miércoles, 15 de noviembre de 2017

La Prosa (20)

Fotografía de hogar, de otros tiempos o de otros lugares, con la luz del oro viejo ardiendo en la leña, cálidas las penurias. Se ha ido olvidando de hacerse preguntas, o ya no se las hace a propósito, sabiendo que no hay respuestas. «Si desea leer, puede hacerlo, ¿sabe leer?». Cómo le dice, sin que se ofenda, que ese libro lo escribió él, que lo parió palabra a palabra, montando una catedral, un asilo para locos, y sobre todo, que suyos son todos los silencios, los archipiélagos, las noches que no están, sin estrellas, como si la noches no existieran porque están hechas para el reposo, falsos guerreros, los silencios desnudos, en los huesos, entre las frases que sentencian y las frases pecaminosas de la ingenuidad. Dejando caer los hombros y la mano le da a entender, con un gracias dentro, destilándose entre los dedos, que no le apetece o que no sabe leer, tanto da. Viene de raíces viejas en donde hasta ayer mismo nadie leía, no había necesidad y tampoco había tiempo, siempre cosas por hacer, batallando con la tierra. Era saber sumar con palitos de madera para que no te engañaran y saber leer lo justo para buscarte en el testamento. Lo demás eran pamplinas, cosas de burguesitos, mediocres, claro, peligrosos, traicioneros, claro, metidos a jugar a falsos comunistas siendo jóvenes, pobres, bajándose a las trincheras porque necesitados de hembras, de mujeres con las caderas y las ganas puestas, pobres pero culpables, indecentes, padres de lo que tenemos, padres de la agusanada patria que tenemos. ¡Qué viejo te hacen los recuerdos! Mira al hombre, por qué no, y deja que lo mire, y están diciéndose «¿de qué mentira venimos?». Incrustados entre los cardones y los cornicales. El viento no separa, no une, sencillamente es un grito del mundo, que se rebela pero que caerá en saco roto, como parte de la religión de los que no creen en religiones. «¿Usted lo ha leído?», y Hombre le señala al pobre libro, desabrigado sin el polvo del olvido, despertado del sueño de la eternidad, «no, pero siempre lo leo», le dice el hombre, observando cómo entran millones de partículas del oro más puro, más dorado, más viejo, venido de vuelta, por una rendija de la pared. Mediodía avanzado. Se va la luz hacia el poniente. «¿Y usted?». «No, nunca lo leeré». La rendija de oro en polvo atraviesa a Perro de parte a parte, brilla reluciente su pelambre azabache. Un volcán va a entrar en erupción. El silencio del hombre, injusto el silencio impuesto por Hombre, hace que diga palabras en voz alta, no por obligación, por cortesía, por respeto a quien los ha acogido sin hacer preguntas, «pero quisiera escribirlo de nuevo», «¿para qué?, ya está escrito». Rotundo el silencio, redondo. Perfecto. La verdad tiene dos alas. El equilibro. La pesa romana donde madre pesaba los peces muertos. Vivos los ojos, escribientes. Los ojos de Perro, contándole que el origen viene de la nada, del soplo de un suspiro que se rompió. Brindan con vino del terruño, uvas, sangre, lágrimas, lenguas dulces en las sonrisas húmedas de los besos. «¿Este libro lo escribió usted?», le pregunta por fin el hombre, sacando otra botella de vino de debajo de la tierra y el queso de las flores de la alacena del amor que se fue, «en esas estoy», y ya el vino es el río por el que nunca navegó. Perro lame las gotas sueltas que caen en el suelo de tierra, lisura por donde resbalan y son tragadas las pisadas que sueñan. Pero tierra firme. En confianza. Tierras del mar, como las tierras del libro. La droga, la adicción enfermiza que mata, de la soledad, es la sed. La soledad necesita sed, más sed, más, más sed, no agua. El agua para el campo, la sed para la soledad.
La escritura ha de ser magistral, soberbia, carnal. «El mundo está al revés, está escrito antes de ser vivido»           

                   
                                                               quintín alonso méndez


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