sábado, 28 de octubre de 2017


La Prosa (14)

Mientras caminan despacio, saboreando el camino del tiempo, llenándose de todos los olores curativos del campo, van masticando raíces. Atardecer en que no hay que apurar el paso, porque el caserío está ahí, protegido por la pequeña loma color manso, mirando hacia el poniente, una pequeña serpiente estirada color ceniza sube tensándose desde una chimenea hasta el techo del cielo, que la engulle. Se detienen, respiran, «hoy es día de suerte», y los dos se llevan mano y pata, a la cabeza, tocando serrín por si acaso, «que la noche también sea de paz», y empiezan a bajar una escalera hecha en la ladera de la loma color sangre vieja, seca. Oyen los cascabeleos de las cabras de regreso, Perro mueve alegre su negra y larga cola, le gustan las cabras, son como él y su compañero, están locas. Los recibe un olor que embriaga a verduras hirviendo, entonces recuerdan el hambre, la sed. El apetito. Han recorrido la distancia del olvido al recuerdo. Como el recorrido del amor, del «nunca te cansas» al «siempre estás cansado». Momento en que el cansancio se sienta a la sombra. Es el agua en un cacharro, es el vino en una jarra de barro. Es una comida pausada, las noches, vengativas, no tienen prisas si ellas, perra en el ámbito de Perro, mujer en los dolores que le duelen a Hombre, no están contigo. Hay agua, hay vino, hay noche, hay pan, hay un queso duro de leche de cabra y flores del cactus que inunda el paladar al deshacerse. «Viene viento», dice el hombre que les ha abierto la puerta de la casa, muros gruesos, ásperos pero acariciantes, de piedra de cantera, que detienen el calor y guarecen del frío. Hombre asiente. «Viene del mar». Hombre detiene la jarra con el vino en el aire, Perro sonríe en el suave palmeo de la cola contra el suelo de tierra dura. Los dos han visto por primera luz desde que partieron hacia dónde. Duermen fuera, al cobijo de un pequeño, prodigioso porche, hecho con dos robustos palos de eucalipto y con techo de hojas de palma afirmadas con barro, titila la noche.
«Pero mañana no será día para caminar, sino para protegerse de sus bandazos y remolinos. El viento mata, es el soplo de dios»: recuerdan ahora, mirando las estrellas Hombre, el silencio quieto de la noche, Perro, lo último que dijo el hombre antes de retirarse a dormir con el buenas noches de costumbre por estos lugares
quintín alonso méndez


miércoles, 25 de octubre de 2017

La Prosa (13)

Después del mal vender de las tierras, siglos y siglos de un mundo levantado con la paciencia y la sangre de lo pobre que desaparece velozmente, diluyéndose como ceniza en el agua, borrada la historia, su vocación no podía esperar más tiempo para ser llevada a cabo. Cuando miró alrededor para ver qué llevarse, fue el manotazo cruel de la realidad en todo el rostro, que le rompió los huesos sanos que le quedaban. Se vio sin alma, el alma ya estaba en el mar. Era nada. No tenía nada que llevarse. Perro no venía al caso, Perro formaba parte del entramado de su ser, desde aquella noche, de la que salió desbaratado de una cantina a la que no sabría regresar, en que vio al perro, eso creyó, verlo, en la acera, medio metido en el escondrijo de un portal. No sabe cómo pudo echar a andar para llegar en dirección a casa, simplemente Perro lo siguió. Cuando le abrió la puerta a la resaca en la mañana, a que salieran a refrescarse los demonios, ahí estaba el perro, tumbado, tranquilamente mirándolo, y ahí están los dos, ahí permanecen como un tronco milenario, ensamblados en una momentánea sombra de paz, apartados del mundo. Las orejas gachas de Perro durante toda la mañana le dicen que esta paz existe. Se rompe sobre el mediodía, cuando adormilado por un sol de riachuelo resbalando por entre las piedras, con los pájaros posados o picoteando por entre los zarzales y los matorrales, siente tensarse el lomo de Perro y levantarse en un impulso automatizado, él solo mueve la cabeza, apoyado como está en el árbol, una cabra robusta, subida en una roca, los mira fijamente, Perro clava allí su mirada, en aquella estructura que parece la culminación pétrea de la roca, pero de otra dimensión, como un después, lentamente se levanta, estirándose, mientras la cabra, lentamente, se da la vuelta y salta al vacío de detrás de la gran roca, Perro sigue quieto, mirando fijamente el resplandor azul que ahora como ventana abierta se introduce en el follaje. «Momento de caminar un poco», dice Hombre, y los dos enfilan la vereda que bordea la montaña, pasan por sobre un estanque, donde unos bancos de piedra miran deshabitados desde su atalaya el nadar de unos patos, son más alargadas y finas las pinceladas del viento en el azul del cielo. Eso recuerda, mientras se ajusta el sombrero. Recuerda patos, garcetas, un banco de piedra, el olor dulzón del hinojo, el zumbido de las abejas, los muslos desnudos de su mujer, el clima de la ternura instalándose delicado sobre la piel seca de la tristeza. Perro también recuerda, moviendo suavemente el rabo, mirándolo. Es hambre. Es sed. Es el no saber adónde dirigirse, la luna en cuarto creciente estira el pico de la montaña, ¿tan alto está el mar? Ahora descienden, entre pencas, brincan los pájaros, se deslizan, por entre la yerba seca, los lagartos. Bajar es alejarse del frío. El sol engaña.        

       
quintín alonso méndez

domingo, 22 de octubre de 2017

La Prosa (12)

Acto o día tres.
Este cuento es perfecto. Tiene la redondez que no existe, el verbo vida entre los dientes, la carnosidad amarga de la desesperanza. Es un día pálido, de un octubre que desvaría.

Hoy no es día de pueblos, sino de barrancos y montañas, de amplias, profundas, cuevas horadadas por el hombre y el viento, y de abundantes comunidades de tabaibales. Eso lo saben Hombre y Perro, nada más dejar la casa del cura a sus espaldas, «y para siempre», se asemeja a un suspiro, y los dos saben que no es necesario entenderse, ni siquiera comunicarse, hartos los dos de mansos y dulces hogares. Se acompañan y ya está, eso es la vida. No es día de pueblos porque las mentes de ambos necesitan alejarse de cualquier vestigio humano y perruno. Que descansen las piernas y que descanse la sed, aunque vislumbren desde lejos, semiocultos en el paisaje, caseríos y aldeas. Luego, entrando la noche, sí, entrar en el primer falso oasis de pueblo, pero que al menos sea pueblo que tenga lumbre para el frío y cobijo para el miedo. Dejar atrás la casa del cura, con sus bendecidos olores rancios, es un alivio que se agradece y que no tiene precio, es como para creerse que se sale definitivo de la cárcel, que el aire es libre, que la vida es libre. Es una de las pocas veces que entre Hombre y Perro se intercambian una mirada cómplice, casi sonriente, mientras se alejan sin mirar atrás. Se internan por una vereda donde los pájaros no vuelan, ni en círculo ni en dirección alguna. Simplemente no vuelan. Hacen que vuelen los árboles, las ramas de la brisa, las horas tempranas del amanecer, los pensamientos callados de Hombre y Perro. Ahí se sientan, a la sombra del silencio, enfrente de los almendros. ¡Cómo se agradece reposar los cansancios! Perro se tumba a su lado. También mira las mariposas. Hombre es débil y se siente débil, posa la mano en el lomo de Perro. Mira al cielo y ha descubierto una nueva pregunta, ¿tiene sonido el mar o es la pureza de lo más sordo? Por cosas de la vida, Hombre está acostumbrado a la sordera que produce el bullicio humano. El sol agota, pero no más que el aguacero, que agota y encoge. Ahora el sol, con sombra de árbol, es un placer injusto. Soberbio. Mira al cielo, hilachas blancas de un viento que mañana ya estará aquí abajo, barriendo y despoblando, mira al cielo y se pregunta si así será el mar. Inaccesible. «Mañana nos toca pueblo, un pueblo con viento», le dice a Perro. Y de pronto un descubrimiento que su ceguera no le ha hecho mirar ni indagar, que lo estremece, ¿alguien ha visto el mar? Nadie le ha dicho «yo estuve allí, yo sé del mar», y él tampoco preguntó. Cierra los ojos y siente que navega por el cielo, que flota en la nada, los brazos abiertos, extendidos no sobre el lomo de Perro y las raíces del árbol, extendido en el aire. Flota en la nada, una nada líquida que lo sostiene, con  peso de mano abierta. Pero sabe que ir al mar es otra cosa. Ya lo sabe sin saberlo. No es solo ir al mar. Es no estar en ninguna otra parte. Vaciar los pensamientos, desprenderse del yo. 

quintín alonso méndez

jueves, 19 de octubre de 2017

La Prosa (11)


¿Es estúpida la felicidad?
Hoy, beber del vino de los recuerdos es un placer inaguantable, pero pido más vino, más bien lo robo. Me he acostumbrado a robar para alimentarme la sed. Ella me hubiese dicho, posando su mano en la mía, «no bebas más». Así la recuerdo, y eran ventanas amplias como la luz, ¿veía la tristeza irremediable en mis ojos? Sus palabras hubiesen sido la confirmación de la derrota sin remedio, pero entonces callaba, buscaba en el horizonte la astilla del dolor para arrancármela y tirarla en la hoguera del nunca más, sabiendo lo imposible. La verdad es que la recuerdo en todas sus infinitas maneras, y, créetelo, la palpo, soy así, estoy dotado especialmente para palpar lo que no puedo palpar. Ella. Demasiado noble para ser bruja. Pero bruja. Pensarla me alivia los días. Es la presencia del paisaje. También me acompañan, como dulces caseros, los recuerdos de cuando caminaba ciudades solo, dejándome ir a la deriva. Pero demasiado tiempo de eso. Ni yo me acuerdo. Pero es hora de volver al miedo, al pánico. La soledad es de lo poco que se puede recuperar. Siempre se está a tiempo. Caminar las calles, perderme, asustarme, ¿por qué no?
Raramente cojo la barca y orillo la costa, hoy lo hago, y aunque lleve un rastrillo de hierro y un trapo blanco para pedirle la paz al oleaje en caso de abordaje de sirenas, me lo tomo con pereza, y creo más bien que lo hago para mirarme desde el mar, para ver si me encuentro en algún punto de la tierra, quizás también con la oculta esperanza de ver un cambio en el paisaje, ese resplandor que se espera, sabiendo que nunca vendrá pero que nunca se sabe, que se espera y se espera. Aunque no se espere nada, en todo mundo, por muy ínfimo y oscuro que sea, hay una grieta. Es el cigarro en el mar, el ritual de acercarme un poco a ella, a decirle cómo es el día, y en los labios es el sabor de su boca.  
Es lo prístino lo que se desconoce
quintín alonso méndez



lunes, 16 de octubre de 2017

La Prosa (10)

«Me gusta la densidad de la transparencia, el solar áspero de lo que siempre permanecerá vacío
Las valentías son torpes, a cada paso equivocan el camino»
¿Qué se siente cuando se lee lo recuperado? Que vuelve la carnosidad del tiempo a morder donde es la herida y la impotencia lo envuelve todo de tiernos pero amargos recuerdos. Cada edad lleva su mensaje y su cosecha. Pero sin la lluvia, sin los sueños que trae la lluvia, la tierra no germina, y de tiempo en tiempo a la tierra hay que removerla, que no se ahogue oscura y se muera, necesita el aire, la promesa de que por el aire vienen los vuelos, las semillas. ¿Qué se siente cuando se recupera lo leído? Eso no puedo saberlo, le digo al verso que palpita en mis silencios.
Me tropiezo con el mediodía, ¡tanta luz, que ciega! Es la hora del cigarro y de ponerme un rato a hablar con ella, caminando por la costa, viendo cómo me hace el trabajo la marea. Sonrío, qué importa la tristeza, si pienso que a ella ahora le están viniendo pensamientos dulces de paseos por la costa. El momento en que más disfruto en mi trabajo es cuando siento el tacto de mis dedos en las trenzas del musgo, liberando con paciencia palabras y silencios, sobre todo silencios. Ya en casa, escribo los silencios, las palabras no, ellas se fueron, se hicieron a la mar nada más sentirse libres. Vivo en un lugar donde primero se entierran los sueños y luego los cuerpos. Sí, de la costa rescato incontables sueños y cuerpos muertos, y seguramente muchos de esos cuerpos murieron la peor de las muertes: con los sueños vivos: son los sueños que me llevo a casa y que procuro, dentro de mis limitadas artes, resucitarlos en versos, que al menos sean vistos sus vuelos al amanecer y sus vuelos de regreso, cuando atardece. He visto construir cárceles, preparar los trasmallos, cárceles para cuerpos vivos con los sueños vivos, ahí me sumerjo, destrabando alas de los anzuelos. Satisface hasta lo inimaginable ver el suspiro del ala liberada del miedo mortal. El chapoteo de la vida de nuevo en el agua. La orfandad es una ola gigantesca. En la orilla nos encontramos los huérfanos. Enseguida nos reconocemos porque miramos a la lejanía, como si el horizonte contuviera lo que nos falta. Horizontes que oscilan según la estación por la que camine el tiempo. Hoy es lejanía, palideces tristes, el aire que quema, paisaje difuminado por la calima. ¡Ah, este verso que acabo de rescatar, sublime y espeso como la miel!, «beso tus bocas mientras me deshago náufrago deshabitándome dentro del mar». Un verso no es más que la complicidad de un beso. Son tantos los besos de a diario, aunque despoblados besos. Besos que ya no forman parte de la complicidad. Se eleva majestuosa la soledad. Es cuando el pasado adquiere presencia, ¿en realidad me sigo esperando?, ¿hasta cuándo, hasta que sea el regreso al origen del círculo?
quintín alonso méndez



jueves, 12 de octubre de 2017

La Prosa (9)


El parte del día pone que el mar brilla en el óleo de una apacible y tendida desnudez azul que son todos los violetas, con una suave brisa pecaminosa que acaricia la piel, como hace el musgo con la humedad de la arena. Aquí son de seda los colores. Verano de isla. Día de barca con sombrero de paja deslizándose perezosa por las aguas en calma. El sol justo de la somnolencia, del paladear los recuerdos dulces ¡tan amargos! que traen roces carnales al rozar el aire. Carnosa la ausencia. Es también uno de esos días en que es inútil, o más bien absurdo, bajar a la costa a cumplir con el trabajo. Es día nada más que para la nada. Que la pereza se deje llevar por esta quietud inquietante, erótica. Día de redes platónicas. De mujer sin sexo.
Pero hay que bajar a la costa y arremangarse los pantalones, que los versos que agonizan en la orilla enredados entre los escombros humanos no pueden esperar, y no tienen ninguna culpa de que el día sea tan inhumano, de que apetezca tanto el vacío absoluto del todo.   
Hoy soy la filosofía de no tener ganas de hacer nada, más allá de no tener ganas de hacer nada. El goce de la dejancia. Compruebo que uso el cenicero como plato y el plato como cenicero, por eso no me pregunto qué hacen las lapas entre las cenizas, ni el porqué del olor a marisco mientras hierven las colillas con el laurel, la sal gorda y varios dientes de ajo. Cada vez me gusto más. Y bajo por bajar, por decir que cumplo con mi trabajo, porque ¿qué se puede rescatar de los cementerios? Me llevo tu canción preferida conmigo, sin estrellas. Ella la escuchó una vez. Se sorprendió. Las sorpresas no van vestidas. Sé que le gustó, «es triste pero es buena», murmuró el bosque de lilas del silencio. Lo acabo de decidir, voy a construir un bosque, no sé, de algas, de helechos, de corales, para esta imantada costa, para que las despedidas tengan un cobijo donde dé la sombra. La guitarra tiene forma de concha marina, la curvatura de la roca resbaladiza. Bajando hacia la costa, huele a olvidos. No acepto la tristeza mientras trabajo. No hablo de cuando escribo, ahí sí me habitan, me acompañan, hablo de cuando escribo sin escribir nada. Es una sinfonía el paraíso de la costa sin nadie al alcance de la vista, solo ese perro que nunca se acerca, que tiene su propia orilla. La verdad es que como mejor “pesco” pedazos de versos, lascas de joyeros rotos de porcelana, es no haciendo nada, sentado en una roca, recibiendo el salitre adherido a un sol que arde en la piel, brisa desnuda. Hoy es uno de esos tantos días en que la marea me hace el trabajo: sube a la arena lo más débil y yo no tengo más que esperar a que el mar se retire un poco, en su marea corta de este octubre mágico. Luego me subo a casa con el fresco, con los ojos y los labios llenos de restos de versos. Mientras, dejo que el sol me devore los pensamientos. ¿Cuándo haré todo lo que tengo que hacer? «No te engañes más. Nunca, muchacho, nunca», me dice el albatros de la pereza. Leo en los restos que recojo:   

quintín alonso méndez

lunes, 9 de octubre de 2017

La Prosa (8)

Apenas han empezado a caminar la mañana y al hombre, pronta, vertical, le regresa la memoria. Ya le duelen las piernas, la espalda, los recuerdos herrumbrosos. Perro hace que no se da cuenta, se entretiene a ambos lados del camino con las primeras mariposas blancas del día, manjar si llevan hormigas en sus alas, da saltos verticales de vez en cuando, atrapando aire entre sus dos patas delanteras, como si quisiese coger brisa alisiana para aliviar los recuerdos del hombre. Hombre se ensimisma en los olores del campo, que van madurando con el sol. «Somos dos soledades bien acompañadas», le dice a Perro. Se fija en el vuelo de los pájaros. Son vuelos circulares. Y son vuelos como flechas, lanzadas a lo que surja, suicidas, vuelos rectos, contradiciendo la física de los mundos, las leyes humanas. Pero todo tiene mente porque todo tiene inicio. Los dos, Hombre y Perro, beben de la atarjea. Pasado el mediodía, es otro pueblo, «aquí hay un cura», le dice a Perro, viendo el brillo de las casas vestidas de blanco, mostrándoles su desnudez bautizada al oro del sol. Perro le ladra como si fuesen lascas de sonrisas, piensa en la vagancia de una buena sombra y en una buena cama donde puedan descansar las piernas y las amarguras calladas pero tan visibles de Hombre, en llaga viva. Corre la ausencia de agua por los surcos de los renglones que no serán escritos. «Pueblo con cura, pueblo con cantina en la plaza», y en la plaza arriban, como dos barcas agónicas sin remos porque, se venga por donde se venga, y se entre por donde se entre, todas las calles mueren en la plaza, como ofrenda servil y juiciosa a la pequeña iglesia, donde se yergue, protectora y sutilmente amenazante, como brazos abiertos al horizonte, pobre esperanza, en el campanario, lo que más brilla al oro del sol, la campana de bronce. Perro espera noticias de las buenas costumbres del pueblo a la puerta del bar, Hombre no tarda en salir, «vamos», le dice, y los dos se adentran en el bosque encantado, mientras afuera, pacientemente a la sombra, con sonrisa irónica, sin prisas, espera la realidad. Cada hombre es un árbol viejo. En uno de los claros, producto de algún incendio, se sientan Hombre y Perro, Hombre en una silla de madera gruesa, pesada, con aspecto y edad de pueblo, Perro en un suelo fresco de cemento recién lavado. Huele a zotal. Y huele a refugio para la secura que produce la vida. Pero a Hombre le huele al miedo de siempre, que se desprende de la piel de los hombres. Y el miedo es cobarde, traicionero. Ruin. Tenía por costumbre que cuando un hombre decía sí, él hacía no. Hombre no recuerda haber tenido amigos humanos, y mira a Perro. Así camina la prosa del día, bebiendo vino y disfrutando de un pedazo de carne de loba o de oveja.
La tarde se bebe en una charla sobre las cosas comunes de todas partes y que el vino se encarga de ir adormeciendo, y que Hombre alarga a propósito con el propósito último de la pregunta «¿dónde está el mar?», pero antes es la pregunta de si hay dónde alojarse por una noche, «en la casa del cura, la más grande del pueblo, él alquila habitaciones», respuesta sencilla que tiene la otra cara de la respuesta con la pregunta del propósito del vino y de la charla, «¿dónde está el mar?», y es el encogimiento de hombros que ya conoce, el apagamiento de los ojos que ya conoce, la mala gana que ya conoce, «eso se lo pregunta al cura, él lo sabe todo», le dice desde el mostrador el ventero, dando a entender que la charla y la tarde se acabaron. Hombre y Perro, al unísono, se ponen en pie. Sonrisa de ambos: los huesos descansaron, ahora no duelen. Pero Perro no ve la tristeza de los atardeceres en los ojos de Hombre. Porque Hombre conoció atardeceres donde los besos eran besos. El cura que los recibe en su despacho con ventana al patio, escasa luz y olor a humedad estancada, es el mismo cura que lo casó hace mucho en su pueblo, pero con otro lenguaje y más gordo y más calvo, y la misma palidez de cera sonrosada, las mismas manos avaras. Hombre y Perro saben que esta noche cenarán y dormirán como ricos. No hace tanto frío ni duelen tanto los huesos cuando unos leños, ardiendo en la chimenea, acogen. No faltan para la calidez unas estampas sobre la alacena, de vírgenes y mártires, apoyadas en la pared, alguna vela, algunos cuadros con escenas bíblicas, y ese sabor, ese sabor dulzón, enfermizo, en el ambiente. Hombre y Perro tienen las mismas sensaciones, pero en estos momentos prevalece el pecado de lo cómodo. Hombre se dice que no estaría mal pedirle al cura una bañadera con agua caliente y sal y vinagre, para redondear el pecado y darle solidez a la imagen del paraíso. Perro gruñe débilmente. ¡Ah, aquellas noches en casa, en el pueblo! No es hora para pensar. Es hora de sopa, pan y vino y de un buen hueso para Perro. Se siente en el mar    
quintín alonso méndez


 

viernes, 6 de octubre de 2017

La Prosa (7)


Acto o día dos.
   Frutas de la niñez en una panera de mimbre, brevas, higos, granadas, y naranjas, guindillas, peras, albaricoques.

Antes del alba, ya el hombre y el perro, arrebozados en el frío, se han caminado despacio y en silencio las dos callejuelas y los siete silenciosos y estrechos callejones que componen el pueblo. Es frío lo que abraza a estas horas. Las medianías son frías y brumosas, pero en verano en los mediodías arden como el desierto. El amanecer es como si tuviese voz propia, porque según avanza la luz, los sonidos van apareciendo más nítidos, como si estuviesen saliendo de un ramaje espeso, el canto de un pájaro a lo lejos, un mugido también lejano, el perfil difuminado en la lejanía de un hombre bajando una vereda, como si tuviese prisa por llegar al llano. Junto con el abrirse de la luz del día, se acercan los sonidos, una puerta que se abre cerca, a sus espaldas, el perro y el hombre se miran, sienten que están sobrando en aquel lugar, miran hacia las afueras, hacia donde la loma enseña una larga y delgada cicatriz del color de la tierra, saben que es el sendero que van a tomar, pero antes el hombre, quitándose el sombrero, se vuelve y le pregunta a la sombra de un joven que manipula con unas sacas y una azada, subiéndolas a un pequeño carro, dónde está el mar. El joven con ojos viejos, esos ojos apagados que solemos ver cuando el mundo es en blanco y negro, entonces se queda quieto, con la azada en alto, como fuera del tiempo, mirándolo. Se encoge de hombros y deja caer la azada en el carro, sobre las sacas vacías, su mirada se pierde detrás de las casas, donde los campos se mueren de sed. Un buenos días a la sombra es la señal para que hombre y perro echen a andar. Empieza a caminar el tiempo. Después de un pueblo siempre hay otro pueblo y a mitad de camino entre un pueblo y el otro, siempre hay una mujer con edad de otro planeta a un lado del camino que con ramos de romero, laurel y tomillo les lee el futuro a los que no tienen futuro. «Es ella, pero tampoco es ella», parece decirle el perro, y el hombre le cabecea, asintiendo, pero se deja coger la mano y la deja hablar con sus murmullos ininteligibles de abejas, porque quiere preguntarle dónde está el mar, entonces le pagará sin importarle qué carajos le ha dicho sobre futuros, abanicos, plantas medicinales. «Pero hay muchos mares, y ella no está en este mar», le parece oírle decir al perro. Se suele preguntar lo que se sabe, pero se necesita la confirmación o una fina grieta en el tiempo que invite a creer en los milagros. Se lo pregunta. «¿Dónde está el mar?». La mujer entiende enseguida. Ve un mar de leva. La mujer señala el rumbo del camino que, indefinido, desaparece de pronto en un desnivel, como avisando del abismo, al tiempo que le tiende una rama de laurel, «solo el laurel brilla en la niebla», le dice. El sol hambriento del mediodía le habla al hombre de una cercana noche fría, sin una nube, con serenada. Antes de que el paisaje, estriado, silencioso, salpicado de manchas oscuras, de árboles, de muros de piedra, diluya en la distancia al hombre, al perro, a la mujer, el hombre oye la voz de la mujer, «siempre en el sentido opuesto de los pájaros», como eco de silencio.     
quintín alonso méndez

martes, 3 de octubre de 2017

La Prosa (6)


¿Qué hago los días en que aparte de inútil es imposible el trabajo? Porque haya temporal de viento desordenado, mar de leva que cubre la costa, o una lluvia torrencial, o todo al mismo tiempo, en un fin del mundo que parece no acabarse. Entonces me dedico en casa a limpiar las palabras que me he encontrado y he traído de la costa, me pongo a quitarles la herrumbre. Nada más débil que una palabra solitaria. Infinitas combinaciones e infinitas proyecciones, pero todas filtradas por el mismo caudal de la ausencia del agua, es el mismo territorio pero nunca es el mismo paisaje. Sí, hay momentos en los que sonrío: cuando descubro que mi mente no está y me veo haciendo cosas impensables: mis manos vuelcan la comida recién hecha en el balde de la basura, y vierten el cenicero lleno de cancerosas colillas en el caldero que aguarda con agua salada hirviente. Eso me alegra los días, presentir la locura, saberla ahí, detrás de la valla, una frágil y baja valla que, si tomara impulso, la saltaría con los ojos cerrados. Pero ¡ah!, imperan los cultos dominios del saber callar y del saber comportarse, cada vez más el del saber callar, rozando con morbosidad las hebras de la locura en la buganvilla de flores lilas, duras espinas erectas afiladas que siempre me clavan. Vengo de aquí al lado, de sesenta inexorables y anuales golpes de campana sin su caparazón de bronce, enguantado el dolorido badajo, el signo fálico de la soledad, sin vagina ni matriz. Y hago los horarios de aprenderme el orden del desorden, ¡qué delgada es la línea que separa o invita, y qué cobarde o parásito soy, que me quedo en la mirada! Espero como garrapata a que me den el empujón, ¡ah, ya no sabe doler más el dolor! Sonrío, para mí sonrío y me burlo: no me intereso. ¡Ay, otro verso que ha muerto ensartado, ingenuo, entre las redes del plástico! Mis manos no saben resucitarlo.
¿Me dedico a algo más? A cansarme, a cada día cansarme un poco más. Hago la comida en una sartén que es como un nido de flores de almendro, y tiro en la bolsa de plástico las tripas y la sangre roja de laboratorio, olor fuerte, mareante, que sabe a invasión y, al mismo tiempo, a éxodo. La medicina adora a sus hijos enfermos, los mima, los protege lo necesario, ensayan con ellos, juegan, extienden lo maligno, ejercitan y controlan la dieta de las enfermedades que alimentan, pero, ¡ay!, los sanos no son más que futuros hijos enfermos, enjaulados por eso y para eso, aspirantes a mayores, a los que ignorarán y dejarán que se vayan muriendo en una de las frías habitaciones del olvido. Huyo del doctor, del futuro y morboso cómplice de lo irremediable. La salud fue, cuando escribí esto: creo que ya no estoy, que ya me fui. Pero volveré mañana, a dar el parte del día. Sin esas malas noticias que alimenta y fomenta el sistema, solo las buenas, las que prometen matanzas al sol, promesas y hambres de sed



quintín alonso méndez