algún instante, estuviste aquí. Mágica y dolorosa escritura. Cerrar los ojos y verte en la escritura, ver cómo se estremece la tierna flor en su tierno tallo, un abanico de arcoiris, el vértigo, y en el paisaje con sus graznidos el mirlo enfrentado al cernícalo, intentando alejarlo del nido. Será placidez, tristeza, abandono, la sensación indescriptible de los sentidos perdiendo el sentido. Irremediablemente, te pensaré, en cada destrozo del derrumbe, en cada astilla que se me clave, en cada golpe de brisa, en cada átomo de instante, en el relampagueo del sol de la luz, mordiendo y arañando cualquier resquicio de recuerdo. Todo será tú. Toda tú. Tú, la mujer que habita el mundo y no me habitas a mí aunque habites en mí. Más allá de la eternidad. Veré la mayor ternura y la mayor delicadeza en el pájaro con sus crías, ese pájaro me dirá que para amar, primero hay que amar y luego atreverse a amar, ¿dónde me quedé yo, tan lejos, tan antes del origen, tan alejado del amar? ¿Y por qué de pronto unos remolinos de viento, y se pondrá a llover? ¿Y por qué de pronto el espacio detendrá al tiempo, desaparecerá instantánea la lluvia, y mudo y quieto el espacio le quitará la tela blanca a la niebla y brillarán quietos inquietos el verde y el azul, y por qué entonces, tú, invisible, desnuda, serás la brisa que me hiera y me aturda y me más me entristecerá, ¡ah, mis manos vacías!, inmóviles, detenidas en el instante, en tu desnudez con la mía? Esta distancia dentro del derrumbe, que unirá y atará como un abismo, y al abismo, al derrumbe me atará. Justicia de soledad, justicia de infernal frío bajo un sol pálidamente pálido vestido de pálidas nubes.   
Quintín Alonso Méndez

sábado, 25 de junio de 2016

El último sueño de un viejo

Me parecerá ir cada día al bar de la atalaya, porque el tiempo discurrirá como lava, sin interrupciones, sin medidas ni junturas a las que sujetarse. Será la lava la que vaya sepultando los recuerdos, esa memoria frágil que se inventa cuentos y los lleva a la escritura, ¡qué bella será la tarde cuando ya no tenga pensamientos! Bella tarde, sin presencias humanas cercanas, lejos la humanidad, lejos, tan comprometida con sus herméticas y juiciosas y decentes leyes y con sus cabalgaduras superfluas pero tan bien consideradas en sus bien delimitadas escalas sociales, donde tan corruptamente y sutiles y amorosos y reprimidos cohabitan los amores. Cabalgaré sin moverme, inamovible, como siempre. No haré lo que no hice. No me mentiré, no mentiré, como hice a diario, para poder verte. Tarde, no iré a ninguna parte, a ninguna esquina, por eso jamás te veré, no escarbaré por los territorios interestelares en tu busca, y no dejaré de hacerlo, en la escritura y fuera de la escritura. Es tu suerte, nunca fui, nunca seré. En el bar de la atalaya seguiré con mi vieja libreta de campo, recóndita, olvidada en el fondo de la bolsa, junto con el lápiz lila, ahí pudriéndose, en el fondo de la saca. Alguna vez la sacaré a la luz, y nada, llevaré el lápiz lila a los labios, sin saber por qué, y volverá a hundirse, muda, la libreta, abrazada al lápiz, en el fondo de los olvidos, yéndose. Veré a las abejas muriéndose a mis pies, a la gente no le importará que se mueran las abejas, a la gente no le importará nada más allá del Danubio, de cualquier río que lleve a roma, me releeré a Magris, sus gotas de miel, sus abejas, sus danubios, y no será tristeza, serán lágrimas dulces por los que se embarquen por los ríos de la vida, pensaré en ti. Acá no hubo ni habrá ríos. Por no haber, no habrá ni palabras, habré de escribirlas, de sacarlas de dentro de lo más oscuro, aunque sea torpemente, y como las abejas, moribundas palabras, ¿por qué vendrán a morir aquí, qué me querrán decir? Todo se me morirá en la escritura. Cada palabra, una abeja. Paisaje sin miel.            
Serán sucesiones de tiempos donde la noción de tiempo será una blanca nada sin espacio, un nevado paisaje sin nieve y sin árboles. El espacio de un paisaje en el que únicamente cambiarán las tonalidades y las sensaciones, menos frías o más frías, según el dolor se duerma o se desperece, tonalidades según la borrosidad de los ojos en su mirar errante de mirada perdida sin rumbo y sin destino, con los lilas siempre anunciando, en el mismo punto, en el orto o el ocaso, el origen y la decadencia, en el mismo instante, mismo estremecimiento, el frío incesante en la hoguera del instante, las llamaradas devoradoras en la más pura frialdad, con la sensación perpetua del término. Instante inexistente. Y serán sucesiones inacabables de inexistentes instantes. El todo que no fue y que no será, y justo en la orilla, no arena, no mar, el instante herido, el herido instante inexistente, una chejoviana estepa, donde «al lado de la casa no se veía ni se oía nada, salvo la estepa». Caminaré sin moverme por la estepa de la mente y por la estepa de las manos vacías, sin sueños, sin recuerdos, sin futuros. La vida llena de desiertos. Ahí moriré, en la orilla, en la desembocadura de la nada en la nada. Nadie sabrá de mi muerte porque mi muerte siempre será antes, antes de toda muerte, de todo origen. Nadie sabrá de la noticia, si acaso de un eco mortecino, escaso, sin lumbre, de la noticia, que no será noticia, solo será la última nada, un trémulo temblor de las hojas en las ramas, dentro de la noche, un leve agitarse de sombras a través de la ventana cerrada, entonces quizás seré, en alguna memoria remota, un recuerdo débil, dubitativo, esquelético, sin formas y sin territorios, un paso fugaz de una sombra por un relampagueo de sueño, luego el absoluto silencio, la absoluta quietud. Nada más.
Quintín Alonso Méndez

miércoles, 22 de junio de 2016

El último sueño de un viejo



¿No dejaré de buscarte, aun sabiendo que no te buscaré? Porque no se busca lo que se sabe que no se va a encontrar, ¿o sí, y precisamente por eso? Quizás por eso nunca me encontré, porque nunca me busqué.
Sabes que no dejaré de buscarte. Pobre escritura. Paisaje mío.
Pobre escritura perdida y perdedora que no dejará de perderse por entre los escombros del derrumbe. Un gato negro me seguirá al principio por las ruinas, pero pronto se quedará atrás, retrocederá, se volverá, huyendo de la palpitante y viscosa boca oscura a la que me dirijo. ¿Por qué, cada vez con más insistencia y perseverancia, se me escabullirán los pensamientos, y con ellos los sentimientos, como el agua por entre las piedras? Por ejemplo, ahora, que bajaré la calle, mi única calle, sin pérdidas, y creeré verte y creeré saludarte, me creeré un chiquillo y cantaré sin saber qué canto, y sentiré que hago lo que nunca te gustó que hiciera, posar mi mano en tu nalga, y será entonces una mirada hosca, agresiva, casi chillando, alejándose, diciendo en voz alta, «¡y qué coño le pasa a este loco viejo verde!, ¿por qué no va a toquetear a su madre?», y eso, duramente, me traerá de vuelta al principio, adonde me corresponde, a la precisa distancia donde no sea visible, y habré de entenderlo, aunque la mente no me ayude mucho y se vaya por ahí, por su cuenta, profundamente egoísta, indiferente, ignorándome. A eso iré, condenado por el cansancio de los años apáticos, a la indiferencia. Entonces ya no me dolerá ningún dolor, tampoco ninguna alegría ajena. Desnudo o deshabitado de puntos suspensivos, paréntesis y metáforas. Ah, la gente sabia, que me procura y se preocupa de buscarme distancias, y que entre esas distancias haya lo que nunca conocí, un interminable océano. Volveré, despaciándome, despacio y alejándome, a la atalaya, con mi vieja y ruinosa libreta, con mi lápiz lila, mi paisaje lila, mi azul lila. Me gustará oír cantar al gallo a las cinco de la tarde y al grillo de la medianoche, anuncio de muerte propia, particular, un canto o grito hacia dentro que rebotará en las entrañas y romperá en mi boca como una erupción, arcadas ensangrentadas preludiando los vómitos terminales.
Pobre escritura que necesitará de más pausas y de más silencios aguardando a que algunas palabras dulces caigan de la transparencia de lo que no habrá, de más pausas por la falta de aire, tan abundante el aire aquí mismo, rodeándome, y tan agónica la vida ante la falta de aire aquí dentro, ¿qué será la ética, aparte de un pañuelo de seda desgarrado, colgando de un hueso de palo en pleno desierto? ¿Qué fue de la ética?, le preguntaré a ese mi yo que se sienta a mi lado y nunca me habla. Será hermoso contemplar lo que ya no está, lo que huyó de lo que no hay, de lo que nunca hubo. El gato negro, una noche, una noche más dentro de la única noche, se confundió en la noche con la noche, me arañará los ojos. Entonces realmente lloraré. Sangre. Pobre escritura, enloqueciendo. Algún día constatarás lo que dolerá la noticia de no haber sido.      
Quintín Alonso Méndez
    

lunes, 20 de junio de 2016


                                   El último sueño de un viejo

  En un espacio derruido, hecho cenizas, las maderas del tiempo irán deformándose, hinchándose debido a la humedad más oscura, más profunda, se irán cubriendo las grietas de moho, haciéndose una pasta espesa con el polvo pobre y mugriento de las derrotas y las pérdidas, amasada por el salitre viejo, no quedando una sola rendija por la que pueda pasar un simple hilo de luz, una vertical lámina simple que invite a desentumecer las tristezas, alzarle un simple gesto a la estrella que me olvidó. ¿Qué será del paisaje?: De sus dunas y profundidades, de aquellos matices, de aquellas costuras que el aire le hacía a las sinuosidades de las formas, haciéndolas a tus formas y a tus colores, modulando en ti la sed que me secó, la lluvia que me inundó. ¿Qué será de su compañía invisible, silenciosa como la luz del cristal? ¿Pero habrá preguntas que hacerle al paisaje, o todo el paisaje en sí será un fantasmagórico interrogante que vendrá de vuelta, introduciéndose y excavando en mis vacíos ojos, incrustándose lacerante como astilla del acero más afilado en el dolor más definitivo, el dolor de lo irremediable? ¿Pero qué será el paisaje, de qué sombras, de qué textura estará hecho, cómo serán sus olores, con la memoria desbaratada, metida dentro de un instante aislado, qué será el paisaje sin el paisaje de tu presencia, sin la noción siquiera de la hora, dueña de ese instante, del lugar donde naufraga y se desintegra? ¿Qué será el paisaje, si no te podré leer el cuerpo, la silueta desnuda rociada de miel de tu voz? ¿Será solo la pregunta, perdida la pregunta, desvariada la pregunta, sin ninguna pregunta, nada más que el paisaje de la vaciedad del mundo, paisaje vacío, sin ninguna huella, abandonados los nidos, secos los árboles, sin ramajes, esqueletos y más esqueletos con formas de pájaros? ¿Ni siquiera habrá un recuerdo que me recuerde cómo era el paisaje del instante, cómo era el sabor de las fresas y las almendras? Tampoco estará el loco. Tampoco habrá hormigas merodeando por las macetas descoloridas, amontonadas, sin tierra ni plantas. ¿Serán hileras de cajas de plástico o de barata madera el paisaje, avenidas de cementerios que almacenen cadáveres? ¿Serán lágrimas el paisaje, lágrimas secas, muertas, en la escritura?: O será el paisaje rumores de silencios, silenciosos rumores que la brisa traerá y se llevará con sus colores de horarios. Palparé el paisaje palpando la nada. Oleré en la ausencia el olor ensalitrado de tu sexo. Dolerá, cada día me dolerá más lo que no tuve, lo que se desvaneció nada más nacer. Y cada vez que escriba tu nombre, olerá a mar dentro de la escritura, a musgo y algas. Será el paisaje desolado de la escritura. Pero la escritura también se irá desvaneciendo, como el paisaje, paisaje y escritura, la misma hondura, el mismo sabor de la ausencia. Desnudo el paisaje, desnuda la escritura, tú desnuda ante el espejo, dentro del espejo, dentro de la escritura, tan adentro que nunca logré encontrarte, seducirte con mis montañas y montañas mentirosas de palabras, mismas palabras, mismo paisaje, misma escritura, invisibles palabras las que no supe escribirte, convertir en carne de la materia, en materia viva, paisaje, tú el paisaje, que no supe recorrer, amar, yo, el que vierte las palabras del amor y nunca supo amar, que será lo que será el paisaje, un silencio estremecedor, infinito, lleno de todo lo que no fui, escritura muerta, paisaje muerto sin ti. No palpitará el paisaje, no palpitó ni palpitará la escritura. Largo recorrido que no llevará a ningún sitio. Que tristemente quizás nunca pretendió llegar a ningún sitio. Ya que muerto, ya que desterrado, ¿te buscaré en la escritura, paisaje, aunque sepa que nunca te encontraré?
Quintín Alonso Méndez


jueves, 16 de junio de 2016


                                    El último sueño de un viejo

espacio cero

¡Ah, el azul de la tarde!, ¡ah, la soledad!
   En lo audible estará lo nunca oído, y que al ir a ser oído será el más absoluto silencio dentro de la caja de la luz más ciega, del resplandor más ciego, en la más perfecta ausencia, en el silencio más íntimo, más desprendido, solo en la soledad contigo y en la oscuridad la luz de tu esencia. Es cuando dejaré de oír, aun escuchando las sensibles y sensibleras derrotas de un mundo que ya no será el mundo, a la deriva el mundo, al carajo el mundo, mi mundo. Si yo fuese dios, renegaría de dios, insoportable en la concha de su vacío, pero más insoportable en su obsesiva pretensión de ser dios, más allá de todo, perfecto, intachable, dios de los pagadores de impuestos, nunca redimidas las culpas, nunca pagadas, ¡ah, los salvadores de dios, dichosos esclavos!, ¡ah, bendita vida que veo pasar a diario y que no viví ni viviré! Y las lágrimas son porque una ternura es una ternura, escribiré en el bar de la atalaya.
Claro que hablaba y hablaré con el perenquén, hasta que decida irse, o más bien, antes de que termine de medirme, me devore, me trague, ¿con quién, si no, iba a hablar?
También oirás la voz espesa y gruesa de un viejo, voz borracha. Lo oirás sin verlo y sin verle la voz, metida la voz borracha oliendo a meados, y metida tú en la noche, en la recóndita noche,  en un oscuro callejón, sentirás latidos extraños pero reconocibles, oirás, a medias tintas, sus palabras estropajosas, pero sentirás que te está cantando a ti, pobre viejo borracho y sin oído, tambaleante, atravesado por incontables heridas de muerte, flojas las piernas, hinchadas de tanino, balbuceante la canción, desperezándola, desperezando la pereza, ah, mórbida pereza, seguramente tragándomela, cuchillos en fuego hirviente, un verdadero desastre.             
A cada paso que dé, más será lo inmóvil. Más espacio sin espacios. Oh, sueño, fatídico sueño último sueño redentor aniquilador sueño. No sabré medir el tiempo, las medidas del tiempo, dejaré de saber en qué tiempo estoy a cuánta distancia del inalcanzable origen, ya olvidado de lo lejano, a cuánta del término. No sabré medir el espacio sin espacios, barridos los espacios, llevados al insignificante espacio que pueda haber en un instante vacío, oscuramente vacío. Pensaré en aquella tu sonrisa que ya no veré, hecha con pinceles, con gestos de pájaros. Inexorable, la rueda del tiempo seguirá triturando las cada vez más débiles imágenes, irá desapareciendo el paisaje, pálida niebla adentrándose en la oscuridad de lo más recóndito, vaciándose la memoria. ¿Tendré sueños contigo?
Quintín Alonso Méndez

  

lunes, 13 de junio de 2016


                                    El ultimo sueño de un viejo

¡Cuántas veces callé herido por tus palabras, destrozadas las agallas por la edad y por mi mínima estima, y cuántas más callaré, doliente y herido por tus silencios lejanos, aunque a veces, muchas veces, sienta lástima, más lástima de mí al suplicarte un simple pero comprometedor beso de papel!
Me inventaré que fuimos eternidad de un instante, de un instante inventado, que me llamabas a que te ajustara el sujetador, a que sin decírmelo, me invitabas a que te rozara los hombros, los besara, respirara despacio, agitadamente despacio, envolviéndome en él, en tu olor dulce y embriagador de hembra, de mujer única, para así quedármelo e irme muriendo envuelto en él, me inventaré que me llamabas y te dijera si me gustabas más con el vestido azul de seis botones, adherido al musgo de tu piel, o la falda entreabierta por la que subían las algas de tus muslos, me invitabas a que me sintiera niño, universal, astral, trémulamente poderoso al sentir tus temblores, tu raíz, tu gemido húmedo de bruja. Todo eso me inventé para que me acompañe ahora en el derrumbe. Me inventé el instante, y eso me inventaré, que me inventaré el instante. ¿Y por qué tan alejado, tan inoportuno, tan fuera del tiempo y del espacio, «con la distancia que endurece», sentiré que me sentí siempre en ti, y que ahora mismo, en el derrumbe de la escritura me estremece tu probable beso de lo que no será?
Siempre tendré un momento, después del ritual del insomnio y después del diario ritual de la ducha y el afeitado --no deseo raspar tu suave piel del melocotón--, durante la vigilia del día, y antes de volver a introducirme en el ritual del insomnio, para sentarme frente a la luz del paisaje y pensarte, verte corretear por entre las nubes, caminar por verdes y tupidas veredas de ríos, de barrancos, que te llevarán a santuarios, ascender y descender montañas, explorar plácidos valles trenzando las flores silvestres entre tus dedos. Sentado ahí, donde tú sabes, esperando la hora de empezar a caminar el camino, ¡ah, camino inmóvil, que me llevará a la negrura definitiva! Cada día moriré y no me importará, porque cada día tendré ese pequeño espacio en el tiempo, pequeñez de tiempo en el espacio, para pensarte, instante infinito lleno de infinitos instantes a lo largo del día. Por el clima sabré de ti. Me apropiaré de cualquier dolor, por mínimo que sea, que pretenda acercarse a ti. No dejaré que ni siquiera te roce el roce de una pesadumbre.     
No dejaré huellas en el mar de nubes, en ningún mar. ¿Por qué la mentira es tan absoluta en la esfera de su mentira, y por qué no la verdad, tan resbaladizamente relativa, es tan mentira la mentira, que es verdad absoluta? ¿Tanto nos tememos, tanto tememos amarnos? ¿Tanto nos mentimos a nosotros mismos? Perdón, ¿tanto me miento, me mentiré? ¿Por qué ese miedo a la verdad absoluta, por qué rehuirla y no aceptarla, así como a la absoluta mentira, por qué esa cobarde tolerancia ante la verdad, esos requiebros ante el espejo, si la verdad es a medias, compasivamente a medias? ¿Somos capaces de la mentira absoluta, pero no de la absoluta verdad? Dentro y fuera de la escritura, tuve, tengo y tendré una gran verdad, amar y amarte sin ser amado. Es más, jamás creí ni creeré en ser amado. Nunca. Y ahora, en este presente que ya es territorio del derrumbe, eso me dice la escritura, la taciturna escritura en el desierto, insoportable en la escritura, arisco, agresivo conmigo mismo, con las palabras, con los vacíos de las palabras, con sus oscurantismos, borrándoseme los hilos que desean deslizarse y desparramarse por los renglones, palabras que se me escapan y muchas que se me van para no regresar, la sensación es limpia, pura, limpiamente vacía, soy lo que no dejaré de ser, derrumbe. Seré la pura y pulcra exacta expresión del derrumbe. Callado y despellejado y echado a un lado derrumbe. Rodeado de espacios vacíos y mundos intolerantes, de mundos vacíos y espacios intolerantes. Me alejaré de todo tipo de pensamiento. Pensar es justificarse. No pensaré. Dejaré que viaje por mi mente lo que quiera viajar, sin importunar ese viaje. Cada vez serán más silencios espaciados en la cada vez más sonámbula, desbrozada escritura. El mundo, cada vez más lleno de prisiones contra la libertad, cada vez más prisiones particulares, íntimas, mutiladoras, encubridoras, pero al tiempo agresivas, exterminadoras, celosas de las libertades ajenas, fracasada especie humana. Perdón, fracasado yo. Y los que aman o tienen nostalgias de cuando existía el amor, penélopes tejiendo y destejiendo, se van a la plaza, se sientan bajo un árbol, en un banco de piedra, que el mundo se acaba y se acaban las palomas. Ahí se quedarán las plazas de mis entornos y mis adentros, sin árboles, sin palomas, rotos los bancos, carcomidos por la sed del tiempo y el efecto del ventoso tiempo, vacíos testimonios de lo que no hubo, queriéndote infinito.

Quintín Alonso Méndez




miércoles, 8 de junio de 2016


                                   El último sueño de un viejo

Releeré lo que no se podrá leer, las páginas que morirán olvidadas dentro de las llamas que devorarán lo que ya no tiene sentido ni marcha atrás, o el destino del desatino, de lo inentendible, la incomprensión de lo desatinado, el destino de lo incomprensible, la incredulidad que produce un estallido mortal, el quejido de la vida al morir, el destino de lo que murió sin haber vivido, páginas que nunca mostraron interés alguno por el barullo, ni siquiera por la calma del barullo, miradas cómplices que hacen suspirar a las aves del paraíso, miradas no a mis ojos, que no querrán recordar ni podrán, porque errantes y perdidos en la niebla mis ojos, nunca un dolor que vaya más allá del dolor de la nada, nunca un dolor que pretenda abrir las ventanas cerradas del cuerpo. Solo el dolor impuramente puro del dolor, del dolor único, invencible dolor que sabrá llevarme a la más nada, a la gran desmemoria, aunque pronuncie tu nombre como la última palabra, como la definitiva, la del origen, la de la magia del instante que no existió, que fue débil burbuja que estalló débil ante el golpe leve de la brisa que prometía acariciar. Creceré con las amapolas, bajo tierra. Todo beso que vislumbre me atraerá, me empujará al mundo de los no besos, me levantaré lentamente porque el tiempo pesa, y me alejaré sin mirar atrás, aunque se me quedará impregnada la esencia del beso, de todos los besos que no fueron, resumidos en esa instantánea pero inflexible mirada de la mujer, tu mirada, como diciéndome «a ver si aprendes». Me alejaré con las lágrimas de un salitre prohibido de un mar lejano que no me pertenece, ahí dejaré caer las lágrimas, sin mirarlas, dejándolas que se hundan en la tierra más yerma, en la estéril tierra por la que caminaré. Como flores secas.  
Perpleja y asustadiza la mirada infantil que se apaga, indiferente la del mundo, envolvente y al mismo tiempo distraída, en otro mundo el mundo, impasible, miradas las del mundo fuera del instante, miradas infantiles dentro del instante, pero ya percibiendo la niñez muerta, hablaré de lo que desconozco, de mí, ya percibiendo que muy afuera, tan afuera de mí, nunca me encontraré, hecho a la idea desde los primeros pasos de que nadie tendrá motivos para encontrarme, percibiendo la rotundidad de la nada, dentro y afuera, entrando y saliendo, como ecos huecos, invisibles rayos de un abanico sin colores, quizás con pasados, ya no lo recordaré, pero sin presentes nunca y siempre, sin futuros.
En el derrumbe, la noche es un bosque sin árboles, y en esa noche interminable las hadas me dirán que habita un verso en cada poro de tu piel. Se desvanecerá la memoria y seguiré escribiendo, escritura desbaratada, autómata, hasta que la mano se hunda en la desmemoria y quede paralizada. Un día, en tu mar, sentada en una roca, entre gaviotas y desnudos y sensuales olores, un viejo pescador te contará la historia de un niño viejo que se sentaba a su lado a verlo pescar, y que no quería que se muriesen los peces, «devuélvelos al mar», te dirá el viejo pescador que le decía el niño viejo, «¿y usted qué hacía?», le preguntarás al viejo, «liberarlos del anzuelo, y ponerlos en las manos del niño. El niño los depositaba sobre las aguas y los peces desaparecían mientras decía sonriente «ahora vuelan libres en las aguas». Solo sonreía en ese momento, eso lo recuerdo bien». Verás al viejo de pie afianzar las piernas encorvadas sobre la roca y tirar hacia atrás de la caña con tirones firmes y precisos, verás zangoloteando un hermoso pez colgado del anzuelo, brillando en la luz azul de la tarde, verás con qué cuidado el viejo pescador lo libera y lo deja de nuevo sobre las aguas, lo verás hundirse en las profundidades, volando libre, mar adentro, «¿y qué fue del niño?», le preguntarás al viejo pescador, «murió», te dirá, mirando hacia un punto fijo del mar, donde se hunde el sedal.
Quintín Alonso Méndez



sábado, 4 de junio de 2016


            El último sueño de un viejo

¿Serán recuerdos o será ese deseo inalcanzable que siempre me habitó deshabitándome, despojado y despojándome de todo lo terreno? No sabré distinguirlos, jamás supe disociar los caminos de la mente de las nieblas de la realidad, porque solitarios siempre mis viajes sedentarios por la mente y solitarios y sedentarios siempre los nublados caminos de la realidad, acabaré así, confuso, sin saber nada, fosforescente dentro de la niebla, como huesos en el frío de la noche, brillando entre los delgados y oscuros y altivos cipreses, de sin dudas porque el diagnóstico será una sentencia definitiva, impagable, nunca mejor dicho, impagable porque irreversible, certera como la punta de la flecha envenenada, serpiente viva la noche, engullidora, la extensión de la noche que se extiende por los discursos y el discurrir de los ríos secos de los días, oscureciéndolos, apagándolos, resecándolos, abriendo una grieta en la sequedad a cada culminación circular del día. Velaré la noche, así, renglón a renglón, renglones escritos y recorridos a oscuras con la tinta oscura de la absoluta nada, invisibles y oscuros dentro de la negritud más oscura, todo reducido al místico instante de lo más incrédulo, de lo más surreal, de lo más irremediable. Al mismo tiempo, vigilaré para que la vida no se acerque demasiado, no sea devorada y engullida por el agujero negro del derrumbe, sagrada la vida, intocable su piel. Herméticas las no palabras, las que se quedan dentro, mordiéndose la lengua, tendrán sus horarios fijos las cervezas y los cigarros, nunca nocturnos, ya ebria, sonámbula la nocturnidad, horarios de luz melancólica que irá empalideciéndose con el navegar de las distancias que se alejan inexorables. Todo rompe todo se rompe y todo se romperá en el derrumbe, rompiéndome, tu voz y la ausencia de tu voz, tus silencios y las ausencias de tus silencios, tus bocas y las ausencias de tus bocas, mismo instante, misma ausencia, plurales las ausencias en la gota íntima de la única ausencia, eterna la ausencia, eterno el infierno, el infierno terrenal y el que será más allá de lo terrenal, la condena eterna, el justo infierno por la no búsqueda de la presencia, por la no presencia de la búsqueda, la culpabilidad del no secuestro, de la no muerte entre los brazos, no la religiosa imbécil domadora culpabilidad religiosa, sí la culpabilidad de los infinitos errores cometidos, no errores, hablo y escribo de los no actos, cobardes los no actos y más cobardes los actos sabedores del exterminio y la extinción, hablo de lo que hablaré en la escritura, del arrasamiento de cualquier atisbo de cercanías, de lo imbuscado y de lo buscado pero sin querer encontrarlo de tanto que se ansía, de tan prodigioso que se vislumbra, el susto siempre en cualquier parte, al acecho, acezando, ya el vacío sin el susto porque siendo el susto mismo, sin el temor al susto, consumado el vacío, integrado al susto, pero instantes incrédulos sin la visita del susto, astuto el susto, invasor cuando ya parezca que el susto sea olvido, lejanía, pesadilla desterrada, majestuosa culpabilidad del derrumbe, de ir a por el derrumbe por el camino de la mayúscula soledad, escritura baldía, sin interés alguno para el bullicio de afuera, de la vida sonrosada expuesta al sol cálido de cuando los pájaros y las flores y las sonrisas son cómplices del instinto que invita a desflorar los sentidos.

Quintín Alonso Méndez

jueves, 2 de junio de 2016

   
                                                     La piel del verso


Carnosa la escrita palabra del verso
que leve muerde
entrepenumbras
en la caverna de los recuerdos
por ejemplo
el primer beso el último beso
reloj detenido de la madrugada
un tallo tierno de yerba cada letra
del sabor del hinojo
pero fruta amarga
sueño que viaja errante
por los solitarios silencios
por la desnuda
y resbaladiza
piel de los sueños

Quintín Alonso Méndez