lunes, 27 de noviembre de 2017

La Prosa (24)

Acto o día cinco. Susurros de barco encallado en medio de la estancia desprotegida, sin paredes, de la sed. Susurros producidos por un viento reseco venido de otro planeta. Dentro del barco, construido con la madera transparente del agua, viven los sueños, sin mar, sin cielo.  

Después de horas y horas de cháchara, al fin --como si recuerdos latientes, esos recuerdos a los que nunca se les irá el dolor, necesitasen por una vez salir a la superficie de la palabra hablada, respirar, coger aire, almacenarlo, y regresar de nuevo adonde se guardan los silencios más guardados, y al fin descansar en paz--, descuartizando el libro pero lamiendo las palabras, Hombre y el hombre, consumidas las tres botellas de vino, las flores del queso, se sienten vencidos. Se hunde cada uno en su mar incompartible. Perro ha necesitado entrar y salir varias veces: es su juego favorito: luchar contra el viento: retarlo y retarse: vencerlo y vencerse. El péndulo de la vida. «Mañana será el fracaso del día, todo por los suelos. Pero será un inicio», musita el hombre, tambaleándose, trabajando con esfuerzo las palabras, con el libro en las manos, pobre libro sacado del tiempo sin la protección en la piel del polvo fino de las piedras, de la tierra misma, desmembrado el libro desmembrado el hombre, dirigiéndose tambaleante a lo más oscuro, a su falso pero irresistible descanso, los tirantes caídos sobre los muslos harapientos, flacos, la camisa blanca de algodón, de cuello redondo con su hilera de botones que parecen islotes de lava hecha piedra, y mangas bajas arremangadas hasta los codos, con manchas de uvas, restos de sangre, ya seca, de los naufragios. Hombre y Perro se quedan a solas. Durmiéndose o muriéndose, alguna vez será la misma acción, el mismo verbo. Es cuando los versos, burlones, salen a pasear, desnudos, suficientes.
«Tenga cuidado, que las noches son tramposas y juegan a cambiarle el sentido a las cosas». Se abrazarían en la despedida si fuesen menos débiles, menos hechos a la sequedad huraña del paisaje, picoteado por las pencas y las zarzas. Perro y el hombre sí se abrazan a su manera, descubriéndose nobles la amistad con la mirada. Momentos en que la soledad muestra el rostro de su destino más agrio, más real. Perro se quedaría más tiempo, se lo dice a los dos hombres con la mirada, plantado en medio de ellos. Pero entiende que este lugar no les pertenece. Además, el mar espera. Los tres desperdigan los ojos en círculo, todo más seco, más solitario, más silencioso. Un gesto de gratitud. Perro le ladra a los restos del viento. El reloj echa a andar, saliendo el sol por las montañas.  

quintín alonso méndez

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