miércoles, 16 de marzo de 2016


         
                                      El último sueño de un viejo

Cuando terminas de orinar, te quito el papel de entre los dedos y lo paso por tu sexo, sin mirarnos, sintiendo tu tierno húmedo íntimo calor más dulce más tierno más tibio más íntimo. Los dos sabemos lo que sentimos, el mismo temblor nos recorre, la misma calidez. Salgo a la terraza, donde te espero, donde toda mi vida te he esperado, apoyado en el quicio de la puerta, mirando más allá de las montañas que lucen toda la gama de los verdes. La casa inundada, llena de tu música, de tu olor, de tu presencia inaudita, habitada por tu voz, por tus palabras libres, con alas que no se dejan apresar. Cierro los ojos con fuerza, quizás me hago daño en las palmas de las manos con las uñas, ¿miedo a abrirlos y encontrarme con la brutal e insonora soledad, o cada vez lo hago más a menudo para así irme acostumbrando a lo que no sabré acostumbrarme? Te pones el vestido que sabes me estremece, «ya no me lo pongo, me queda estrecho», me dices, pero estás sublime exuberante con él puesto, te lo digo, «son tus ojos que me miran bien», mis ojos que te saben desnuda bajo el vestido, desnudez deseosa y deseable adherida a la sedosa tela, marcando tu silueta de diosa hembra, el deseo que no he dejado de buscar, deseo que se convertirá en la hondura de la tristeza cuando dejes de estar. Me acerco a ti y me tiemblan las manos que resbalan por tus caderas, infinitas hormigas te recorren, me quema tu respiración, te arrimas a mí, te frotas ronroneando, buscando mi excitación, excitándome. Sabes que voy a desnudarte… que vamos a perdernos. Se agita la brisa, bandada de pájaros en la brisa, nos devora el placer, no lo sabes, no lo sabes, pero me estoy quedando en ti, desaparezco del mundo para quedarme en ti. Irte desnudando es el ritual más sagrado más profano más único de mi solitaria vida, es la palpitación, el latido del instante, «vamos a la cama», me dice tu voz también desnuda, desmenuzándose en los labios. Lamo y suavemente muerdo en las carnosas flores de tu cuerpo. Las flores de mi mundo.
No hace frío, pero me gusta el frío que siento al despertarme después de dormirme sentado al sol, un frío que al ir a levantarme, me tambalea. Me agarro al vacío. Me vengo a la escritura, donde la tristeza me sigue alimentando. Vengo de enterrar otro día en una caja vacía de zapatos. Las sábanas que estrenamos y envolvieron nuestra desnudez, desde entonces duermen su sueño eterno en el rincón más escondido del armario, ¿quién las descubrirá y las usará algún día, cuando yo no esté? Esta historia es una isla sin mar, a la deriva, que nadie va a mirar ni a prestarle atención. Fuera de mirarte, el mar es la más pura representación del desierto, no hay más que un infinito páramo si miro y no te veo, interminable la sequedad de los horarios. No quiero más amaneceres, solo quiero la luz que rompa la piedra o la piedra que rompa la esfera de la luz. Mientras el sol blancamente arde en los tendederos, yo te nombro. Por eso te escribo. «No tengo ninguna necesidad de hacer lo que no quiero hacer, hace mucho tiempo que decidí no hacer nada que no me apetezca hacer», me dice tu silencio alejándose, de espaldas, pero se lo dices al círculo condenado al regreso cíclico, al origen. El antes y el después del instante es el mismo espacio vacío, con una salvedad: en el después no existirá nada a lo que asirse. En el antes estaba el horizonte, lejano y solitario, pero estaba, existían sus barandas a las que asirse al anochecer. Nieva sobre el cadáver del alma. Son las blancas flores de la muerte. Escritura apagada o sepultada por el frío mortal de la inexistencia. Cuando se apaga la luz, desaparecen las sombras. Las últimas páginas serán escritas a oscuras. Con el pulso tardío, debilitándose.
Quintín Alonso Méndez


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