sábado, 4 de noviembre de 2017

La Prosa (16)

Esta mujer que ahora me pregunta por los horarios de las mareas, lleva lunas en sus ojos, piedras afiladas con musgo en las manos. Amable, me mira y hace que me escucha desde sus alturas. Luego se despide diciendo un «gracias» de plástico, como desde la otra acera. Un hombre sonriente, alto, muy alto, la espera arriba, en el paseo. Es un hombre bueno, la espera con una sonrisa y la recibe con un gesto suave de la mano acariciándole el rostro, quitándole lo turbio por obra del salitre y de los horarios de las mareas. Cuando ella me dijo «¡qué bueno eres!», me estaba diciendo «tengo un amante», o varios, qué más da, pero me estaba diciendo, angelical su mirada, «eres bobo y por eso me gustas, me gusta pasear contigo, cenar contigo, hablar contigo, viajar contigo, dices cosas que me embriagan, y me llevas a la paz aunque calles», «pero…» pero nada más, quizás un «eres entrañable», o algo así, «y te quiero mucho», redondeando la fealdad, nada más, nada más cruel, nada más lejos de la medida de la distancia, es cuando las lágrimas, fuera lágrimas, la certeza, no te dejan decir nada, además, ¿para qué? Todo se vuelve mentira de pronto, mi yo se hizo en un instante, gigante, en la mentira que siempre fui. Callé, me levanté, me fui, llegué a Ítaca, me confirmó la nada, pueblo de muertos, cementerios vacíos, hueco todo, hueco el silencio, el dolor, hueco el sentido de las palabras. Confirmación del no regreso, de la mentira del regreso. La soledad ni espera ni miente, solo sonríe socarrona, como esa barra del bar que sabe que volverás, y más pronto que dentro de un rato. Por eso el brindis ante la costa, ajeno a la vida, pero dentro de la vida, indiferente a la vida humana, esa vida que solo está satisfecha si mata, devora, chupa la sangre. La mujer de las mareas, de los horarios, de las dos lunas en sus ojos, se va, entrelazada al hombre bueno, alejándose de la costa. ¡Qué bien!, qué bien que aún haya vida buena, que yo veo aunque sea desde una costa aislada, sacada de la materia del mundo. ¡Ah!, pisar en el suelo es posible que también sea mágico, inmenso, sobrenatural. Le doy la espalda a la bondad. Soy el maligno que se reconoce, ¡ah, qué bella la tarde, qué hermoso el silencio de todos los instrumentos musicales, república de los silencios! Y qué estúpida la guitarra apoyada en la pared que espera el momento oportuno del romántico encuentro, incrédula.
quintín alonso méndez

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