martes, 7 de noviembre de 2017


La Prosa (17)

No, no estoy haciendo tiempo. Si miras con detenimiento verás que no me ves. El adiós fue hace tiempo. Ahora hablo solo. Pero es el empeño morboso de querer explicarme las cosas, de resistir, es decir, de cerrarle los ojos a lo que ya me tiene cogido de las manos. La muerte. Esa es la maldita palabra, un querer disculparme siempre. Lo pensé siendo un chiquillo, entrando en aquél largo y ancho pasillo de tierra dura y húmeda, curvada como caderas de mujer, protegido por un arco exquisito de palmeras y bancos predispuestos para la excitación que anula, embrutece, un vulgar y burgués paraíso, con ejércitos de ratas domesticadas en sus alturas de cielos, «estoy incumpliendo la ley, entrando en territorio privilegiado, solo para los elegidos, aunque vigilantes me dejen entrar y salir, como si no se dieran cuentan, ignorándome, aparentando indiferencia». Eso pensé, eso pienso mientras con el rastrillo de hierro peino la orilla, lastimando las conchas vacías. Voy a dejar de tomarme en ayunas la miel de palma con limón, me desbarata la mente, y, pobre imbécil, me hace sentir fuerte, poderoso. El placer único, inmaterial, de meter los pies desnudos en los charcos ¡y que sea feliz el mundo! Hoy no hay parte, el calor sofocante del día destroza la ternura de las rocas, destripa los geranios, pudre los sueños en la sed, achicharra la humedad de los labios, es un adiós inconmensurable. ¡Arde la luz! Arden todos los sueños, vómitos de tristeza acuden a la realidad, la sangre enferma. Sí, sé que la mujer de los horarios menstruales no me tuvo en cuenta, y yo hice como que no me di cuenta, tan bajo me vio, al servicio de la comunidad costeña, limpiando la costa, tan bien que se la ve, libremente atada a su hombre bueno. La mujer es sabia, sabe de las infancias huérfanas del hombre. Pisar el suelo me lo enseñaron los viejos cuando era un chiquillo. Lo olvidé para recordarlo a buenas horas. Caen abanicos violetas y encarnados con el ocaso de la tarde. En la vuelta me he olvidado o me he querido olvidar de pasarme por la venta y comprar unas lonas, sin ganas de ver a nadie, y por los mismos motivos distintos, sin ganas de ver al cura, al filósofo, al feliz de la vida, al infeliz, a la mujer de las flores. Entro descalzo en casa y ya oigo la música que ella ponía para esperarme. Ausencias de gatos por todas partes. Mientras cocino cenizas en la sartén, el cigarro humeante en el plato, me acuerdo del cuento del sol y la sombra. Nunca se encontraron en la luz. Oigo un grillo solitario en medio de la noche, ¿de qué mundo perdido vendrá, o es que será cierto que la vida solo es pasado, que el presente es el prólogo del pasado? Desde aquí en lo alto, en la noche, las luces del barco insinúan el horizonte, pero invisible la orilla, ¿la orilla es el presente? Me miro las manos. Nada. Nunca hicieron nada. Me causan tristeza mis pies tristes, doloridos, hinchados, metidos en el cenicero, en agua caliente y vinagre     
quintín alonso méndez


      

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