domingo, 22 de octubre de 2017

La Prosa (12)

Acto o día tres.
Este cuento es perfecto. Tiene la redondez que no existe, el verbo vida entre los dientes, la carnosidad amarga de la desesperanza. Es un día pálido, de un octubre que desvaría.

Hoy no es día de pueblos, sino de barrancos y montañas, de amplias, profundas, cuevas horadadas por el hombre y el viento, y de abundantes comunidades de tabaibales. Eso lo saben Hombre y Perro, nada más dejar la casa del cura a sus espaldas, «y para siempre», se asemeja a un suspiro, y los dos saben que no es necesario entenderse, ni siquiera comunicarse, hartos los dos de mansos y dulces hogares. Se acompañan y ya está, eso es la vida. No es día de pueblos porque las mentes de ambos necesitan alejarse de cualquier vestigio humano y perruno. Que descansen las piernas y que descanse la sed, aunque vislumbren desde lejos, semiocultos en el paisaje, caseríos y aldeas. Luego, entrando la noche, sí, entrar en el primer falso oasis de pueblo, pero que al menos sea pueblo que tenga lumbre para el frío y cobijo para el miedo. Dejar atrás la casa del cura, con sus bendecidos olores rancios, es un alivio que se agradece y que no tiene precio, es como para creerse que se sale definitivo de la cárcel, que el aire es libre, que la vida es libre. Es una de las pocas veces que entre Hombre y Perro se intercambian una mirada cómplice, casi sonriente, mientras se alejan sin mirar atrás. Se internan por una vereda donde los pájaros no vuelan, ni en círculo ni en dirección alguna. Simplemente no vuelan. Hacen que vuelen los árboles, las ramas de la brisa, las horas tempranas del amanecer, los pensamientos callados de Hombre y Perro. Ahí se sientan, a la sombra del silencio, enfrente de los almendros. ¡Cómo se agradece reposar los cansancios! Perro se tumba a su lado. También mira las mariposas. Hombre es débil y se siente débil, posa la mano en el lomo de Perro. Mira al cielo y ha descubierto una nueva pregunta, ¿tiene sonido el mar o es la pureza de lo más sordo? Por cosas de la vida, Hombre está acostumbrado a la sordera que produce el bullicio humano. El sol agota, pero no más que el aguacero, que agota y encoge. Ahora el sol, con sombra de árbol, es un placer injusto. Soberbio. Mira al cielo, hilachas blancas de un viento que mañana ya estará aquí abajo, barriendo y despoblando, mira al cielo y se pregunta si así será el mar. Inaccesible. «Mañana nos toca pueblo, un pueblo con viento», le dice a Perro. Y de pronto un descubrimiento que su ceguera no le ha hecho mirar ni indagar, que lo estremece, ¿alguien ha visto el mar? Nadie le ha dicho «yo estuve allí, yo sé del mar», y él tampoco preguntó. Cierra los ojos y siente que navega por el cielo, que flota en la nada, los brazos abiertos, extendidos no sobre el lomo de Perro y las raíces del árbol, extendido en el aire. Flota en la nada, una nada líquida que lo sostiene, con  peso de mano abierta. Pero sabe que ir al mar es otra cosa. Ya lo sabe sin saberlo. No es solo ir al mar. Es no estar en ninguna otra parte. Vaciar los pensamientos, desprenderse del yo. 

quintín alonso méndez

1 comentario:

  1. Me gusta este cuento. Por un momento me vi sentado bajo un almendro, arriba, en Isogue.

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