domingo, 29 de mayo de 2016


                                  El último sueño de un viejo


__Déjalo como un sueño –y ya será la vacía botella del ausente y evaporado vino, la languidez de las miradas, yéndose la de ella por la vereda de la vida que la aguarda, yéndose la mía, perdida, por la niebla que fantasmea por entre los árboles que desaparecieron. Y luego de ese silencio que se sabe, preparatoria de la despedida, silencio que habla y no dice lo que se está a punto de decir, me sorprenderá con una pregunta
__¿qué sabes de mí? –prolongación del silencio, desnudas las palabras del silencio.
__Nada. Solo que eres literatura.
 __Inténtalo –me dirá, al despedirnos. Y como si el momento fuera el mismo momento, la veré perderse libre en el bosque de la gente.
Le diré gracias cuando ya no pueda oírme, ni yo verla.
De regreso a casa, me entretendré con el barrendero del barrio –de los pocos saludos con los que me tropezaré y en los que me detendré a lo largo, corta largura, del derrumbamiento del derrumbe. Como costumbre tácita, primero hablaremos del tiempo, luego liaré un cigarro mientras él, con escasas palabras, tímidas pero espontáneas, como cortadas por el rumor apagado de la lluvia o por los zumbidos afilados del viento, me regalará algunos versos, toscas y prístinas grietas dispuestas a ser leídas, me hablará orgulloso de su hijo de cinco años, de cómo le asombra cada vez más que quien hace las preguntas es él y el niño, como si nada, se las responde, respuestas sabias, tranquilas, orgulloso de enseñarle a su padre los escondrijos de los miedos, los secretos del mundo, los misterios de la vida, tan cerca aún del inmenso y silencioso océano de la madre. Nos despediremos con un gesto indescifrable de la mano. Al llegar a casa, y verme dentro del vacío silencioso de casa, seco páramo, sin memoria, comprenderé que nada ha sido real, ni siquiera cierto.   
Velaré la noche. Con mis pocas cosas al lado, el tabaco, la botella de agua, la vieja libreta de campo, el lápiz lila, con mi presencia ausente la acompañaré, al tiempo que no dejaré de dibujarte, pensarte, compañía nocturna, irreal, ¡ah, noche incierta bajo su bóveda titilante que amenazará con derrumbarse, sin sueño y sin sueños! Trazaré gestos en el negro espacio y todo seguirá inamovible, giro perfecto abocado al abismo, a su propio abismo interno, fuera de todo. El pulso del tiempo lo marcará, otra noche más, dentro de la misma noche, la inmensidad de la quietud, solo moviéndose lo invisible, lo inamovible, lo irrecuperable, y tirando de la cuerda umbilical de la noche, irán saliendo infinitas noches desde dentro de la única noche que no tiene prisas por esperarme, porque será moviéndose la quietud de la noche hacia el término de todos los principios que nunca tuvieron orígenes ni estancias, si acaso un falso intento de origen originado por el miedo a no tener orígenes ni estancias, a que la soledad inmensa mate más que la propia muerte, alargándose la noche, estirándose hacia dentro, porque en cualquier momento el tiempo será reducido a la nada, tragado por la nada, ahí, en el término, hundiéndome en una tristeza de la que no saldré, de la que quizás, mismo hilo, mismo instante, no querré, no podré salir, porque vendrán más muertes, más vacíos, más arrancamientos de la carne, será así, viéndote en mi bola de cristal, neciamente oscura y opaca la luz que imane desde la esfera del cristal, imanando la oscuridad. No sabré plasmar la ternura, mi forma silenciosa de dibujar la gratitud, escritura cada vez más empobrecida, sin musas, únicamente cadáveres, montañas de cadáveres por todas partes mientras la distante y blanca espalda desnuda de la vida se ofrece a las caricias, a vivir cada día como un último día, que la vida es corta y hay que vivirla, y ahí en la noche, ya esta noche, que es y será eterna noche, buscaré en la ennegrecida bola de cristal con quién verás el rayo verde y qué deseo pedirás, cogida de la mano, sonriente, amorosamente sonriente, me llegarán desbordes, estallidos de algas en la boca, murmullos de olas y un olor y un sabor que desconozco pero que reconoceré, hebras del salitre más íntimo y más húmedo, ristras de musgo enredándose en la desnuda brisa nocturna, musitará la noche, agitándose en racimos de oscuridad, vibrando la quietud, la espantosa quietud de la infinita distancia del no regreso.
Quintín Alonso Méndez


martes, 24 de mayo de 2016

                                           
                                     El último sueño de un viejo

__¿Y no te arrepientes de no haber aceptado ser el negro de tan ilustre personaje? –ella dando por sentado que ya sé de quién se trata, sin saber que ni siquiera me he preocupado de asomarme a las “magníficas e interesantes páginas de cultura” de la prensa.
__No –le diré, como si le estuviera diciendo no a su pregunta de «¿has publicado algo?».
__Al menos habrías ganado algo de dinero, aunque hubiese sido poco, y el libro hubiese sido más interesante, eso seguro.
__¿Por qué piensas eso?
__Aunque nunca lo sepas, eres un gran escritor.
__Ya no escribo –le diré, igual que le hubiese dicho «ya no suelo venir por la ciudad».
__¿No?
__No.
__No te creo.
Vendrá a protegerme mi consabido encogimiento de hombros.
__Algunas frases sin sentido de tiempo en tiempo, en esta vieja libreta de campo –se la señalaré, mustia, descolorida, siempre a mi lado. Su carcajada estallará desnuda, trayéndome recuerdos de fresas y almendras en la boca. Me estremeceré.
__La recuerdo. ¿Y frases sin sentido, dices? ¿Por ejemplo? –sentiré el tiempo detenido, sentiré que a veces los sueños, como los cíclicos pájaros de la primavera, vuelven para hurgar en las heridas. Abriré la libreta en el sueño, por donde se le ocurran a mis manos secas.
__Una vez existió en este lugar un árbol y un banco de piedra –le leeré, extinguiéndose la botella de vino blanco, seco, frío.
__¿Y qué te dice esa frase?
__No sé. Quizás los primeros besos, quizás los últimos.
Su mirada se volverá dulce, «el vino», me diré. Perderé la mirada en el bosque oscuro de la libreta, oiré al silencio desgarrarse entre las hojas, la misma luz agradable en el patio, el mismo tiempo, la misma hondura triste de un recuerdo difuso pero que incansable, tenaz, no deja de palpitar, la niebla envuelve el bosque.
__¿Te atreverías a escribir algo, algo corto? Estamos con una antología de cuentos, y no te prometo nada, pero podrías estar en ella.
Le agradeceré, con uno de mis acostumbrados silencios, su forma de animarme, de darme la mano, sin comentarle que lo de los cuentos me viene bien, «cuentista que eres», sonará en mi cerebro como estallidos del badajo en el bronce, y me vendrá entonces el recuerdo futuro, muy cercano, de cuando con la sangre aún caliente oiga las doce campanadas anunciando mi muerte. Incrédulo me palparé, incrédulo no me sentiré, pero sí sintiendo la pureza de la soledad, la soledad más pura, de la astilla del palo.
__¿Algo así como el último sueño de un viejo? –y será en ese instante, justo en ese instante, ¡ah, instante terrenal sin materia!, cuando recordaré cuánto te exasperaba, te crispaba, te ahogaba, te asfixiaba, te desesperaba, te desquiciaba, te agobiaba, te rendía, «me hiciste mucho daño, ahora con tu dolor ya sabes el dolor que me hiciste sentir», ¡ah, destino de la flecha que rebota en el eco y me atraviesa!, porque nos gobiernan más las malas posiciones de los astros que las buenas, si es que alguna vez hubo una buena posición y disposición de los astros, y ahí, justo en ese instante seré el regreso de la conciencia, consciente de esta larga travesía que será más allá incluso de la muerte, o es que la muerte ya se instaló desde el origen, desde el inicio consciente de la larga travesía.
Quintín Alonso Méndez

jueves, 19 de mayo de 2016


                                          El último sueño de un viejo

Sentiré que ya irá siendo hora de hacerme un hombre, aunque sea para recibir a la muerte.
Recordaré, sin saber a cuento de qué, que el tiempo va poniendo a cada uno en su sitio. Ya no me preguntaré cómo será tu mar, lo sabré abundante de especias, de navegaciones y frutas. No pensaré más que en la forma de no invadir territorios, de caerme solo y si no pudiese levantarme, arrastrarme solo. Que los gritos del dolor solo los oigan mi soledad y mis días y noches, callados, austeros como la nada más allá de la nada.    
Entenderé que las mentiras aparentemente sin sentido eran la armazón, una disciplina, para las venideras muertes sin sentido. Me sabré sin futuro y me sentiré asombrosamente bien, porque me iré sabiendo cada vez más en la esencia de la nada, más alejado de la molestia de molestar, de violentar territorios sensibles, habitados.   
En una de las siguientes mañanas venidas de la oscuridad del insomnio, y viendo hojas sueltas entre libros olvidados, con renglones ilegibles de viejos y con mi propia letra que ya no reconozco,  me acordaré de la relaciones públicas de la editorial porque el impulso de la escritura ilusamente siempre regresa, aunque cada vez sean más espaciados sus espacios y sus tiempos, y en uno de esos momentos absurdos de los que tanto me abundan en cada día, querré verla. Con muchos esfuerzos, casi a regañadientes, me prepararé para acercarme a la lejana y distante ciudad. La caminaré más despacio que de costumbre, despacio y con tiento porque el tiempo pesa, poco a poco reconoceré las calles sin dejar de tener la sensación de estar flotando fuera de mí, ausente de mí y ausente de todo, y como un sueño que no me lleva al sueño, reconoceré sobre todo aquella calle que aún conserva vestigios y pasajes centenarios, aquél paseo, el palmeral, el banco, donde me sentaré, pondré la mano en su piedra húmeda que sentiré latir, creo que hablaré solo y me preguntaré si hubo besos en ese banco, si hubo un anuncio, una derrota, hilaré recuerdos borrosos con deseos de recuerdos, me haré la escasa ilusión de un hijo porque me diré que hubo ternura, sensaciones tiernas que nunca había tenido, de que miré tu vientre, donde posé la mano, ¿hubo un temblor, un hilo tembloroso entre tu vientre y mi mano, un latido leve, ausente, pero latido, un latido de un futuro que no llegaría nunca a existir pero que se quedó grabado en el banco, bajo las palmeras, en la escritura? Después de una o dos horas, la relaciones públicas, que cree recordarme, aceptará recibirme y me recibirá su hermosa sonrisa que ya no recordaba, esa sonrisa que siempre pensé que me dedicaba compasiva y ante la que yo me preguntaba «¿tan mal me ve, que ya alcanza a verme como me veo yo?», agradecí infinito la suavidad de su mano en la mía, como un regalo, y será mi mano quien reciba la dulzura hermosa de su sonrisa, «tu no libro no vale mucho, pero está por todas partes», y me ofrecerá su risa libre, radiante, alegre, le diré que llevo siglos sin entrar en una librería, ni siquiera de ver sus cristaleras, preñadas de portadas de todos los colores, «¿y eso por qué?», ¿por qué se me encogen los hombros y se me dobla la espalda a cada golpe de la vida?, «ando perdido por ahí, por lo que no tengo», pero le diré, sin oírla, «¿podría invitarte adonde aquella vez?, aunque tendrías que guiarme, yo solo no sabría llegar», no me dolerá su carcajada, los pájaros libres que revolotearán en sus labios, «¿y recuerdas dónde me esperaste?», «eso, sí», le diré, «pues entonces, si estás dispuesto a esperarme hasta las tres de la tarde…», «claro», sin decirle que no me importará esperar, que aún me quedan ascuas de los tiempos de espera, «vale entonces». Pero no me será fácil llegar a la terraza donde la esperé hace ya tiempo, equivocaré el sentido de la calle, de los pensamientos, que inconscientes querrán irse pendiente abajo, desde la puerta del manicomio, bajo los flamboyanes y los plátanos. Me sentaré a la misma mesa, como si estuviese esperándome, en la terraza de la cafetería, y como un niño me pondré a ver pasar a la gente, a escuchar voces vivas por todas partes, envolviéndome en lo que siempre será nostalgia y amargor, confundiré siluetas, cabelleras, formas de caminar, gestos, sonidos de voces, y para que el rito sea circular, pondré sobre la mesa la vieja libreta de campo y el lápiz lila. ¿Te nombraré para mis adentros? Sí. Volverá a ser de tres cervezas la espera, pero espera más lenta, cervezas más espaciadas, sabores más desangelados, sabré que no estoy porque todo el mundo pasará indiferente, sin verme, solo el camarero se acercará cuando me vea la botella vacía, y le asentiré, aceptando que la renueve, al menos la cerveza, por otra llena, que su cristal me transmita su frío solitario, de ausencia. El «hola» hará que me estremezca, pero enseguida me vuelve el vacío, el dolor intenso del vacío, aunque sea brisa la mirada de la relaciones públicas, «¿vamos?, prefiero tomarme un aperitivo en el restaurante». Sentados en el patio, liando un cigarro, me parecerá que el tiempo no ha pasado, pero enseguida entenderé que será un simple ramalazo de vejez, que el patio no es más que un espejo iluminado mostrándome un paisaje antiguo. Ella me traerá al presente.
Quintín Alonso Méndez






domingo, 15 de mayo de 2016


                                    El último sueño de un viejo

Igualmente de golpe, el mareo de la luz me quitará recuerdos, dolores, pesadumbres, sueños falsos reflejando realidades falsas, traídos a la escritura, espejos equívocos devolviéndome al rostro todas las ruinas, todos los fracasos.
¡Cómo matarán los pensamientos, y cómo irán matando, cada vez más cruelmente, los descubrimientos, cuando la ceguera se distancie y abra los ojos dentro de la desnuda nada!
Aparte de que me perderé a menudo, esas curiosas dispersiones de la mente que dispersa los caminos y le quita los olores y los sabores a los recuerdos para así impedir, evitar, los regresos, de igual manera, sin sorprenderme, porque los días no darán para más que para verlos pasar ante la mirada cansada, de vieja, de estar cansada, confusa dentro de los arenales de la niebla que se apodera de la mente, me encontraré perdido dentro de casa, de la vacía casa tan llena de vacíos, dentro de la escritura, tan vacía la escritura, y no seré en la escritura ni fuera de la escritura, ni siquiera en el borde de aquel instante en que se supone que escribía estos renglones, no tendré cabida en ningún espacio, en ningún tiempo, los libros dejarán de mirarme, los objetos se enjaularán metidos para dentro, encerrados también en sus silencios. Bajaré de la atalaya sin mirar hacia atrás, donde se queda la vida, oyendo cómo se van apagando las voces, alejándose las voces, el mundo, y no yo, estático siempre yo, sintiendo que todo se va quedando atrás, que yo me quedé atrás sin mí, en alguna parte perdida del tiempo, de antes o después del tiempo, mismo tiempo, bajaré por la solitaria y vieja carretera de siempre, ya desconocida carretera, descolorida, desprovista de señales que me den motivos para detenerme y esperar, aunque me detenga de trecho en trecho, para respirar o para que se me alivien los dolores de las piernas, de la espalda, para liar un cigarro y alimentar los pulmones, aunque espere, sin esperar nada, a que el pájaro negro azul amarillo surque el aire, a que pasen las palomas, a que se quede conmigo una niñez vestida de vejez, a que las nubes echen a andar por sus caminos etéreos, o para comprobar que ya formo parte del silencio, integrado en el silencio, una simple partícula de materia invisible, inadvertida e innecesaria. Llegaré a casa sin saber que he llegado, le diré, costumbre que me dejó el loco, «hola» al silencio, al vacío cada día más vacío de la casa, y la tristeza se quedará así, quieta, acompañándome, y mientras, iré regando las plantas, hablándoles, admirándolas. No me reencarnaré, me lo dice la soledad del instante, se lo digo a la vaciedad del instante, y no me reencarnaré, porque aún reencarnándome no lo sabré, pero sí, me reencarnaré, en lo que siempre he sido, en esa nada absoluta del antes y el después del olvido, del antes y el después del instante, instante, ¿qué instante?, ¿y puede ser vida un instante, y eso es la vida, la desaparición del instante?, el tiempo se encarga de desmentirlo, de volatizar cada instante, ¿lo dirá la escritura, y qué dirá, en sus círculos y más círculos de cansancios y vacíos, qué dirá, si se tiende a la destrucción de toda memoria, a su extirpación, qué dirá la escritura no leída, la no escrita, y llegaré a preguntarme, si todavía fuese capaz de construirme preguntas, por qué escribí esto y no aquello? Qué lejos veré todo y qué lejano estará todo. Como ayer, sin ir más lejos, ¿qué día fue ayer, qué tuvo de distinto ayer, qué se me pasó por alto, qué otro olvido se me murió ayer, qué recuerdo vino a dolerme, cuántas incontables veces te nombré, qué dolor me visitó para sumarse a la familia del dolor, qué sonrisa no vi, cuál fue el motivo por el que tampoco viví ayer? Esas y muchas otras preguntas que ya olvidé me preguntaré, y se quedarán sin respuestas, como mi vida. Pero los días ya no se contarán como días, sino como nebulosas girando alrededor del mismo punto ciego. Las muertes irán despojando de pétalos la flor. La flor del sueño.
Quintín Alonso Méndez


jueves, 12 de mayo de 2016

                     
                                   El último sueño de un viejo

Entonces, de golpe, será. Flecha y viento, frío viento, envarada flecha, origen y destino, roce sajando el aire y herida, arco y curvada recta, estela transparente de lo que solamente se intuye, silbido de lo que pasa, silenciosa la flecha que penetra y mata, perfecta, solo gemido, solo aire último expulsado, un nombre envuelto en sangrados pañuelos de seda, hola y adiós, de golpe será el adiós del hola, entonces tiempo sin espacio para el tiempo, espacio sin tiempo para el espacio, será entonces, viendo a los dos chiquillos jugando en la explanada con espadas de madera, espigas del sol, con fulgores, adiestrándose y midiéndose, dentro de la mirada, y mientras, los padres ahí, y ahí estarán, tan entretenidos con sus asuntos,  sabios, míralos a ellos, así, ya sin necesidad de entrelazar las manos, seguros y triunfadores, con sus sonrisitas lánguidas, cómplices y acomodados, hablando de sus cosas, de las de ninguno de los dos, de las individuales, separadas, aceptadas, cómodas, de cuando el individuo padre niño armaba el arma, el arco de una rama de tarajal, de una furtiva cama de hotel, despojados del cansancio de los días planos, no momentáneos, no sorprendentes, ahí la madre y ahí el supuesto padre, en la mesa de al lado, o será justo detrás de mí, y por eso los oiré más claramente, o tan lejanos que si cerrara los ojos y dejara que todo fluyera, llegaría a sentir que son reales, pues así, me ocurrirá así, de golpe, viendo jugar a los dos hermanos, empezando a medirse, a tantearse, a desafiarse, de golpe me ocurrirá, con un dolor triste o una tristeza dolorosa, herida de muerte, con lágrimas o sin lágrimas, no lo sabré, viendo a las dos alpispas picoteando en el suelo junto con las palomas, así de golpe me vendrá a los recuerdos el recuerdo de mis tres hijos, golpes de violines rotos con las cuerdas rotas en la alevosa noche, flores rotas.
Mi primer hijo:
__Si de algo me alegro es de no haber tenido un hijo tuyo.
Unos meses después, cosas del paisaje o de los buenos consejos de los amantes:
__No es verdad lo que te dije, sí me habría gustado tener un hijo tuyo.
Mi segundo hijo:
__¿Quedarme embarazada de ti, a estas alturas?, abortaría sin dudarlo. Ni me lo pensaría.
En la correntía del mismo tiempo me hablas de tu relación paralela con ese hombre, ese hombre oscuro como el azul más azul del África más negra, hermoso como un dios:
__Si me hubiese quedado preñada de él, y supiese que iba a ser niña, la habría tenido, sin dudarlo.
Mi tercer hijo, mi primera hija:
__Es que ni que estuviera loca, ¡qué va, qué va! –y tu melena abierta, desplegada salvaje y libre en el paisaje azul más azul, como una muralla cerrándome el paso--, ¿quedarme embarazada?, ni me lo pensaría, ¡vamos, sin dudarlo, ni que estuviera loca! Abortaría.
Apenas unos días después…:
__Lo que sí tengo claro es que no me moriré sin oír antes de la boca de la mirada de la sonrisa de una niña, un «hola, mamá».
Quintín Alonso Méndez 


domingo, 8 de mayo de 2016


                                   El último sueño de un viejo

 Eso será de lo primero que lea en el bar de la atalaya, de vuelta al círculo, sabiendo que son los diseminados apuntes de un pésimo proyecto de novela de una inexistente historia de un pobre iluso que ciegamente creyó ver la palpitación de un instante, aspirante, no a escritor, a vividor. Y me diré, me preguntaré, a qué loco o necio o perdedor podrá pertenecer esta desbaratada y deshojada libreta de campo, inmaterial, como las palabras, como la escritura, como la vida. Inmaterial la vida, absurda en su azar, limitadamente material el cuerpo que la sustenta y la alimenta, pero que no sabe acogerla. En esa primera vez en el bar de la atalaya, dentro del derrumbe, me preguntaré qué sentido puede tener estar en esta ninguna parte. Cara oculta de la luna siempre. Mudo grito astral. Abriré y cerraré la libreta de campo varias veces, sin escribir nada. El verso hermoso ya te lo llevaste. El mismo que trajiste. Sin palabras. Nunca te pregunté quién te lo escribió, dolería demasiado, no el saberlo, sino la pregunta, pensaré en ese momento del bar de la atalaya que apenas si te hice preguntas, «sí, la verdad es que hablas poco, eres de pocas palabras», no, no será una sonrisa lo débil que se me asome a los labios, será una débil mueca triste, una más, así las arrugas en la mirada, en lo más débil y predispuesto a la debilidad de la piel. Si acaso te hice algunas preguntas fue para que volaras y volaras en silencio y no dijeras lo que tu dolor escondía y siempre esconderá. No serán ratones, serán manchas grises moviéndose en las sombras, porque la vida es rauda. Será la sensación de que el bar de la atalaya fuese la casa de la tristeza, se me queda lejos la casa de los locos --¿en qué punto del loco instante la perdí de vista, con sus altos enrejados y sus rosales?--, aquella mi otra casa que me esperaba paciente con las puertas abiertas a todas horas, «bienvenido a tu casa», parecería que me dijera el mundo, el letrero de entrada, donde alrededor crecen y habitan las flores de la muerte, y se me clavará el puñal certero de otro dolor punzante, la visión relampagueante de otro letrero, luminoso, «bienhallada».
El camarero de siempre, al que notaré más grueso, más calvo, me dirá que ayer se sorprendió de no verme, y que preocupado se preguntó y preguntó si me ocurriría algo. «No», le diré, «un compromiso que tuve que atender, nada importante, pero me demoré un poco y ya no vine», entonces será la sonrisa aliviada del camarero, «entonces todo bien», me dirá, quizás sincero, «todo muy bien, como siempre», le contestaré, muy sincero, cantidad innecesaria de sinceridad, pero sincera, y mi pensamiento se asomará a verte con la risa puesta, donde quiera que estés. Ahora, en el después, en pleno derrumbe, ¿te estoy pensando?, escribiré que sí. Me diré, desde el bar de la atalaya, mirando hacia abajo, donde destacan las curvas lejanas de hembra de la barca de mi pueblo, que si desde aquí se divisase el mar, ya sería la perfección, el territorio de la ansiada soledad buscada, perfección perfecta, si bajando la vereda ese mar lamiera mis heridas. ¡Ah, cómo será tu mar!

Quintín Alonso Méndez

jueves, 5 de mayo de 2016

                           
                                                   La piel del verso

Las alas de las sombras persiguen los sueños
dispuestas al desgarro
después de la lluvia con el desperezo del sol
es el baile de la brisa con la transparencia de la luz
esferas de plata que cuelgan de los dedos de las ramas
libélulas que se desprenden de la boca de la noche
y muerden en la soledad de los labios
sombras de alas arañando en las paredes de la piel
en la tristeza de la casa en penumbras
alas que se abastecen de vuelos solitarios
del plúmbeo temblor que se alimenta de las tristezas
de los crímenes cometidos por el miedo
implacables
sombrías alas
atentas a la captura de lo más débil
de lo más noble
acaso de lo que no tiene futuro

Quintín Alonso Méndez



domingo, 1 de mayo de 2016


                                     El último sueño de un viejo

 Eso leeré en mi viejo cuaderno de campo cuando suba por primera vez al bar de la atalaya, después del absurdo inconsciente hermosamente asesino instante. Sinopsis de un fracaso de vida, de una vida fracasada. También podría haber leído la sinopsis de la mudez, vete a saber si la habría llegado a leer ya metido en la muerte, y no lo supe o no llegué a tiempo de leerla o qué importa nada dentro de la muerte, si no hubiese acaecido que solamente fue lo que no fue. Quizás eso leía, allá, por la mudez, cuando entró el instante, conscientemente inconsciente, enloquecido por el temporal, invadiendo los renglones que eran, inexistentes, pulcros, planos y densos como un plato de aceite, pero que eran. Prometí no caer en la tentación de escarbar en tus sentimientos, en tus pensamientos (tan aparejados los veo, tan cómplices), pero la perfección solo te pertenece a ti, y yo he de escribir, libreta de campo pecadora, que tenía sensaciones sin sentimientos, ondas que me llegaban, lejanas pero tan cercanas que me ardían dentro y me devoraban, no sé si limpias y desnudas ondas que me llegaban de ti, o eran inventos de ondas deformadas por mi mente deforme.
También leeré, antes de buscar el lápiz lila –si era tuyo, un día aparecerá en tu cálida y mimada almohada--, y escribir un número, una letra, una fecha en lo alto de una página vacía de la libreta de campo, el primer aleteo del vuelo, y no sabré qué estaré leyendo, a quién perteneció ese mundo, ese simulacro de vuelo, ¡ah, débil voluntad, memoria débil o ilusa, qué pobre es la vida que solo se alimenta de escarabajos en el estiércol!, leeré inverosímiles renglones de un mundo en el que nunca estuve, irreal, desconocido, ¡así es la aventura de la escritura, su vaciedad más allá de ella, dentro de ella!, ¡inmensos mundos falsos, pero la sal, el agua, la vida, la luz, la desconocida luz!
Era hermosa, inquietante, aquella hora dulce esperándote en el aeropuerto, sentado en alto taburete de la cafetería, sin quitarle ojo a la puerta de desembarco, tomándome una jarra bien fría de cerveza, la muchacha que me atendía me saludaba y me sonreía comprensiva, como si fuera un habitual, que cada día viniera a esperarte, y también compasiva, viendo mi cara entre asustada y anhelante. Tenía que darme prisa en creerme que pronto estarías aquí. Y sabía que mi tiempo de convalecencia era escaso. También sabía que era una convalecencia falsa, que era solo una pequeña llanura, justo la punta de la cúspide antes de la brutal caída, el desenlace de toda enfermedad incurable, la enfermedad del derrumbe definitivo del que ya no quedan fuerzas para levantarse. En el futuro me va a ocurrir que una abeja va a picarme en la yema del dedo índice, será justo después de un súbito enfado de los míos porque supe que me pensabas, lo supe porque un latido de sangre me tiró el cenicero al suelo, «¡no me pienses, olvídame de una vez, bórrame, como ya me borró la vida!», grité, mientras me brincaban las letras en la hoja, también yéndose, entró por la ventana una ventolera inesperada pretendiendo llevarse los papeles por los aires, y el cigarro esparcía sus cenizas por el verso que no salía a flote. Vi una mancha en el suelo, acerqué mi mano a tocarla. Era la abeja que se moría.   
Quintín Alonso Méndez