jueves, 30 de noviembre de 2017

La Prosa (25)


Mientras camina con Perro a su lado, tiene la visión, la inmensidad de la visión: la eternidad, es decir, la inteligencia, está fuera de lo humano, está aquí, pero fuera de lo humano, está en la roca, en el árbol, en la luz que aunque se haga oscuridad seguirá siendo luz. Hombre está ahora en el asombro del instante eterno, no humano, en un instante de otra dimensión, sin tiempo, en el espejismo de un espacio, un resplandor de sol en el verde de las hojas después de la lluvia, palpa con temor pero palpa este instante que sabe único, como un regalo venido de alguna parte del antes de la eternidad, --¿se lo ha enviado ella?--: le ha sido concedida la inteligencia por un instante. Y por primera vez recibe y siente clavada en él la mirada de Perro en sus ojos, mirada humana venida desde lo no humano, desde lo insondable. Instante en que el todo es parálisis, solamente mirada. Un soplo de pájaro en una rama lo devuelve a la tierra humana, Perro frotando el hocico en su pierna con un «estoy aquí». Ante ellos se abre el camino como una boca interminable. Echan a andar. Hombre ya se sabe otro, desposeído de ropajes innecesarios. Se siente mar aunque nunca lo haya visto con sus ojos. Y sabe, ahora sabe: Perro sabrá guiarlo, acompañarlo. El camino tiene verdes menudos en los bordes, a ras del suelo, verdes salpicados de menudas flores lilas, y ahora siente como agua de lluvia en el rostro que la mujer que fue su mujer acaba de olvidarlo, así, con la sencillez de una sonrisa pintada en el aire. Nada más. No le duelen las piernas. La tristeza es otro pájaro. Perro, para más estar a su lado, se ha venido a lo humano. Brilla, como óleo de una piel intocable, el azul del aire. Está aprendiendo a respirar. Es la primera vez que Perro va delante, como un orgullo. Desnudas y enmudecidas por la paz, las palabras brotan invisibles, así caminan, hablando entre ellos. Estas palabras que son la materia, el fundamento de toda materia. Los limones son las frutas del sol. ¿De dónde proviene la risa, de qué rama de qué árbol, de qué femenina sustancia?
Pocas veces se había sentido tan cerca del paisaje, tan dentro, formando parte de él, como otro átomo más de la molécula, ni siquiera cuando araba la tierra y la sentía abrirse seca, desgajándose sus terrones, como le pasaba con las hojas secas del helecho deshaciéndose entre los dedos, tierra dadivosa de carnes prestas y receptivas a la humedad, a incubar las semillas. En el instante súbito como un resplandor de lo no humano, él era molécula del paisaje, una rama de la piedra, arena del árbol, arista de la luz, la madera del libro. Perro y él eran movimiento solar y al mismo tiempo movimiento planetario. Y no era caída ni vértigo, era planicie desde fuera hacia dentro y desde dentro hacia fuera, al unísono, hacia la paz del vacío y descubría, atónito, que no era la luz sino la ausencia de la oscuridad. La revelación: Perro y Hombre eran la misma esencia de lo primario, lo individual que no tenía importancia en la universalidad de los sentidos, dos hormigas en el Universo. Su hombro era hoja de rama de árbol para la mariposa. La mariposa era soplo de brisa, estría del sol, para su cuerpo errante. El latigazo de dolor en la cadera desgastada era el grito mudo último de la hormiga aplastada por sus pasos inoportunos. Todo llevaba a la conciencia del respirar, a su cadencia, al sabor del aire, envuelto en la sinfonía de los insectos. Perro y él, dos insectos, una insignificancia fugaz del Universo. «Vencimos al viento, amigo», le dice a Perro, «lo hemos dormido». Descubre, ¡ah, qué tardíamente se descubre lo cierto!, que la duda esencialista –amar es huir o huir es amar— ya no tiene importancia. Vivir es nada. Es tan asombrosamente nada como nada es la insignificante magnitud del presente. Ni a soplo llega. Percepción del soplo. Perro se detiene en la loma y se posa en sus patas traseras, olisquea la belleza, disfrutando el paisaje del valle, y él se sienta en lo alto de una roca, a su lado. Es torpeza incrédula palpar el presente, y palpa el olor a tomillo, a orégano, y con los cambios sutiles de la brisa le llega el olor ceniciento del incienso. Cada presente es el primer beso, si acaso es que alguna vez discurrió el primer beso, oculto o perdido en alguna parte de este planeta, esa sensación postrera, nada más dejar de ser presente, de que será el último beso. Pero ahora cada golpe de respiración es un beso. El latido del pensamiento. Había verbena de verano en la plaza del pueblo. Bajó porque la música entraba por la ventana abierta de su cuarto y le resultaba imposible cerrar los ojos e irse al sueño. Era verano y era luna llena. Y tenía sed. Una sed extraña. Bajó despacio, con las lonas blancas, el pantalón blanco, la camisa blanca, fumando y aspirando el sabor veraniego de la noche, sensual, con violines de grillos y cigarras, con rumores graves de ranas, perfilándose como una herida de plata el alargado reguero lechoso de la Vía Láctea. El aire desnudo. Fue lo primero que vio, dentro del ámbito de luz que producían las bombillas que rodeaban y atravesaban en diagonal la plaza, vestidas con finos plásticos de colores. Bajo ese arcoiris a cuatro aguas, luz dentro de la mancha de luz: su blusa azul, su cabellera que brillaba como una hoguera. Ya no veía nada más. Solo ese resplandor de luz. Se quedó en la oscuridad un buen rato, fumando en las sombras, simplemente mirándola. Se movía diosa, con gestos de diosa. Luego se fue directamente a la cantina, apoyándose en la gruesa tabla que hacía de mostrador, de espaldas a la vida, que la sentía palpitar detrás suyo. Pero antes miró a lo alto, a la inmensidad nocturna, de violines y contrabajos, ¿dónde estaba su estrella, acababa de localizarla, de descubrirla? ¿Era real? Perro mete la cabeza en su rostro, hace que las imágenes se evaporen, el azul limpio lo ciega. Perro tiene razón. Se pone en pie con pereza. Amoroso el paisaje, tierno en su soledad tranquila. «Sí, vamos», le dice a Perro, frotándole la cabeza. Le enternece la felicidad de Perro.   

quintín alonso méndez


lunes, 27 de noviembre de 2017

La Prosa (24)

Acto o día cinco. Susurros de barco encallado en medio de la estancia desprotegida, sin paredes, de la sed. Susurros producidos por un viento reseco venido de otro planeta. Dentro del barco, construido con la madera transparente del agua, viven los sueños, sin mar, sin cielo.  

Después de horas y horas de cháchara, al fin --como si recuerdos latientes, esos recuerdos a los que nunca se les irá el dolor, necesitasen por una vez salir a la superficie de la palabra hablada, respirar, coger aire, almacenarlo, y regresar de nuevo adonde se guardan los silencios más guardados, y al fin descansar en paz--, descuartizando el libro pero lamiendo las palabras, Hombre y el hombre, consumidas las tres botellas de vino, las flores del queso, se sienten vencidos. Se hunde cada uno en su mar incompartible. Perro ha necesitado entrar y salir varias veces: es su juego favorito: luchar contra el viento: retarlo y retarse: vencerlo y vencerse. El péndulo de la vida. «Mañana será el fracaso del día, todo por los suelos. Pero será un inicio», musita el hombre, tambaleándose, trabajando con esfuerzo las palabras, con el libro en las manos, pobre libro sacado del tiempo sin la protección en la piel del polvo fino de las piedras, de la tierra misma, desmembrado el libro desmembrado el hombre, dirigiéndose tambaleante a lo más oscuro, a su falso pero irresistible descanso, los tirantes caídos sobre los muslos harapientos, flacos, la camisa blanca de algodón, de cuello redondo con su hilera de botones que parecen islotes de lava hecha piedra, y mangas bajas arremangadas hasta los codos, con manchas de uvas, restos de sangre, ya seca, de los naufragios. Hombre y Perro se quedan a solas. Durmiéndose o muriéndose, alguna vez será la misma acción, el mismo verbo. Es cuando los versos, burlones, salen a pasear, desnudos, suficientes.
«Tenga cuidado, que las noches son tramposas y juegan a cambiarle el sentido a las cosas». Se abrazarían en la despedida si fuesen menos débiles, menos hechos a la sequedad huraña del paisaje, picoteado por las pencas y las zarzas. Perro y el hombre sí se abrazan a su manera, descubriéndose nobles la amistad con la mirada. Momentos en que la soledad muestra el rostro de su destino más agrio, más real. Perro se quedaría más tiempo, se lo dice a los dos hombres con la mirada, plantado en medio de ellos. Pero entiende que este lugar no les pertenece. Además, el mar espera. Los tres desperdigan los ojos en círculo, todo más seco, más solitario, más silencioso. Un gesto de gratitud. Perro le ladra a los restos del viento. El reloj echa a andar, saliendo el sol por las montañas.  

quintín alonso méndez

viernes, 24 de noviembre de 2017

La Prosa (23)

Ahora que lo pienso, siempre fui a lo que no tiene regreso. Y no escribo nada, pero me siento importante con el lápiz en la mano, la visión de la belleza ante mí, la mirada del hombre que me mira porque su pareja me mira, todo apacible, sin hacer daño: no soy guerrero, miro hacia el otro lado, donde el gato triste ya no es azul, sino del color sucio y penoso del abandono. «Estamos en el mismo barco, compañero», le digo, y en esos instantes a los dos, al gato y a mí, nos parece sentir que nos crecen alas, alturas a ras de tierra, escribo «alas» en el papel y la página de pronto está habitada. El olfato se abre a los olores más íntimos, gruesos como el tacto de la mano que tira de la soga bajo el fuerte sol para atraer a la barca a la orilla llena de charcos, y ahí, en la menudencia de un charco, cabe el mar, tiburones, ballenas, delfines, en la escala de lo humano, cabocios, fulas, barrigudas, con sus distintos tipos de musgo, sus colores transparentes con todos los verdes y todos los azules, sus pequeños seres vivos, como si volaran libres dentro del cielo del agua, la suavidad de su piel de hembra, ahora como dormitando, pero palpitando: sabe que el amante de la marea siempre vuelve, y siempre, siempre la sorprende, sea cuando la invade calmoso, lento como el dulce suplicio de la sed trayendo el agua a la boca, sea agitado, primario, salvaje, atravesando las entrañas más profundas. Sin quererlo, retorcido, ya pienso en ella, en cómo era el dibujo de canto magnífico, extraordinario, de su risa, en cómo lo elevaba al misterio de lo único, las olas de sus caderas. Soy un niño, con una ramita de tarajal, sin sedal, sin anzuelo, pescando en un charco. Siempre he sabido qué noche sueño con ella, y sin saber nada del sueño, sin saber siquiera que he soñado, pero que lo sé porque me embarga durante todo el día una extraña tristeza, un dolor dormido, es la visión, sin ver nada, de la vida, una liviandad que me sorprende: la misma liviandad que sentí con aquél primer beso. Entonces el día es más a la deriva que de costumbre, y es entonces el quedarme la tarde bebiendo vino, sentado a la sombra, a una mesa frente al mar, por fuera de la venta del compadre, que respeta mi oficio de solitario, solo se asoma de vez en cuando, como a ver cómo va el tiempo. «Sin fiebre», le digo. «Pero el mar revuelto en la costa. Trae viento», me dice, es su verso favorito, cambiándole alguna palabra cada día, hace unos días su verso fue «demasiada calma en el mar, algo se barrunta», agita el trapo en el aire, y vuelve a entrar. Graznan las gaviotas. Le leo las rayas de la mano al horizonte. Ninguna señal de lluvia. Ningún rastro da la presencia. El gato se viene conmigo a casa, «¡vaya dos!», parece que nos dice el atardecer que se oscurece.
Es noche de pardelas y de gato negro. Entre ellos me siento, estirando las patas. El placer debería de ser eterno. Gato también se estira, desperezándose, estamos de acuerdo. Antes, Gato ya ha hecho su recorrido parsimonioso por la casa. Ya es su casa. A partir de ahora habré de acostumbrarme a sus idas y venidas, y a preocuparme de tener lejos de sus garras los restos de los versos supervivientes de los temporales y las malas travesías que interrumpieron algún viaje eterno; no me preocupan tanto mis versos lastimosos de orillas, que de todas maneras nunca llegarían muy lejos, náufragos en tierra de nadie. Creo que Gato ha sonreído. Chirrían las pardelas. Y dentro de la noche quieta, sostenida arriba en lo alto --donde el escritor se queda absolutamente solo, despojado también de su soledad, flotando a la deriva en la oscuridad--, por hilos invisibles fabricados por las abejas eternas hijas de un sol, es noche de Pléyades, sostenidas por dos de esos hilos invisibles, metafóricos, minerales, que van a la Osa Mayor y a la Osa Menor, atados a dos norays, también metafóricos, pétreos, hilos que se confunden con los labios que se besan desde sus distancias astrales. Así estamos, sostenidos en esta nada invencible, las pardelas, Gato y yo              


                     
quintín alonso méndez

martes, 21 de noviembre de 2017

La Prosa (22)


De regreso a casa, tarde triste y no sé por qué, compadre, con su cachimba a medio camino entre la mano y la boca, me llama desde la puerta de la venta, sentado en una sillita de madera sin espaldar, «me la hice yo, con madera de barbusano», apoyado en la pared, «te has dejado las lonas», me dice. No llego descalzo a casa, tampoco vacío. Me he traído puesto lo que quedaba de caña en la botella del amanecer, las lonas puestas. Sigue habiendo tristeza, y se desconocen los motivos.       
Me pides, ¡oh, débil!: me pido recordarle al pensamiento que la olvide, pero ¡ah, ilusa vastedad!, cada roce de la brisa la pone aquí, majestuosa, desnuda, infinitamente imposible, recordadora. Sí, yo también salté balcones mientras la veía reír en los ojos lascivos de los otros, yo también trepé muros mientras llovía intensamente y ella había olvidado que habíamos quedado al lado del charco de los patos, bajo el campanario de la iglesia, patos que se ahogaban conmigo bajo el chaparrón, mientras, al fin descolgando el teléfono, chorreando la cabina, me musitaba el metálico perdona lejano, y su voz, ¿aún estremecida, aún palpitándole el sexo?, me decía «ven a casa». ¡Casa! ¡Ah, envoltorio donde no cabe el mar! Donde no caben las palabras. Ir habría sido la tortura maligna de oler a macho y su olor de hembra. Mar mío que me desconoces, tú me salvas. A ti te lo puedo decir, mar, a ti, que solo guardas naufragios: casi la amo, casi me pierdo en ella. Estuve a punto de vivir, de tanto que la amé. No vale de nada decírtelo, eres muro de agua, impenetrable, sordo y mudo, pero ella sabrá leerte, cuando se acerque a leerte –se acercará-, tardíamente, pero se acercará, con las sombras lechosas de un amanecer aún con hebras de noche, el olor a sexo impregnado en la piel, en el aire, en cada rincón de la vaciedad, dile que no la quiero nada, que la quiero toda. Ya no me duele donde me dolía. Ahora me duele aparte de mí, separado, como si en mi interior hubiese un patio que utilizo como cementerio  que no visito. Yo estoy en la barca, sin infancias, las infancias en la escuela, donde son sometidas, anuladas. A estas horas tempraneras, vacía la costa. Aún duermen los que viven. ¿Y por qué ella con su naturalidad irresistible se sienta en la barca y me sonríe, sosteniendo el mar en su regazo, abarcándolo? Transparentes las aguas, sin recuerdos, pero dentro de una llovizna mansa para recordarme que el otoño quizás todavía exista en alguna parte, fuera de mí, de la edad, fuera de este tiempo inmóvil que no se detiene. En el parte del día figura un sábado sin noticias, con nombre azul pálido de noviembre. El desconocimiento de la causa produce el efecto de la búsqueda. Ni el mar ni yo sabemos de días de fiesta, o será que cada día es una fiesta, un tinglado mágico de sonidos y silencios desparramándose por la costa. Un pescador de tiempos, sombrero afianzado en la cabeza, busca carnada entre las rocas, hurgando en la humedad negra de la arena. En la tarea de escribirle el parte del día, como si ella estuviese esperándolo con anhelo para leerlo y releerlo una y otra vez, saboreando cada sabor marino y paladeando cada color carnoso, sintiendo en su piel, en el rostro, los matices climáticos de las horas, ilusamente me magnifico, en esos breves momentos me hincho de satisfacción y me siento escritor y un poco poeta, pongo lo más recta posible la espalda, simulo hundir la mirada en pensamientos profundos, de modo solemne mis dedos deslizan el lápiz por el papel rugoso, y no encuentro palabras pero alzo la vista y extiendo la mirada por el océano, poniendo cara de palabras encontradas, de imágenes conseguidas.

quintín alonso méndez

sábado, 18 de noviembre de 2017

La prosa (21)


El doctor me dice que es normal dentro de lo que cabe, que cada vez los sentiré con más frecuencia, picotazos inesperados, agudos, insoportable puro dolor instantáneo en cualquier parte del cuerpo, en la frente, en la planta del pie, en la punta de un dedo, en los lóbulos de las orejas, en la sien, en los ojos, que contra eso no hay nada, más que cuidarse, cuidarse de las comidas y las bebidas, guardarse de los excesos, hacer ejercicio, y todo con mesura, con mucha mesura, células que se mueren, órganos pudriéndose, la pus engendrándose dentro. Ley de vida, me dice, tan campante, y encima me cobra. La caña de la mejor parra del mundo me alivia las heridas de la garganta y las entrañas, pura esencia del alcohol para quemar las penas remolonas, hago un gesto con la mano para quitarme esta maraña ensalitrada de la cara y me doy cuenta asombrado de que ese gesto es de ella, la venta en su hora exquisita, que se abre y se inicia con el pulso del amanecer, suavidad en todo, hora en que el aire es de terciopelo, aún las cosas desperezándose, alertadas como un gato por los seres vivos que se van despertando. Ni el compadre, ordenando latas en conserva a un lado del mostrador, tan concentrado que da la imagen de estar construyendo un altar, se acuerda de que estoy aquí, mordiendo la caña con la lengua, con la sangre y con los dientes que me quedan, aquí a un lado, cerca de la ventana, sentado sobre unos sacos de nueces, sin ardillas, sin piñones, una cachimba en el alféizar de la ventana abierta, al lado el par de lonas. Oigo la música de metales de las latas de conserva chocando entre ellas, resbalándose, cayéndose como torres de arena, magníficos los dedos de compadre, elevando de nuevo la arena en el aire, las latas, consiguiendo el milagro de que las torres, al fin, se sostengan, sólidas, láminas horizontales de plata. Entonces, sí, se acuerda, y se acerca con la botella de caña, «malos tiempos, compadre», me dice, y lo entiendo: no hace un mes que enterramos a su esposa en el cementerio de la cuesta, a mitad de la loma, mirando al mar. Una araña cuelga como un resplandor de un rumor de presagios. Bebemos, esperando a que el sol entre por la puerta, entonces me iré a mi trabajo en la costa y compadre al suyo, a cargar la cachimba. Nos salva la soledad. Color de soledad es el color del día de hoy. En lo más alto, por encima de la frente del alba, es de un gris remoto o viejo, como de plata antigua, de canas sin lustrar, ya demasiado envejecidas. La luz solar hace que la herrumbre brille como oro tostado, enriquecido. En la tarde es color de clima, cálida la quietud azul, acariciada por el paisaje más surrealista del mundo, posado en paz, en la ausencia de todo pensamiento. Del color de la noche resplandeciente es el azul ennegrecido que cierra los párpados. Y antes de la caída absoluta de todos los tiempos, el nombre de ella se me posa en los labios. Sopla brisa dulce en mis soledades. Detengo el espacio del tiempo, en él me hundo.
quintín alonso méndez

miércoles, 15 de noviembre de 2017

La Prosa (20)

Fotografía de hogar, de otros tiempos o de otros lugares, con la luz del oro viejo ardiendo en la leña, cálidas las penurias. Se ha ido olvidando de hacerse preguntas, o ya no se las hace a propósito, sabiendo que no hay respuestas. «Si desea leer, puede hacerlo, ¿sabe leer?». Cómo le dice, sin que se ofenda, que ese libro lo escribió él, que lo parió palabra a palabra, montando una catedral, un asilo para locos, y sobre todo, que suyos son todos los silencios, los archipiélagos, las noches que no están, sin estrellas, como si la noches no existieran porque están hechas para el reposo, falsos guerreros, los silencios desnudos, en los huesos, entre las frases que sentencian y las frases pecaminosas de la ingenuidad. Dejando caer los hombros y la mano le da a entender, con un gracias dentro, destilándose entre los dedos, que no le apetece o que no sabe leer, tanto da. Viene de raíces viejas en donde hasta ayer mismo nadie leía, no había necesidad y tampoco había tiempo, siempre cosas por hacer, batallando con la tierra. Era saber sumar con palitos de madera para que no te engañaran y saber leer lo justo para buscarte en el testamento. Lo demás eran pamplinas, cosas de burguesitos, mediocres, claro, peligrosos, traicioneros, claro, metidos a jugar a falsos comunistas siendo jóvenes, pobres, bajándose a las trincheras porque necesitados de hembras, de mujeres con las caderas y las ganas puestas, pobres pero culpables, indecentes, padres de lo que tenemos, padres de la agusanada patria que tenemos. ¡Qué viejo te hacen los recuerdos! Mira al hombre, por qué no, y deja que lo mire, y están diciéndose «¿de qué mentira venimos?». Incrustados entre los cardones y los cornicales. El viento no separa, no une, sencillamente es un grito del mundo, que se rebela pero que caerá en saco roto, como parte de la religión de los que no creen en religiones. «¿Usted lo ha leído?», y Hombre le señala al pobre libro, desabrigado sin el polvo del olvido, despertado del sueño de la eternidad, «no, pero siempre lo leo», le dice el hombre, observando cómo entran millones de partículas del oro más puro, más dorado, más viejo, venido de vuelta, por una rendija de la pared. Mediodía avanzado. Se va la luz hacia el poniente. «¿Y usted?». «No, nunca lo leeré». La rendija de oro en polvo atraviesa a Perro de parte a parte, brilla reluciente su pelambre azabache. Un volcán va a entrar en erupción. El silencio del hombre, injusto el silencio impuesto por Hombre, hace que diga palabras en voz alta, no por obligación, por cortesía, por respeto a quien los ha acogido sin hacer preguntas, «pero quisiera escribirlo de nuevo», «¿para qué?, ya está escrito». Rotundo el silencio, redondo. Perfecto. La verdad tiene dos alas. El equilibro. La pesa romana donde madre pesaba los peces muertos. Vivos los ojos, escribientes. Los ojos de Perro, contándole que el origen viene de la nada, del soplo de un suspiro que se rompió. Brindan con vino del terruño, uvas, sangre, lágrimas, lenguas dulces en las sonrisas húmedas de los besos. «¿Este libro lo escribió usted?», le pregunta por fin el hombre, sacando otra botella de vino de debajo de la tierra y el queso de las flores de la alacena del amor que se fue, «en esas estoy», y ya el vino es el río por el que nunca navegó. Perro lame las gotas sueltas que caen en el suelo de tierra, lisura por donde resbalan y son tragadas las pisadas que sueñan. Pero tierra firme. En confianza. Tierras del mar, como las tierras del libro. La droga, la adicción enfermiza que mata, de la soledad, es la sed. La soledad necesita sed, más sed, más, más sed, no agua. El agua para el campo, la sed para la soledad.
La escritura ha de ser magistral, soberbia, carnal. «El mundo está al revés, está escrito antes de ser vivido»           

                   
                                                               quintín alonso méndez


domingo, 12 de noviembre de 2017

La Prosa (19)


¿Y alguna vez escribió por ella y para ella? No se acordaba, pero no le extrañaría nada porque ya no va extrañándole nada. Va conociéndose, dentro de lo desconocido que cada vez le resulta más todo, empezando por él mismo. Desconocido y ajeno. ¿Quién iba a decirle que iba a encontrarse en estos momentos de su vida perdido en medio de un misterioso planeta del que lo ignoraba todo, hasta de qué materia está hecho? Perro feliz, sin querer despertarse, suspirando animal dentro del sueño. Y si alguna vez escribió, ¿escribió sobre lo desconocido, escribió sobre el mar? Porque el hombre le dice que se escribe sobre lo que se desconoce, pero que se sueña o se barrunta en sueños. No recuerda nada. Es el mejor resumen de una vida, nada. Ni siquiera recuerda un solo verso de Nazim Hikmet, que le susurraba versos, amagos de versos, mientras montaba guardia en las noches heladas a las puertas del calenturiento desierto diurno; su tierra ahora, su casa, el desierto. El hombre le aconseja que coma. Perro abre los ojos. Los inunda una extraña paz, es el hermoso olor de ternura errante que habita tan solitariamente en las ausencias de los antepasados. Se hace el silencio, brusco, que Perro sabe romper. Con su larga cola azabache, mueve la habitación, desaloja el viento, lo enmudece por un instante. Hora de alimentarse. El hombre y Hombre se encuentran en los ojos. Existe la orilla. Perro la camina. Olfatea las palabras que brotan y se deshacen como olas mansas en la arena, Hombre lo intuye a través de los ojos del hombre. Hombre no quiere café, solo agua, pero pide la eternidad del olor a café haciéndose café, quedándose suspendido en el aire, poniéndole hogareña materia cálida con cuerpo al tiempo. Perro atisba un descanso fúnebre: descansan las tristezas, o se hacen fuertes, calladamente. Respiran como setas. Humedad escondida o muerta, que mata los huesos. Es la sequedad del todo, que se avecina, que ya fue sequedad, de cuando la nada. «Este libro dice que somos los protagonistas de un circo», pero Hombre no lo oye, está ensimismado escuchando el vacío del todo. Vacío que Perro quiere romper, arañando en la puerta, y el viento se sorprende, por un instante de nuevo se detiene, calla, también quiere escuchar, ¿qué música es la que se oye?, Hombre aprovecha el instante y abre, deja de escucharse, todo como en ruinas en ese todo, deja que Perro salga, precipitado. El viento retrocede. Es el impulso del fanático. Ahora grita la casa, desgarrándose. No saben qué decirse, acostumbrados al silencio. «Aquí está todo escrito», y el hombre, con la palma de la mano, quitándole el polvo, importuna al libro, lo saca de su tumba silenciosa. Ha entrado el ruido en la casa. Vuelan las hojas de todos los libros, mariposas muertas. Sí, aquella mujer, la que luego sería su esposa, traía viento, todos los vientos, en la brisa de su piel. Llena de libros. Su piel. Su brisa. Era el resumen de la belleza, fue su santuario. Ahora lo recuerda nítido, fueron sus primeras palabras, acercándose a él, «tú escribes». «Nadie lee», le dice el hombre, estirándose los tirantes, creciendo más su delgadez, creciendo más la ausencia de ella. Hizo que los días fueran mágicos. Asesinos. Hombre le dice, preguntándole cuánto durará el viento, que ya nadie escribe, porque ¿qué fue antes, lo escrito o lo leído?, porque empezando por él, se escribió una carta para así leerse, ir aprendiendo a leerse, a encontrar o al menos buscar, buscarse, entre las palabras, dentro de ellas, y era asombro, sorpresa, ¿quién había escrito aquello? Arañazos en la puerta. Hombre traspasa los muros de la casa y ayuda a entrar a Perro, empujando a favor del viento, en contra del viento. «Para cosas como éstas hemos venido al mundo», dice el hombre, después del apuro, de sacar fuerzas de donde no las hay, de volver a atrancar la puerta. Perro suspira, «mi humano está loco», y se vuelve a su lugar tranquilo, bajo la mesa.

quintín alonso méndez

viernes, 10 de noviembre de 2017


La Prosa (18)


Acto o día cuatro. Es un sueño y sobre el duro suelo, la blandura es entonces la palabra femenina más carnal, abrazo mórbido del cuerpo con la noche, en la oscuridad.

 Las pocas fuerzas que con esfuerzo se consiguen recuperar, cada vez se gastan más pronto, sin apenas esfuerzo. Para entonces, ha de hacerse más lenta la marcha, más sabia la lejanía, prudentes sus actos. Comprender que no importa a la hora que se llegue, si es que se llega, o aunque se llegue tarde y sea entonces el descubrimiento del abismo irremediable del dolor. Lo despertó el perro con sus dos patas delanteras sobre el pecho. A Perro no lo despertó el descenso de la noche al alba. Lo despertó el viento, con sus ráfagas secas y ruidosas, como si esas ráfagas ventoleras trataran de levantarlos, a él y a Hombre, y pretendieran lanzarlos a la niebla arenosa, tragadora, del aire turbio. La primera sensación es de ceguera, ardiendo los ojos ante el vendaval de aire arenoso, caliente, sin oxígeno, el aire quemado. A tientas buscar la puerta, más que puerta un pesado muro de piedra, a duras penas empujándola contra el viento, cerrándola al fin, Perro buscando protección bajo la mesa, ronquidos del hombre que vienen desde la parte más lejana de la oscuridad, Hombre se sienta, buscando aire, en una silla de madera, junto a Perro. Aún el día no va a despertarse. Tiene tiempo para ponerse a pensar en el viento de su pueblo, ¡qué lejos está todo!, viento que fue de infancias agarrándose a los árboles, luego de años secándose con el paso del tiempo. Sabe que ahí afuera, antes de que el viento ladrón hiciera su aparición, estaba soñando. Lo sabe porque siente una extraña y dulce calma. Nunca ha conseguido rescatar un sueño si al despertar ya es olvido, por mucho que escarbe y esfuerce la mente, precisamente la gran enemiga de lo que se sueña. Hoy no es distinto. Perro es más afortunado, se dice, mirando al perro, que plácidamente duerme, prosiguiendo en su sueño de magníficos huesos y amorosas perras. ¿Qué soñó, que el dolor no le duele? «La vida es rara», le dice bajito a Perro para que el viento no lo oiga, en lo que alonga con esfuerzo la mano, sorprendido él, sorprendida la mano, ante la visión de un viejo y grueso libro sobre el pequeño mueble donde el polvo del lugar se ha ido posando cómodamente. Hacía tiempo que no tenía un libro entre las manos. Cruje la casa y crujen los huesos del hombre que se acerca despacio, venido desde las sombras, subiéndose los tirantes del pantalón, «solo es el Quijote, poesía», dice el hombre, dando los buenos días, «pega fuerte, eh», y señala hacia la puerta atrancada, Hombre asiente, devolviéndole el saludo, Perro no quiere despertarse. Le parece que tiene horas por delante para ver la dirección del viento y esperar a que desfallezca para entonces proseguir el camino, a contracorriente, también desfalleciéndose. No va a preguntarle al buen hombre si el mar está lejos, no quiere el desánimo ni tampoco la falsa esperanza. Quiere ser sorprendido. Por última vez. Cerrar el círculo. El hombre se le adelanta, «el mar es un misterio», y mira hacia el libro. Hombre se pregunta si alguna vez escribió. Tan lejano todo. La primera vez que se sorprendió, estaba receptivo, como ahora. Pasó a su lado, casi rozándolo --ella en su mundo, sin enterarse de su paso fugaz--, la mujer que, como este viento seco, quemador, iba a cambiarle el carácter, mejor dicho, iba a empujarlo a su carácter predestinado.

quintín alonso méndez

martes, 7 de noviembre de 2017


La Prosa (17)

No, no estoy haciendo tiempo. Si miras con detenimiento verás que no me ves. El adiós fue hace tiempo. Ahora hablo solo. Pero es el empeño morboso de querer explicarme las cosas, de resistir, es decir, de cerrarle los ojos a lo que ya me tiene cogido de las manos. La muerte. Esa es la maldita palabra, un querer disculparme siempre. Lo pensé siendo un chiquillo, entrando en aquél largo y ancho pasillo de tierra dura y húmeda, curvada como caderas de mujer, protegido por un arco exquisito de palmeras y bancos predispuestos para la excitación que anula, embrutece, un vulgar y burgués paraíso, con ejércitos de ratas domesticadas en sus alturas de cielos, «estoy incumpliendo la ley, entrando en territorio privilegiado, solo para los elegidos, aunque vigilantes me dejen entrar y salir, como si no se dieran cuentan, ignorándome, aparentando indiferencia». Eso pensé, eso pienso mientras con el rastrillo de hierro peino la orilla, lastimando las conchas vacías. Voy a dejar de tomarme en ayunas la miel de palma con limón, me desbarata la mente, y, pobre imbécil, me hace sentir fuerte, poderoso. El placer único, inmaterial, de meter los pies desnudos en los charcos ¡y que sea feliz el mundo! Hoy no hay parte, el calor sofocante del día destroza la ternura de las rocas, destripa los geranios, pudre los sueños en la sed, achicharra la humedad de los labios, es un adiós inconmensurable. ¡Arde la luz! Arden todos los sueños, vómitos de tristeza acuden a la realidad, la sangre enferma. Sí, sé que la mujer de los horarios menstruales no me tuvo en cuenta, y yo hice como que no me di cuenta, tan bajo me vio, al servicio de la comunidad costeña, limpiando la costa, tan bien que se la ve, libremente atada a su hombre bueno. La mujer es sabia, sabe de las infancias huérfanas del hombre. Pisar el suelo me lo enseñaron los viejos cuando era un chiquillo. Lo olvidé para recordarlo a buenas horas. Caen abanicos violetas y encarnados con el ocaso de la tarde. En la vuelta me he olvidado o me he querido olvidar de pasarme por la venta y comprar unas lonas, sin ganas de ver a nadie, y por los mismos motivos distintos, sin ganas de ver al cura, al filósofo, al feliz de la vida, al infeliz, a la mujer de las flores. Entro descalzo en casa y ya oigo la música que ella ponía para esperarme. Ausencias de gatos por todas partes. Mientras cocino cenizas en la sartén, el cigarro humeante en el plato, me acuerdo del cuento del sol y la sombra. Nunca se encontraron en la luz. Oigo un grillo solitario en medio de la noche, ¿de qué mundo perdido vendrá, o es que será cierto que la vida solo es pasado, que el presente es el prólogo del pasado? Desde aquí en lo alto, en la noche, las luces del barco insinúan el horizonte, pero invisible la orilla, ¿la orilla es el presente? Me miro las manos. Nada. Nunca hicieron nada. Me causan tristeza mis pies tristes, doloridos, hinchados, metidos en el cenicero, en agua caliente y vinagre     
quintín alonso méndez


      

sábado, 4 de noviembre de 2017

La Prosa (16)

Esta mujer que ahora me pregunta por los horarios de las mareas, lleva lunas en sus ojos, piedras afiladas con musgo en las manos. Amable, me mira y hace que me escucha desde sus alturas. Luego se despide diciendo un «gracias» de plástico, como desde la otra acera. Un hombre sonriente, alto, muy alto, la espera arriba, en el paseo. Es un hombre bueno, la espera con una sonrisa y la recibe con un gesto suave de la mano acariciándole el rostro, quitándole lo turbio por obra del salitre y de los horarios de las mareas. Cuando ella me dijo «¡qué bueno eres!», me estaba diciendo «tengo un amante», o varios, qué más da, pero me estaba diciendo, angelical su mirada, «eres bobo y por eso me gustas, me gusta pasear contigo, cenar contigo, hablar contigo, viajar contigo, dices cosas que me embriagan, y me llevas a la paz aunque calles», «pero…» pero nada más, quizás un «eres entrañable», o algo así, «y te quiero mucho», redondeando la fealdad, nada más, nada más cruel, nada más lejos de la medida de la distancia, es cuando las lágrimas, fuera lágrimas, la certeza, no te dejan decir nada, además, ¿para qué? Todo se vuelve mentira de pronto, mi yo se hizo en un instante, gigante, en la mentira que siempre fui. Callé, me levanté, me fui, llegué a Ítaca, me confirmó la nada, pueblo de muertos, cementerios vacíos, hueco todo, hueco el silencio, el dolor, hueco el sentido de las palabras. Confirmación del no regreso, de la mentira del regreso. La soledad ni espera ni miente, solo sonríe socarrona, como esa barra del bar que sabe que volverás, y más pronto que dentro de un rato. Por eso el brindis ante la costa, ajeno a la vida, pero dentro de la vida, indiferente a la vida humana, esa vida que solo está satisfecha si mata, devora, chupa la sangre. La mujer de las mareas, de los horarios, de las dos lunas en sus ojos, se va, entrelazada al hombre bueno, alejándose de la costa. ¡Qué bien!, qué bien que aún haya vida buena, que yo veo aunque sea desde una costa aislada, sacada de la materia del mundo. ¡Ah!, pisar en el suelo es posible que también sea mágico, inmenso, sobrenatural. Le doy la espalda a la bondad. Soy el maligno que se reconoce, ¡ah, qué bella la tarde, qué hermoso el silencio de todos los instrumentos musicales, república de los silencios! Y qué estúpida la guitarra apoyada en la pared que espera el momento oportuno del romántico encuentro, incrédula.
quintín alonso méndez

miércoles, 1 de noviembre de 2017

La Prosa (15)

«No te sientas importante, quiero decir que no te sientas culpable», le digo a mis pensamientos.
Ya sé que mi vocación de no perder de vista el mar es enfermiza y enferma. En cierta ocasión le dije a mi madre que la poderosa adicción que siento por el mar sin duda es debida a que nací en el mar de su vientre. En su mar. Y moriré en sus brazos de agua. El vientre de madre me llama y no puedo alejarme demasiado.
Muy de cuando en cuando me hago café por las mañanas, ese olor envolvente, cálido, que aún me seduce, de esas veces que el azúcar me picotea en las venas y me pide café con el añadido del veneno de la leche condensada, dulce y golosa droga. Hoy es uno de esos días, apenas si empieza a clarear. Lo demás no tiene historia, el trabajo me espera, pronto he de bajar a la costa, y mientras me preparo, me digo que ya estoy tardando para quitarle la herrumbre a las herramientas, a ver si me acuerdo y lo hago una de estas tardes. Evito poner música, evito recordarla, de manera inevitable terminaría poniendo la música que ella ponía. El parte de hoy arrastra las letras que me enseñó mi madre y los números que me enseñó el diablo. Con las letras apaño palabras para decirle que hoy es viento seco lleno de arena y fuego, que seca el aire, seca las flores, seca los silencios que chapotean en la soledad. Y me seca el tabaco. La casa se inunda de arena, lo seca todo. Con los números nunca me salen las cuentas. ¿Ella? Apenas sé nada de ella. Apenas sé nada de nadie. Apenas sé nada de mí. Pero me preguntas o me pregunto por ella y sólo sé quedarme callado. Lo extraordinario no tiene palabras. ¿Ella? Dejo que las palabras pasen de largo. El cansancio no deja que las distancias se acerquen. Ella. Vino por venir. Todo viene por venir. Hasta la muerte, que bien podría estarse quieta, vine por venir. También he de quitarle la herrumbre al cerebro, no hago más que pensar en disparates y plasmarlos en lienzos sin óleos. Y con estas lonas ya no se puede caminar. Pues un día descalzo, luego a la vuelta pararé en la venta que tiene de todo. Siento defraudar a las infancias que no crecieron, que esperan en la orilla. Hoy no es día de barca. El mar tumbado, peinadas sus aguas minerales, del azul de las raíces más antiguas, por el tiempo sur, pero la orilla es del viento y de las olas, de los remolinos y el oleaje. Son días estos como venidos del pasado, con recuerdos de que en ese pasado eran igualmente días así, como venidos del pasado. No encuentro un presente donde sentarme. Le pregunto al silencio imperturbable del mar si alguna vez fui algo.

quintín alonso méndez