jueves, 30 de noviembre de 2017

La Prosa (25)


Mientras camina con Perro a su lado, tiene la visión, la inmensidad de la visión: la eternidad, es decir, la inteligencia, está fuera de lo humano, está aquí, pero fuera de lo humano, está en la roca, en el árbol, en la luz que aunque se haga oscuridad seguirá siendo luz. Hombre está ahora en el asombro del instante eterno, no humano, en un instante de otra dimensión, sin tiempo, en el espejismo de un espacio, un resplandor de sol en el verde de las hojas después de la lluvia, palpa con temor pero palpa este instante que sabe único, como un regalo venido de alguna parte del antes de la eternidad, --¿se lo ha enviado ella?--: le ha sido concedida la inteligencia por un instante. Y por primera vez recibe y siente clavada en él la mirada de Perro en sus ojos, mirada humana venida desde lo no humano, desde lo insondable. Instante en que el todo es parálisis, solamente mirada. Un soplo de pájaro en una rama lo devuelve a la tierra humana, Perro frotando el hocico en su pierna con un «estoy aquí». Ante ellos se abre el camino como una boca interminable. Echan a andar. Hombre ya se sabe otro, desposeído de ropajes innecesarios. Se siente mar aunque nunca lo haya visto con sus ojos. Y sabe, ahora sabe: Perro sabrá guiarlo, acompañarlo. El camino tiene verdes menudos en los bordes, a ras del suelo, verdes salpicados de menudas flores lilas, y ahora siente como agua de lluvia en el rostro que la mujer que fue su mujer acaba de olvidarlo, así, con la sencillez de una sonrisa pintada en el aire. Nada más. No le duelen las piernas. La tristeza es otro pájaro. Perro, para más estar a su lado, se ha venido a lo humano. Brilla, como óleo de una piel intocable, el azul del aire. Está aprendiendo a respirar. Es la primera vez que Perro va delante, como un orgullo. Desnudas y enmudecidas por la paz, las palabras brotan invisibles, así caminan, hablando entre ellos. Estas palabras que son la materia, el fundamento de toda materia. Los limones son las frutas del sol. ¿De dónde proviene la risa, de qué rama de qué árbol, de qué femenina sustancia?
Pocas veces se había sentido tan cerca del paisaje, tan dentro, formando parte de él, como otro átomo más de la molécula, ni siquiera cuando araba la tierra y la sentía abrirse seca, desgajándose sus terrones, como le pasaba con las hojas secas del helecho deshaciéndose entre los dedos, tierra dadivosa de carnes prestas y receptivas a la humedad, a incubar las semillas. En el instante súbito como un resplandor de lo no humano, él era molécula del paisaje, una rama de la piedra, arena del árbol, arista de la luz, la madera del libro. Perro y él eran movimiento solar y al mismo tiempo movimiento planetario. Y no era caída ni vértigo, era planicie desde fuera hacia dentro y desde dentro hacia fuera, al unísono, hacia la paz del vacío y descubría, atónito, que no era la luz sino la ausencia de la oscuridad. La revelación: Perro y Hombre eran la misma esencia de lo primario, lo individual que no tenía importancia en la universalidad de los sentidos, dos hormigas en el Universo. Su hombro era hoja de rama de árbol para la mariposa. La mariposa era soplo de brisa, estría del sol, para su cuerpo errante. El latigazo de dolor en la cadera desgastada era el grito mudo último de la hormiga aplastada por sus pasos inoportunos. Todo llevaba a la conciencia del respirar, a su cadencia, al sabor del aire, envuelto en la sinfonía de los insectos. Perro y él, dos insectos, una insignificancia fugaz del Universo. «Vencimos al viento, amigo», le dice a Perro, «lo hemos dormido». Descubre, ¡ah, qué tardíamente se descubre lo cierto!, que la duda esencialista –amar es huir o huir es amar— ya no tiene importancia. Vivir es nada. Es tan asombrosamente nada como nada es la insignificante magnitud del presente. Ni a soplo llega. Percepción del soplo. Perro se detiene en la loma y se posa en sus patas traseras, olisquea la belleza, disfrutando el paisaje del valle, y él se sienta en lo alto de una roca, a su lado. Es torpeza incrédula palpar el presente, y palpa el olor a tomillo, a orégano, y con los cambios sutiles de la brisa le llega el olor ceniciento del incienso. Cada presente es el primer beso, si acaso es que alguna vez discurrió el primer beso, oculto o perdido en alguna parte de este planeta, esa sensación postrera, nada más dejar de ser presente, de que será el último beso. Pero ahora cada golpe de respiración es un beso. El latido del pensamiento. Había verbena de verano en la plaza del pueblo. Bajó porque la música entraba por la ventana abierta de su cuarto y le resultaba imposible cerrar los ojos e irse al sueño. Era verano y era luna llena. Y tenía sed. Una sed extraña. Bajó despacio, con las lonas blancas, el pantalón blanco, la camisa blanca, fumando y aspirando el sabor veraniego de la noche, sensual, con violines de grillos y cigarras, con rumores graves de ranas, perfilándose como una herida de plata el alargado reguero lechoso de la Vía Láctea. El aire desnudo. Fue lo primero que vio, dentro del ámbito de luz que producían las bombillas que rodeaban y atravesaban en diagonal la plaza, vestidas con finos plásticos de colores. Bajo ese arcoiris a cuatro aguas, luz dentro de la mancha de luz: su blusa azul, su cabellera que brillaba como una hoguera. Ya no veía nada más. Solo ese resplandor de luz. Se quedó en la oscuridad un buen rato, fumando en las sombras, simplemente mirándola. Se movía diosa, con gestos de diosa. Luego se fue directamente a la cantina, apoyándose en la gruesa tabla que hacía de mostrador, de espaldas a la vida, que la sentía palpitar detrás suyo. Pero antes miró a lo alto, a la inmensidad nocturna, de violines y contrabajos, ¿dónde estaba su estrella, acababa de localizarla, de descubrirla? ¿Era real? Perro mete la cabeza en su rostro, hace que las imágenes se evaporen, el azul limpio lo ciega. Perro tiene razón. Se pone en pie con pereza. Amoroso el paisaje, tierno en su soledad tranquila. «Sí, vamos», le dice a Perro, frotándole la cabeza. Le enternece la felicidad de Perro.   

quintín alonso méndez


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