jueves, 31 de marzo de 2016


                                   El último sueño de un viejo




   Entre el vuelo y el derrumbe hay un instante que se quiebra frágil bajo el peso de los días, y cada día es una distancia que se aleja y aleja los latidos del instante

Al mismo tiempo que la mudez y el vuelo, es el derrumbe

   
el derrumbe

Aún habrá un instante, después del instante, en que parecerá flotar el instante, incrédulo o aún con la sangre caliente y líquida como un río deslizándose pendiente abajo, y como si fuese ajeno el lívido el verdadero el último chasquido. Pero instante que se quedará en la escritura hasta la última letra de la última palabra que escriba. Como una fotografía. Envejecerá la fotografía, el mundo, la impresión de que todo se aleja y se pierde en la borrosidad del tiempo, pero no la historia, esta historia, que permanecerá impasible en la escritura, aunque se hunda en el origen, en la mudez. ¿Llegará a ser vista o leída por alguien? Qué importa eso. Será el derrumbe pero será mi silencio, desde donde se eleva hermoso material y sobrenatural tu vuelo. Será todo como ha de ser. Implacable será el devenir del derrumbamiento. No volveré a saber de ti, pero los pájaros, la libélula, la noche infinita, la luz de los mediodías, la lechuza, los grillos, el viento y la lluvia, me traerán noticias. Pondré mis dedos en tus sienes cuando te duela un dolor, seré más oscuro silencio apartado cuando el corazón te brille, hagas brillar el aire que te rodee, y toda tú luminosa palpites de vida, dándole brillo al mundo que te rodee y te comparta. Caminaré a tu lado sin que lo sepas ni lo sientas, sin caminar ninguno de tus caminos, sin invadir tus posesiones, tus risas, tus lágrimas, tus vivencias, sin importunar siquiera la más pequeña de tus alegrías de hogares y convivencias, el sonido pajaril de tu risa. El loco ya no se escapará a llamarte en pleno temporal de invierno en las madrugadas. No tenías por qué saberlo, pero el loco dejó de vivir, en pleno vuelo. Se lanzó al abismo. No volverá a asustarte. Yo, tampoco. No usurparé su lugar, no sabría, aparte de que no dejará de visitarme en mis noches en blanco, se sentará a mi lado y se pondrá a hablar solo, a comentar jocoso mi forma pobre y ridícula de escribir, de comportarme, lo conozco bien, pero no me sacará una palabra, no conseguirá que me revuelva y rompa mi promesa, aunque dejaré que venga a visitarme, me traerá recuerdos, y será triste pero conmovedora, lo sé y lo sabes, su forma insólitamente humana de recordarte, y eso sí conseguirá, sacarme las lágrimas. Nos seguiremos acompañando aunque los dos estemos muertos.

Quintín Alonso Méndez

lunes, 28 de marzo de 2016


       de     Las ventanas cerradas del cuerpo

Escribir es tocar  Como una fruta puse mi vida en tu boca

El tiempo es un instante que son tres instantes en un mismo instante  Es el instante del “hola” donde de repente el mundo se abre como un abanico de pavo real y los pies dejan de pisar el suelo se elevan y se elevan el cuerpo se eleva a la altura del beso  Ese beso  Ya depositado vivo en la madera de la memoria  El instante del “hola” que se abre en tres instantes el primer roce que ya es el roce un roce que sobrevoló mares y tiempos donde gimen las cuerdas de la piel se estremece la brisa dulce azul resbalan los sentidos se humedecen se agitan los pájaros las palomas las mariposas hundiéndose en el valle oscuro tiernamente frutal del vientre  El instante del encuentro de los sexos la dureza y la ternura la misma hondura el mismo fuego inundador el mismo estremecimiento gimiente frágil partido en las dos bocas el mismo placer ahogándose el mismo resurgir del aire abriéndose a las aguas al asombro de los sentidos el mismo estupor dulcemente doliente del placer el mismo instante de la locura que embriaga y dulcemente aturde el mismo placer vertiéndose  El instante atroz sublime del orgasmo ese ascenso voraz que se hunde vertiginoso en lo más hondo de las entrañas el grito que desgarra la luz mordiéndola habitándola y suavemente depositándola en la desnudez limpia dulcemente excitada de la piel es cuando tiemblan entre los dedos las olas resacosas de la marea el oleaje que mece se enreda entre los muslos se yergue en las flores sonrosadas de los pechos agitados bandadas de pájaros en los labios que musitan de donde caen las palabras rotas excitadamente rotas es el “hola” dulce sonriente encendido en los ojos en los labios en la enamorada sonrisa en los delicados pliegues que se acercan y se alejan y se acercan reiniciándose  Es el tiempo circular un instante que son tres infinitos inacabables instantes en el mismo instante  Dentro está el Universo  Escribir  El peregrinaje interminable por tu cuerpo y así recibir tu alma latiendo como un pájaro en mis manos en mi boca en mi sexo
Quintín Alonso Méndez


 


jueves, 24 de marzo de 2016

El último sueño de un viejo


          Me enamoré razonadamente, razonando los motivos y los propósitos, a propósito, porque a propósito quería morirme, exprimirme hasta la última gota, disecarme, no dejarme nada dentro, acelerar el tiempo, saltarme tramos monótonos y absurdos de la vida que me esperaban sin alicientes y sin frutos, y así llegar antes de tiempo al fin del tiempo, sin nada más que la nada caminando sonámbula por un bosque impenetrable y espeso de palabras, a las que nadie llegará? ¿Y qué es enamorarse, la llamada de la selva más errática, más perdida en las profundidades de la espesura más inhóspita, o es el miedo que no entiende nada, que solo es miedo, oscuridad que apresa? ¿Enamorarse es un motivo para el destrozo, una disculpa ante nosotros mismos, ante el que nunca seremos, enamorarse es decir «perdona, llegué tarde, es que me enamoré, y se me cambió el rumbo de todo»? ¿Enamorarse es reconocer que nunca amaremos, es decir, nos enamoramos si tenemos la certeza de la derrota, del desastre? Las esquinas están vigiladas por los servidores del orden. Hay que callar. Cometí el error de la búsqueda horizontal, como el vuelo perfecto. No sé por qué ni cómo ni dónde, pero hoy he tenido otra pérdida. No me he preguntado quién eres. Tampoco intentaré averiguarlo, pero te sé con la mirada fría falsa ausentadamente falsa de la diosa griega y la sensualidad cruel cruelmente sensual prohibida hembra de la hembra egipcia. Inaccesible. Miras así, como si tu mirada no mirara o no viera, me miras sin verme. No estoy, eso te dices, o me lo digo yo. No estoy. ¿Existe lo que nos falta, o es que lo que existe nos falta, soy la inexistencia? Somos el Universo del instante y solo somos y seremos en la escritura, en su historia callada, escondida, y ahora se me ocurre que no sé cuántas vidas hace que no veo una rana ni oigo su croar en la noche rota. Esquinas rotas en pro del bien común. Me visto de la opacidad de los días y tú siempre vestida de desnudez. Tus palabras tienen labios, y al rozar mis labios hacen como los pájaros con la brisa, alborozados y alborotados, hacen lo que hace el agua, deshojarse. Sabes que no me quedarán sitios adónde ir. Estaré fuera, en lo más fuera de ti. Ahí me verás. La luz lejana son ventanas que abre la música que desde aquí no se oye, ¡es tu día!
De pie ante el espejo, veo cómo el vuelo remonta vuelo.     
El último beso no es beso, es nuestro instante.
__¿Vendrás pronto?
__Depende de ti.
Quintín Alonso Méndez


lunes, 21 de marzo de 2016


                                   El último sueño de un viejo

«Sólo soy una mujer», me dices, cuando te digo que eres mi aire, es decir, la razón, el alimento de la existencia. Te respiro, almaceno aire para la travesía, que me dure al menos hasta la suficiente lejanía que me lleve al olvido más apartado, y que allí se desvanezcan los motivos de los recuerdos. Innumerables palabras, invisibles, llenas de racimos de promesas y adjetivos, me rodean, una fuerza magnética inaprensible y poderosa las mantiene alejadas, fuera de mi alcance, las dejo, ¡qué remedio!, que floten y dancen en su atmósfera impenetrable y escurridiza; algunas de ellas, de tiempo en tiempo, por mor de una corriente de aire, por un aleteo inesperado de la brisa al cambiar de sentido, o quizás por un manotazo inconsciente del destino, se desprenden de su órbita mágica, las veo agitarse con sus alas rotas, náufragas dentro de su silencio enjaulado, las miro, las siento descender, zarandeadas y desangrándose por alguna herida incurable, las miro con mis ojos vacíos, sin espacio para el amor o la esperanza, las acojo, y aquí se cobijan, en la escritura de la historia, podrás decir que sin sentido, intrascendentes, pero son las palabras que encuentro o me encuentran, no hay otras. Las otras palabras, las que no encuentro ni pretenden encontrarme, son las libres palabras que crean y habitan y palpitan en tu mundo. Hoy es viento gélido que empuja a las nubes y se lleva todo, o es este viento frío que reside en mí y cada vez, a cada golpe brusco y seco de noche insomne, más me aleja de la materia del instante. Ya sabes que no dejarán de ser las mismas palabras, a veces vestidas de fría oscuridad, pero desnudas y sin nada que ofrecer la mayoría de las veces. Palabras huecas, nunca compartidas y que nunca podrán tener la altura de la voz, la piel de la presencia. ¿Qué es lo que no se lleva el viento? Se lleva todo, o si acaso se deja grises irreconocibles cubiertos por el fino polvo del tiempo. Puede ser que también se deje, como ruinas sin fecha, o con fecha indeterminada, lo que nunca fue. Me gusta ser olvido por los pocos sitios que he pasado, ser ese simple gesto de una esquina perdiéndose por la otra calle. ¿Caminamos por la vereda que bordea el barranco, son pájaros los inquietos y brillosos brillos verdes amarillos azules en los árboles? Tu sonrisa se columpia en la queja de las ramas. El canto de la vida en tus labios. Quiero besarlos y no los beso. No son libres, pertenecen al futuro. Como si de verdad fuera el mar, y no la más solitaria promesa de soledad, regresamos a casa por la costa. Ya no dejarás de llevar el salitre contigo, protegiendo tu aura violácea, del color de las violetas de África.
Por las lunas de tu cuello me perderé en cada madrugada. Seré el más silencioso silencio, el más lejano alejado y el más respetuoso ante tu sueño y tu nido de amor, cerraré los ojos y seguiré viéndote, haciéndole prometer al destino el destino más venturoso y más abrazador para tu vida inmensa.
Quizás tengas razón y nada más morir ya empiece a echar de menos la vida, o la no vida, qué más da y qué más dará entonces. En estos momentos, alguien estará sentado frente al mar, en una roca, mirando las diminutas olas, pensándote, recibiendo con el olor a musgo, el embriagante aroma de tu givenchy. Los días más grises, grises de palomas de arena, son los días en que la escritura no se mueve. Confirman mi inutilidad. Día de calima, de espejismos en la niebla. Gris y arenosa la desesperanza, el acercamiento de la locura a la orilla, al abismo. Grises las palomas. Voy entrando en la casa de la locura, que en este instante es la casa de algo que quiso tener vida. Y aquí me quedo, preso en esta tierra libre. Pertenezco a la pereza de este lugar. Estamos obligando a la naturaleza al nomadismo forzoso, y la vamos encerrando en míseros y culpables campos de concentración. Nos une un puente de palabras, por donde los latidos caminan descalzos. Un puente de palabras que atravesamos en tiempos distintos, por donde quizás nos cruzamos en un mismo instante, con un tiempo de ida y otro de vuelta. Con tu hermosa voz, cantas luna de miel, y no es a mí, estas lágrimas son la poca ternura que me queda. Miro el cigarro que se consume, se consume, apenas si le queda la colilla, miro y ahí veo toda mi vida, un cigarro consumiéndose, que se apaga, se acaba.
Quintín Alonso Méndez


miércoles, 16 de marzo de 2016


         
                                      El último sueño de un viejo

Cuando terminas de orinar, te quito el papel de entre los dedos y lo paso por tu sexo, sin mirarnos, sintiendo tu tierno húmedo íntimo calor más dulce más tierno más tibio más íntimo. Los dos sabemos lo que sentimos, el mismo temblor nos recorre, la misma calidez. Salgo a la terraza, donde te espero, donde toda mi vida te he esperado, apoyado en el quicio de la puerta, mirando más allá de las montañas que lucen toda la gama de los verdes. La casa inundada, llena de tu música, de tu olor, de tu presencia inaudita, habitada por tu voz, por tus palabras libres, con alas que no se dejan apresar. Cierro los ojos con fuerza, quizás me hago daño en las palmas de las manos con las uñas, ¿miedo a abrirlos y encontrarme con la brutal e insonora soledad, o cada vez lo hago más a menudo para así irme acostumbrando a lo que no sabré acostumbrarme? Te pones el vestido que sabes me estremece, «ya no me lo pongo, me queda estrecho», me dices, pero estás sublime exuberante con él puesto, te lo digo, «son tus ojos que me miran bien», mis ojos que te saben desnuda bajo el vestido, desnudez deseosa y deseable adherida a la sedosa tela, marcando tu silueta de diosa hembra, el deseo que no he dejado de buscar, deseo que se convertirá en la hondura de la tristeza cuando dejes de estar. Me acerco a ti y me tiemblan las manos que resbalan por tus caderas, infinitas hormigas te recorren, me quema tu respiración, te arrimas a mí, te frotas ronroneando, buscando mi excitación, excitándome. Sabes que voy a desnudarte… que vamos a perdernos. Se agita la brisa, bandada de pájaros en la brisa, nos devora el placer, no lo sabes, no lo sabes, pero me estoy quedando en ti, desaparezco del mundo para quedarme en ti. Irte desnudando es el ritual más sagrado más profano más único de mi solitaria vida, es la palpitación, el latido del instante, «vamos a la cama», me dice tu voz también desnuda, desmenuzándose en los labios. Lamo y suavemente muerdo en las carnosas flores de tu cuerpo. Las flores de mi mundo.
No hace frío, pero me gusta el frío que siento al despertarme después de dormirme sentado al sol, un frío que al ir a levantarme, me tambalea. Me agarro al vacío. Me vengo a la escritura, donde la tristeza me sigue alimentando. Vengo de enterrar otro día en una caja vacía de zapatos. Las sábanas que estrenamos y envolvieron nuestra desnudez, desde entonces duermen su sueño eterno en el rincón más escondido del armario, ¿quién las descubrirá y las usará algún día, cuando yo no esté? Esta historia es una isla sin mar, a la deriva, que nadie va a mirar ni a prestarle atención. Fuera de mirarte, el mar es la más pura representación del desierto, no hay más que un infinito páramo si miro y no te veo, interminable la sequedad de los horarios. No quiero más amaneceres, solo quiero la luz que rompa la piedra o la piedra que rompa la esfera de la luz. Mientras el sol blancamente arde en los tendederos, yo te nombro. Por eso te escribo. «No tengo ninguna necesidad de hacer lo que no quiero hacer, hace mucho tiempo que decidí no hacer nada que no me apetezca hacer», me dice tu silencio alejándose, de espaldas, pero se lo dices al círculo condenado al regreso cíclico, al origen. El antes y el después del instante es el mismo espacio vacío, con una salvedad: en el después no existirá nada a lo que asirse. En el antes estaba el horizonte, lejano y solitario, pero estaba, existían sus barandas a las que asirse al anochecer. Nieva sobre el cadáver del alma. Son las blancas flores de la muerte. Escritura apagada o sepultada por el frío mortal de la inexistencia. Cuando se apaga la luz, desaparecen las sombras. Las últimas páginas serán escritas a oscuras. Con el pulso tardío, debilitándose.
Quintín Alonso Méndez


lunes, 14 de marzo de 2016


                                    El último sueño de un viejo

En alguna parte he leído que no hay puerto más seguro que el de ser fiel a lo incierto. Mi puerto no es seguro, ahí todos los viajes han encallado. Y todo es cierto, pobre escritura. Si el amor existiera, existiría la perfección, el mundo perfecto, entonces la distancia sería perfecta: perfecto olvido, perfecta ausencia. ¿Es el amor la muerte o la muerte es el amor? Cuando sea muerte segura, lo sabré.
¿Ves como mi escritura se pierde en la nada, se embarulla, se pierde en vueltas y más vueltas alrededor de un mismo punto hueco y oscuro, escritura que ya ni siquiera es escrita ni leída, que ya ni siquiera cansa, sino aburre, escritura que nació para hundirse en el olvido, o para irse de donde viene, de la nada? Justo escribo lo que no escribo y por eso justo vivo lo que no vivo. ¿Existe la ola solitaria en medio del océano, y cómo es el océano, es verdad que la línea azul añil de azur en el horizonte predice que va a llover al cabo de unas horas, es verdad que está preñado el horizonte de nostalgias náufragas, a qué sabe su agua marina falsamente transparente, cómo se puede hacer para no hundirse en sus profundidades abisales? No conozco el mar y cada día me acerco a la orilla, al abismo mismo de la soledad que lleva a la nada, basta con dejarme caer dentro de la orilla, dejarme engullir, no por el agua, no por la arena, sino por la distancia infinita que las une. Lío un cigarro, pausa o alimento de la escritura, están cerradas las ventanas del cuerpo, miro afuera, al paisaje silencioso, nada se mueve y me digo que la historia ha de estar muy lejos, en otro mundo, inalcanzable. Pinto un te quiero en las palabras escritas y también te lo dibujo entre las letras, lo pinto con pétalos de brisa, en el paisaje con gestos voladores, azulencos, de un pájaro. Sí, es el absoluto silencio, la densidad del silencio que cae como densa nada. Nadie sabe ahora, en este mismo y preciso instante de escritura y lectura, la misma cosa, el mismo latido, nadie sabe, excepto tú y yo, que nos estamos pensando. No sé, cosas dispares, seguro. Algo de la mudez o del vuelo o del derrumbe, alguna hebra malherida quizás enhebrándose en los tres tiempos. Fumo, escribo, el agua al lado, pequeño océano para mi sed infinita de ti, inmenso interminable océano para las hormigas, ése es mi tamaño ante el derrumbe que se avecina, escritura débil, tan débil pero tan dura en su coraza del abandono, en su plenitud de vacíos, en el vacío más absoluto de la vaciedad, abundancia de hogueras consumidas en el vacío, heladas las brasas, que se rompen como dedos de seca madera. Eres presente y futuro, soy pasado. Eso dice el cruce de caminos. Hablas y compartes con tus vivencias, hablo y comparto con los fantasmas de seres que no existieron. Entre tú y yo completamos los tres tiempos, las tres medidas del espacio, la infinitud del instante, del infinito conjunto vacío. Tu deseo me llamó y mi deseo no dejó ni deja ni dejará de llamarte pero sin llamarte. La fatal inteligencia del tiempo. La locura no es la vida que vive dentro del viento, es el viento quien vive dentro, instalado en la mente. En la escritura del derrumbe regresaré a la escritura, quizás, como camusiana estupidez que siempre insiste. Regresaré cada día a la calle del manicomio y allí me detendré, ante sus altas rejas, y cada atardecer regresaré a casa, ya sabes, siempre el mismo recorrido. Me vuelvo a las palabras escritas, no soy más.
Quintín Alonso Méndez



miércoles, 9 de marzo de 2016


                                    El último sueño de un viejo

La historia se va desangrando y desgajándose a su manera, libre, solitaria, tan perdedora desde aquí, desde mi yo, merecidamente siempre abandonado hasta por mí mismo. Me siento incapaz de descifrar la historia, de traerla a la escritura, me siento demasiado enfermo para lograrlo, estoy en las nubes, pero nubes subterráneas, donde todo se me escapa, como el agua por los sumideros. Veloz, la vida se me escapa por los agujeros negros de las noches, lo siento en cada punzada de cada instante de cada día. Hasta la fiebre es una lejana lejanía que no forma parte de mi persona. El instante es justo esa lejanía que marca la orilla, el abismo perfecto que al unir, separa. Hablo a solas y la ronca y desconocida voz venida como de ultratumba, me asusta, me inquieta, ¿quién habla desde dentro de mí, quién ocupa mi cuerpo, de dónde vengo y adónde no voy? ¡Ah, instante indeterminado! ¿En qué lugar de la balanza pones la justicia de lo justo, en el error, es decir, en el equilibrio, en el preciso instante en que dos caminos se cruzan?, «quiero vivir, ser una mujer normal a partir de ahora», me dices, me sorprende que el viento vuele hacia atrás, aúlle hacia dentro, rompa todo lo que no sea materia. ¿Y por qué nada me sorprende? Ni siquiera me sorprende el gemido que me quema las entrañas. Invariable el pulso de este territorio donde no hace frío nunca. Hace mucho tiempo, me dedicaba a escribir futuros, ahora escribo el pasado de un futuro que no fue. Y lo que no he dicho, pero he de decir, aunque innecesario e inútil decirlo: el momento de la escritura no es otra cosa que el instante, y este instante sólo late cuando es leído. Escribo y me vacío, vertiéndome en ti, me lees y la escritura ya sólo es vida que dormita muerta bajo la losa de la tumba, cenizas esparcidas por los campos, dentro de las tapas del libro. Veo imágenes de todo lo que me hablas, y también de lo que no me hablas.
La lluvia con viento despierta al frío, lo atrae. El frío con lluvia ayuda al viento a que se lleve, tierra adentro, calle abajo, por los aires, como sea y por donde sea, cualquier hoja seca que impida la visión de los esqueletos de los sueños, fosforescentes como las luciérnagas. Llamo nostalgia a los futuros que no existirán. Los pasados me confirman la no vida y reafirman las no vidas que me faltan para la redonda rotundidad completa de mi no vida. Solo y sólo camino por la escritura. Hay muros de piedras, barandas de mañanas muy tempranas, apenas clareando, hay un olor a incienso que entra por la ventana como un verde pájaro ceniciento, y otro olor a musgo posado en la humedad de la serenada, el mismo roce en la cara, la misma sensación que el de dos vírgenes bragas verdes que aguardan y guardan lo que no será, como dos alas, como dos cuentos, el de ida y el de vuelta que no volvió, escritos por mí, para mí, pensando en ti. Cada vez me aparto más de la felicidad de las gentes y más me acerco a sus tristezas. No voy más allá, me acerco quedándome alejado, como se queda la mano extendida y vacía ante la brisa. Podría curar, sanar, aliviar las pequeñas heridas, cambiar las mentes, inventar mundos de infinitas dimensiones, hacer armas de vida de la esencia del dolor, podría ponerle pájaros cantores a cada derrota, mimbres del próximo nuevo sueño que te abrace, pero no, dejo que a su aire siga el curso de la cosas, sin mi presencia ni intervención, renuncio a todo dios. Renuncio a mí. Que la vida la construya quienes quieran vivir. Anochece, enciendo la vela blanca, «háblale», me dices, y le hablo, a mi presente, a lo que siempre será mi presente, a la muerte, a las muertes ya acaecidas y a las próximas muertes. Le hablo a mi muerte y así le hablo a la vida, «vuela, vuela y no te detengas, no mires atrás, vuela lejos, lejos, lejos, y nunca dejes que un barranco de viento te traiga de vuelta». ¿Es éste el instante del instante más muerto, el instante de la soledad serena?
Quintín Alonso Méndez


lunes, 7 de marzo de 2016


                                   El último sueño de un viejo

En la escritura, el espacio en blanco, donde no hay palabras, es el espacio inadvertido reservado a las calladas pausas, que guardan silencios porque se habitan de recuerdos que no quieren despoblar, por muy vagos y desvalidos que sean los recuerdos no quieren airear las sábanas de los sueños, y por mucho que tumben y derrumben y estremezcan los recuerdos, recuerdos degollados, guardan silencios. Son huellas de peces fuera del agua o es el espacio que se deshabita, sin pertenencias y sin futuros, donde nadie alcanza a verte las lágrimas ni el gesto de las manos braceando en el océano del vacío, espacio sin tiempo, o de un tiempo que pronto habrá de irse, nada más cierres el libro. Ahí, en las pausas, en el espacio en blanco donde no hay palabras, se aprovisiona el alma muerta para el oscuro y gélido camino. Uno de esos tantos futuros a los que nunca llegaremos. Solo colecciono fracasos y objetos rotos, estampas sin paisajes. No me hablo, pero orgulloso de mí. Tengo el gran mérito, trabajado con victimoso tesón, de ser y estar solo. Mi obra magna. No me importa nada ni nadie, no tengo sentimientos. Me importa un carajo mi presente y mi futuro, no tengo pasado. Estoy fuera de mí, muy lejos, donde nadie se atreve a llegar. Soy el dios de mis defectos, los que cioranamente cuido y cultivo y alimento, el gran valedor de mis crímenes, de mis cobardías, de mis derrotas. El juez del último juicio se sorprende, se horroriza de que no conozca a nadie, de que no pida la ayuda ni la presencia de nadie, solamente la compañía en las repisas de las cosas que rompí y del inamovible paisaje que sólo cambia de ropajes, sin inmutarse, por los horarios de los climas, paisaje ante el que me paso las horas, la mirada perdida en los matorrales que para mí es un impenetrable bosque donde están todos los bosques, un belén de bosques, un bosque de bosques, bosques de brezales, guaidiles, tabaibas, tártagos, incienso, cornicales, zarzales, enredaderas, buganvillas, barbusanos, cañas, simulacros de abedules enanos…, verdosos, amarillentos, dorados, azulosos…, si se pudiera decir, es un bullicio de bosques, de olores, colores y sabores, abarrotados de mirlos y pájaros, y que desprenden, según los signos de la brisa, entremezclados, infinitas dosis de pociones que embriagan, todos los olores mágicos del mundo vivo, ¿cuándo hemos dejado de pertenecer a la naturaleza, si es que alguna vez pertenecimos a este mundo primario? Soy sospechoso. Me halaga el seguimiento casi místico y obseso del podrido y corrupto sistema hacia mi persona. ¿Tan herido estoy mientras te miro y te acaricio la mano, ya desahuciado por las armas de la vida? Sí. Lo sabes. Lo sé. Somos dos desconocidos que nunca se encontrarán. 
Escritura de trazos. Con todos los miedos alineados en sus sepulturas, largas y estrechas avenidas de pequeños nichos del color de los huesos formando hileras de torres parejas, como cajas puestas una sobre la otra, de lado, abiertas al vacío, con flores secas en sus enjalbegados balcones que se cascarean al sol y bajo la lluvia, inmensa biblioteca funesta, libros sin páginas o con las páginas con las letras borradas por los temporales de los tiempos. Aquí palpito. Aquí paso los inviernos de todas las estaciones. Caminando por sus solitarias calles en la noche, me doy cuenta de que soy un muerto que incrédulo camina sin alma y sin materia, nadie me mira, nadie advierte mi presencia, ¿puede acabarse lo que no empezó? Son verdaderas todas las mentiras y la verdad es falsa, mentirosa. Cierra el libro, cierra la puerta del cementerio, y verás que dejo de respirar, de latir, soy alivio entonces, el necesario alivio, desaparezco en el silencio. Ábrelo, y verás mis envejecidas palabras buscándote, hablándote, moviéndose viejas descoloridas, pero sinuosas, por la inmóvil y yerta escritura. Canto de amor insignificante de un  incapacitado para el amor.

Quintín Alonso Méndez

jueves, 3 de marzo de 2016


                                   El último sueño de un viejo

El grito es el grito del instante. Lo he tocado, he tocado el grito de la vida. Y aquí está, aquí habita, en el instante de la escritura que no sabe escribir la historia.
¿Causa dolor la belleza? En particular, a mí sí, la belleza, y cada partícula de la belleza, me causa dolor, ¿busco la belleza o busco el dolor? Entonces, si tú eres la belleza, es decir, lo inalcanzable, lo intangible, lo ajeno, lo accesible y palpable sólo a otra belleza, entonces entiendo y entiendes que eres el dolor, el mayúsculo, el que borra o domina los demás dolores, el dolor mágico, brujo, la suerte del dolor, elegido por el dolor para el Dolor, para que mi dolor me duela puro y limpio, solos el dolor y yo, ese latido que me dobla, me parte, me aniquila, la esencia, la gota de agua que no beberé pero que siempre veré ante mis ojos, aunque invisible, transparente y ciega, como ha de ser la luz del después, como péndulo o marea que me dice que el tiempo está aquí, en la escritura, en la historia no escrita de la escritura, en la no vivida, oscilante, de la nada a la nada y de la nada a la nada, impasible, y cuando el péndulo se detenga, porque el roce de la nada con la materia produce el desgaste, la desaparición de la materia, como es la desaparición del acantilado ante el roce insistente del viento,  frío y metálico como el último ahogo del aire ante la falta de aire, de la luz, y porque ya se sabe que la nada tiende por naturaleza a ser nada, desaparecer, entonces será el latigazo último, crujido del silencio, y la escritura dejará de existir, detenida. Dejará de existir la escritura. Dejaré de existir. Porque fuera de lo escrito, no soy.
¿Causa belleza el dolor? Sí, porque de la belleza viene el dolor, y, extendido en la planicie de un tiempo que no tiene importancia, es solamente un instante, un abrir y cerrar los pliegues de la historia, el dolor, el dolor que más duele, vuelve a la belleza, condenado a volver a la belleza, al roce al vacío, atado al gesto que devuelve a la belleza, a una pincelada que alguna hoja seca perdida de viento deja marcada en el rostro del aire, una especie de recuerdo, que clava puñales envueltos en seda en lo que queda de mirada, de visión dentro de la niebla de las cataratas, visión de un pájaro violáceo merodeando las distancias, vigilándolas, encargado de que nunca se acerquen, como si la sonrisa fuera ingenua y no supiese de las muertes asesinadas detrás de las cuchillas de las fronteras que matan y separan. Visión sin imágenes, pero es la escritura la imagen y el olor y el sabor y el silencio y el tacto, y es visión en los latidos de los sentidos, en el mismo centro del instante, flagelados los latidos, el inmenso poder de la magia negra, la que inventa los sentimientos, extendiendo sus largas alas negras, cubriendo, protegiendo y cuidando su maligna y mortífera creación, la belleza, lo que salva en la muerte, así el grito sale callado, agradecido, quizás ya muerto, ninguna sonrisa más bella que la sonrisa que surge de la pobreza, de lo que siempre fue así, sin remedio, sonrisa esclava de la libertad burguesa. Gracias a ti, mi muerte será dulce. Porque te pensaré o sin pensarte te nombraré. Nombrarte será la señal. El adiós. Nada más. En silencio.
Te hablo de la belleza de la transparencia, de lo que no se ve, que quizás no exista, de las incontables raíces que brotan de cada uno de los innumerables sentidos. Me hablas y me dices contenta que el pie ya no te duele, tampoco el hombro, y que ya no recuerdas cuándo fue el último susto, el último mareo. Que pronto volverás a caminar los senderos que llevan al origen, a los santuarios de todos los secretos, de todos los designios. Soy torpe y te masajeo torpe el pie, los hombros, la nuca, el cuello, los primeros valles de la espalda, te ríes, escandalosa te ríes, seduces a los pájaros, te estiras remolona, abriéndote como hembra, te ríes, «déjalo», me dices, «déjalo… y ven aquí…».
Quintín Alonso Méndez