La Prosa (23)
Ahora que lo pienso, siempre fui a lo que no tiene regreso. Y
no escribo nada, pero me siento importante con el lápiz en la mano, la visión
de la belleza ante mí, la mirada del hombre que me mira porque su pareja me
mira, todo apacible, sin hacer daño: no soy guerrero, miro hacia el otro lado,
donde el gato triste ya no es azul, sino del color sucio y penoso del abandono.
«Estamos en el mismo barco, compañero», le digo, y en esos instantes a los dos,
al gato y a mí, nos parece sentir que nos crecen alas, alturas a ras de tierra,
escribo «alas» en el papel y la página de pronto está habitada. El olfato se
abre a los olores más íntimos, gruesos como el tacto de la mano que tira de la
soga bajo el fuerte sol para atraer a la barca a la orilla llena de charcos, y
ahí, en la menudencia de un charco, cabe el mar, tiburones, ballenas, delfines,
en la escala de lo humano, cabocios, fulas, barrigudas, con sus distintos tipos
de musgo, sus colores transparentes con todos los verdes y todos los azules,
sus pequeños seres vivos, como si volaran libres dentro del cielo del agua, la
suavidad de su piel de hembra, ahora como dormitando, pero palpitando: sabe que
el amante de la marea siempre vuelve, y siempre, siempre la sorprende, sea
cuando la invade calmoso, lento como el dulce suplicio de la sed trayendo el
agua a la boca, sea agitado, primario, salvaje, atravesando las entrañas más
profundas. Sin quererlo, retorcido, ya pienso en ella, en cómo era el dibujo de
canto magnífico, extraordinario, de su risa, en cómo lo elevaba al misterio de
lo único, las olas de sus caderas. Soy un niño, con una ramita de tarajal, sin
sedal, sin anzuelo, pescando en un charco. Siempre he sabido qué noche sueño
con ella, y sin saber nada del sueño, sin saber siquiera que he soñado, pero
que lo sé porque me embarga durante todo el día una extraña tristeza, un dolor
dormido, es la visión, sin ver nada, de la vida, una liviandad que me
sorprende: la misma liviandad que sentí con aquél primer beso. Entonces el día
es más a la deriva que de costumbre, y es entonces el quedarme la tarde
bebiendo vino, sentado a la sombra, a una mesa frente al mar, por fuera de la
venta del compadre, que respeta mi oficio de solitario, solo se asoma de vez en
cuando, como a ver cómo va el tiempo. «Sin fiebre», le digo. «Pero el mar
revuelto en la costa. Trae viento», me dice, es su verso favorito, cambiándole
alguna palabra cada día, hace unos días su verso fue «demasiada calma en el
mar, algo se barrunta», agita el trapo en el aire, y vuelve a entrar. Graznan
las gaviotas. Le leo las rayas de la mano al horizonte. Ninguna señal de
lluvia. Ningún rastro da la presencia. El gato se viene conmigo a casa, «¡vaya
dos!», parece que nos dice el atardecer que se oscurece.
Es noche de pardelas y de gato negro. Entre ellos me siento,
estirando las patas. El placer debería de ser eterno. Gato también se estira, desperezándose,
estamos de acuerdo. Antes, Gato ya ha hecho su recorrido parsimonioso por la
casa. Ya es su casa. A partir de ahora habré de acostumbrarme a sus idas y
venidas, y a preocuparme de tener lejos de sus garras los restos de los versos
supervivientes de los temporales y las malas travesías que interrumpieron algún
viaje eterno; no me preocupan tanto mis versos lastimosos de orillas, que de
todas maneras nunca llegarían muy lejos, náufragos en tierra de nadie. Creo que
Gato ha sonreído. Chirrían las pardelas. Y dentro de la noche quieta, sostenida
arriba en lo alto --donde el escritor se queda absolutamente solo, despojado
también de su soledad, flotando a la deriva en la oscuridad--, por hilos
invisibles fabricados por las abejas eternas hijas de un sol, es noche de
Pléyades, sostenidas por dos de esos hilos invisibles, metafóricos, minerales, que
van a la Osa Mayor y a la Osa Menor, atados a dos norays, también metafóricos,
pétreos, hilos que se confunden con los labios que se besan desde sus
distancias astrales. Así estamos, sostenidos en esta nada invencible, las pardelas,
Gato y yo
quintín alonso méndez
No hay comentarios:
Publicar un comentario