sábado, 30 de diciembre de 2017

La Prosa (33)

Es hueca la penumbra de la casa. Le gusta (uno se acostumbra pronto a lo que no está). El jugador de dominó enseguida le procuró la presencia de la doña, dueña del bar y de la casa de dos plantas con azotea donde estaba el bar, a la misma entrada del pueblo según se viene del pasado, al final del pueblo si se está en el presente, y también dueña de una casita al borde del barranco, «con chimenea, ahí detrás mismo, donde los ciruelos y los nísperos». Fue fácil llegar a un acuerdo para un par de días: la dueña le vio «alma de cántaro», y además el jugador de dominó lo tuvo claro desde el principio y la mujer estuvo de acuerdo, «es el mejor sitio del pueblo para ver pasar la lluvia, se lo digo yo». Y aquí estaba ahora, sin saber dónde estaba, mirando hacia el barranco, viendo los colores de la tarde cayendo sobre las piedras, convirtiéndolas en grandes tejas y tinajas, redondas, lisas, coloradas, y sin saber por qué, sin saber que el frío lo está mordiendo por dentro y amenaza con partirlo, enciende la chimenea. Perro se viene a su lado, adonde la lumbre (las cosas que no se tienen mantienen las llamas vivas, crepitando como presencias), arden los fantasmas en la pequeña hoguera, ascendiendo sus cenizas a lo oscuro, y fantasean los ojos, introduciéndose en un bosque en miniatura que arde. La cama está viva, lo calienta enseguida; deja abierta la puerta del dormitorio, por donde entran, temblorosas, sombras de cenizas de lo que fueron fantasmas, la respiración pausada de Perro enroscado a los pies de la cama de hierro, la cabeza apoyada en sus piernas. Va a ser noche de cerrar los ojos y de caminar entonces descalzo por las ascuas de lo que un día no fue. Es como un abrazo sentir la paz de Perro, su filosofía de que el tiempo no tiene tiempo   

quintín alonso méndez



martes, 26 de diciembre de 2017

La Prosa (32)

Piensa que a ella le gustaría la casa, en la estrecha calle empedrada, en pendiente, con el patio interior con helechos y anturios y una pequeña puerta pintada de verde que da a la vereda que bordea el barranco, la ventana del salón que da al paisaje del barranco, y más arriba, ascendiendo, la montaña, con sabores y olores a historia. «Ella», dice, y la nombra en voz alta, mientras Perro ya eligió su buen sitio en la casa, un pesado butacón estampado con diminutas flores lilas y rosas junto a la ventana que da al barranco. «Ella», eso mismo le dijo al presagio de la noche cuando la vio por primera vez, «ella», que iluminaba la plaza y que fue cuando sintió el mismo dolor que iba a dolerle después, o ahora, cuando se empinó de un trago el segundo ron, de espaldas, apoyado en la barra de la cantina, iba a volverse, necesitaba volverse, necesitaba grabarla difusa en lo más íntimo de la mente, y se volvió y la vio, feliz, diosa, confianzuda, bailando, coqueteando con todos, con los hombres y con los más viejos y los niños, triunfante como un regalo; su risa de agua se elevaba por encima de la música de la orquesta, y sintió el mismo estremecimiento que sería a más después, teniéndola en sus brazos, bailando. Sintió lo que era tocar la eternidad. No, no fue esa noche, esa noche se nubló. Su mente se nubló. El tiempo se nubló. El futuro, antes de ser futuro, se nubló. La luz mortecina; las voces, lejanas, muy lejanas, eran apagadas por la música que le llegaba de otro planeta o de las estrellas, y entre la niebla la vio difuminándose en la noche, del brazo de un hombre, ondeándose como solo de esa forma puede anadear el mar. ¿Por eso el mar, ¡el mar!? La  mirada la tiene perdida en el fondo del barranco, donde una cabra está echada, atada a la sombra de un naranjo. No está en ninguna parte. Perro no deja de seguirlo con la mirada mientras recorre, fantasma, la casa, «a ella le gustaría», dice, se mece con fuerza las sienes y hace lo que hacía tiempo se había olvidado de hacer: respira hondo. Le echa la culpa al jugador de dominó, complementado con el vino: se le ha abierto la herida. La catedral más inmensa de todas, la que más impresiona, es la soledad, con su silencio de ultratumba. No deja de tocarla con el pensamiento. «Me persigo a mí mismo», se dice, Perro salta al suelo, se pega a él.
quintín alonso méndez

viernes, 22 de diciembre de 2017

La Prosa (31)


 «Y lo que son las cosas, míreme aquí ahora, felizmente echándola de menos, bebiendo tranquilamente el vino mientras recuerdo las cosas buenas con ella, que dios la tenga en la gloria, pero pobrecito dios, lo compadezco», y le regala una risa ancha sin dientes, «era implacable de día, insaciable de noche, ya usted me entiende, ¡pero si hasta para resoplar tenía que hacerlo a escondidas, encorvado sobre el surco, que no me viera!, si usted supiese las veces que preferí seguir surco abajo hasta el borde del barranco antes de acercarme a donde estaba ella, al final de la huerta, a por un poco de agua, pero sabe usted», aquí la pausa es otro vaso de vino para los dos, «lo que tenía de grande lo tenía de buena, así me dejó, en los huesos, ¿no me ve?, pero ¡qué buena era, y qué mujer!, las cosas como son», se pone de lado para que Hombre no le vea las lágrimas estancándosele horizontales en las arrugas del rostro, «fuimos felices, sí señor, muy felices», resume, alzando el vaso y luego empujándoselo de golpe. A Hombre le duelen muchas cosas. Por desgracia, por cosas del sino, aprendió pronto que es más peligroso el que sirve al amo que el amo. Y también por desgracia aprendió tarde que para pisar en la realidad ajena antes hay que pisar en la propia. Siempre desconfió y se alejó de las muestras de amabilidad, pensaba que toda amabilidad llevaba intrínseca una trampa preparada debajo de sus tentadores ropajes. Pero ahora no piensa en eso, al carajo los pensamientos. Está en el no pensar. Cree que por primera vez en su vida no le importan las consecuencias. No tiene la mente para nada, solamente los sentidos alerta, a la espera de un olor que lo sorprenda, de una brisa distinta que le haga decir «es el mar». No está para hacerse caso ni a sí mismo, rechaza sus propias sentencias, que antes eran dogmas y ahora no son más que pobres frases, «casi nunca se encuentra lo que se busca, solo a veces lo que se encuentra forma parte de la búsqueda». Y hay algo que le sorprende: el desapego lo acerca a los demás: los escucha, oye sus enseñanzas, sus historias del «vienen de vuelta». Hasta en los comentarios más simples, o precisamente en los más simples, aprende, descubre, y se descubre, se ve a sí mismo. Se va conociendo (descubre, según avanza hacia el mar, o eso quiere creerse, que se va conociendo, encontrando, como un regreso). Entiende que a todos nos duelen las mismas raíces y nos alumbran las mismas lluvias, que venimos del mismo polvo de estrellas. No importa lo solitario que sea el camino. Existe el vino, los innumerables puentes del vino. Hoy el día sí lleva en su mirada la luz pálida del otoño, como si la humedad anduviera desperezándose lentamente. Le duelen las rodillas. Es un error cubrir la humedad, hay que dejarla al aire libre, que la brisa, como planta medicinal, como rostro de risco, la vaya desmenuzando, diluyéndola con la luz. «Está lloviendo no lejos de aquí», dice el jugador de dominó, asintiendo pesadamente con la cabeza, leyéndole, no los pensamientos, las sensaciones. «Este es un buen sitio para quedarse unos días y desde donde ver pasar la lluvia», parece que le dice a Hombre y a su vez Hombre a Perro, que también asiente pesadamente, enroscándose más en sí mismo, bajo la mesa.                      
quintín alonso méndez


lunes, 18 de diciembre de 2017


La Prosa (30)

Acto o día seis. Es calma de pueblo blanco con palomas y tórtolas en las pequeñas plazas de piedra, dos barrancos profundos, perpendiculares, partiéndolo en cruz, cruz torcida señalando los cuatro puntos cardinales. Antes del cielo están las primeras cumbres del macizo. Mirando al suelo está la partida de dominó, la botella de vino; la tristeza es una mesa que soporta los años; los recuerdos son más fuertes que el desánimo por lo que se avecina. La luna en el cuarto creciente.

«Tuve parientes por allí, por aquellas tierras, les decían la familia del barranco porque ésas eran sus fincas, se tenían prestadas –sin tener que pedir permiso a nadie porque «el barranco es de los pobres»-- las dos laderas del barranco; y allí vivían, en una casa de piedra asentada sobre una pequeña meseta del barranco, como una pequeña atalaya, ¿me entiende?, semihundidos o semielevándose. Se dedicaban a las remolachas, de eso hace mucho tiempo. Solía ir en los veranos, cuando no había escuela», así le habla el jugador de dominó, mientras cierra la partida con la cabra del tres. Y todo viene del comentario «de su acento me suena, me recuerda al pasado, porque de ahí venimos todos, del pasado», Hombre se dio cuenta de que eso era cierto: viene de atrás, de un lugar al que ya no se puede volver, «vengo de Los Surcos», le dijo, «claro, ya decía yo que me sonaba su deje», y…«tuve parientes por allí… --fue cuando bajó a la mesa otra botella de vino, que pagan los que han perdido-- …¡ay, la vida!, allí la conocí, y entre los surcos… ya se puede imaginar… --la mirada se le escapa a ninguna parte--, la perdición –intenta reír y solo le sale un sonido hueco, eco de territorio despoblado--, los surcos… usted tuvo que conocerlos… eran buena gente a pesar de todo –y ahora es el eco quien suelta la risa falsa del desengaño, del dolor--, allí fue todo y allí fue el principio de la nada», la tarde empieza a oscurecerse, los recuerdos nos descuelgan del tiempo real, hace un presente hermoso habitado por el pasado, y Hombre ya está dándole vueltas a que tiene que buscar una casa para unos días, pero el jugador de dominó, que ya se ha quedado solo en la mesa --los compañeros de la partida han marchado con el saludo de las buenas tardes y las buenas noches: tienen simulacros de hogar y horarios--, no ha terminado de contemplar las fotos antiguas que hacía tiempo no ojeaba, «y murió, sabe, después de dos embarazos malogrados murió… pero fue en los surcos, entre las remolachas… se desangró sin quejarse, nunca se quejó de nada, bueno, de que yo fuera tan torpe, sí», ¿se ha empañado la tarde, su fino cristal de azul pálido, con la brisa fresca que baja de las cumbres, con un vaho de tiempo que viene de atrás?
 
quintín alonso méndez



jueves, 14 de diciembre de 2017

La Prosa (29)


Ahora mismo ahora mismo algún pensamiento está cruzando el camino y me piensa, hace como que se acerca pero se aleja, sigue su camino de pensamiento que se pierde la humanidad, su espalda es ligera y fibrosa como un árbol joven, y sus pasos, sin saber bien el motivo, me recuerdan a un rojizo campo de amapolas. Veo pasar la flecha de un vuelo. Y ahora mismo, ¿en qué playa o fantasía de playa esa inconsciente mujer desnuda ejecuta la danza de lo inconsciente, concienciada en el arco de los sentidos?, ¿a quién reclama, quién es ese cobarde que no se atreve a desandar el camino y enfilar la aventura de la tragedia? Me va a faltar tiempo para completar el círculo de la nada, pero solo ahí está el círculo, la redondez, en lo incompleto. «Estoy de paso, pero voy a quedarme», eso leo en el incendio de este atardecer, que no sé si es el atardecer o el fin del mundo. Inmenso en su fiesta de colores, exultantes las nubes con sus vestidos de seda. Ladra un perro. Se recogen los silencios. Se cobijan. En una fotografía antigua veo la niñez que desconozco, ¿cómo fui?, ¿cómo era mi primera armónica que madre me regaló con todo el amor del mundo, con su cajita tapizada en terciopelo rojo? Era como una hermosa naranja entre mis manos, con música. Beber vino a solas es triste como el frío. Hago una lista de la compra de mañana porque sé que me voy a olvidar, y así, mientras, no la pienso, o pienso en su voz mientras me va dictando lo que hay que comprar, con la música que a ella le gustaba de fondo, como en un decorado mágico.
Va a ser noche larga, lenta y profunda. Tendrá incontables arcoiris debajo de los párpados. Será noche despierta. Enciendo una vela, mortecinamente late el tiempo. Marea baja. Ahora escribir es como leer. Leo las palabras. Recién nacidas, las desengancho de las redes, las acojo en mis manos agrietadas. Ojalá sepa cuidarlas y alimentarlas hasta que les crezcan las alas a unas, las aletas a otras, las armas a todas. Se me van los pensamientos por ahí, la mente tiene sus propios ojos y desconozco qué miran. Es un paisaje monótono por donde la mente se pierde, no hay obstáculos, no hay puntos de referencia. La piedra medio enterrada en la arena, un tronco seco de árbol caído en la barranquera testigo de algún bosque derruido. Pasa un avión inventando un destino. No se mueve nada en la quietud. Sin paisajes. El recuerdo de una playa abrupta con nombre de mujer donde la arena se adentra en el mar. Marea larga, lentamente sube hacia el amanecer, saliendo de las profundidades. Ha de ascender por las trenzas de la noche, enredándose con las algas y el musgo, rozará todos los sabores que ella ancló en la noche madre que parió todas estas noches, las incontables noches que cíclicamente no dejarán de caer desde lo alto del aire. Serán noches frías y serán noches templadas, todas solitarias como mástiles hundidos, incrustados en el fondo del mar. Camino descalzo por el suelo y desnudo por la noche.
El alba me encuentra caminando por la costa, descalzo, las lonas en las manos a ratos, a ratos tiradas sobre los hombros. La marea alta. Hay que esperar a que baje la marea. Va a ser día azul. Desando el camino: estoy convencido de que la botella de caña, desde la venta del compadre, me está llamando. Me abraza el frío. Compadre sigue en sus nubes de nostalgias. Aún no se ha dado cuenta de que nunca se irán. Nubes que no traen lluvias, sino frutas amargas, agrietadas por la sed, consumidas. Llueven racimos de tristezas, escasos de piel. Entiendo a compadre. También los días caen cíclicos desde lo alto del aire, días fríos y días templados, todos solitarios como mástiles rotos, tirados por la costa. La caña hace que nos olvidemos por un rato de las nubes. Hablamos de la política de la vida. Nunca arreglarán la carretera. Nos reímos, «no saben el bien que nos hacen». Gato aparece y se encarama sobre un saco de afrecho. La botella de caña sigue el curso de la marea. Va bajando        

quintín alonso méndez




lunes, 11 de diciembre de 2017

La Prosa (28)


Con la casa a oscuras escribo con la vela encendida, también temblorosa, asustada. Cobarde, invoco a los muertos, me acuerdo entonces de mi raíz, de mi destino, de todo el tiempo perdido que ya perdido se pierde en la negrura de lo que no tuve ni tendré. Hermoso es cuando desde casa veo –días gigantes, íntimos-- llover en el otro mundo, sobre el mar, el sol aquí, de este lado, tranquilo, impasible, lejano y como ausente. La tarde entonces es como una mujer desnuda, dulcemente desmadejada, tendida sobre los versos, dulcemente abierta, pletórica en sus frutas, en sus sabores de fresas y almendras, yo sentado al lado, dejando que duerman apacibles y gozosas las ternuras, los sueños, las nostalgias, las pérdidas, las triunfantes derrotas. Y dejo que vuele el lápiz, sin escribir nada. El tiempo, yéndose noviembre, está eufórico, de veraneo. No hay aire. Los violetas de la tarde se asoman más pronto, revestidos con una pincelada de la canela, capa de barniz del desierto, brillando relucientes los dátiles del último sol. Crece la marea, se eleva sobre sí misma, y luego retrocede, al roce o al acto con la orilla. Todo esto lo veo desde aquí, como si estuviese mirando el pasado. Y mientras, le hago el parte. ¡Hincho el pecho, voy a tener mi instante de gloria, de escritor! Destacan los violetas ahora con más intensidad, como ensangrentados, viendo pasar las siluetas de las gaviotas –se hace más intensa la penuria--: es como si viera pasar la brisa de largo, descenso veloz de la luz –los azules se dejan envolver por las violetas trepadoras que caen del cielo y se extienden como sábanas sin amantes entre ellas. «Mira», le digo, escribiéndolo despacio, redondeando las letras, apretando el lápiz –el pulso se me altera cuando la pienso--, «hoy es un día cruel porque las nostalgias salen a la superficie, setas equivocadas de estación, lo sé, pero salen, es como si el aire caliente las llamara y las sacara de las sombras, y es cruel porque las nostalgias, sádicas, tienen la mala costumbre de pisar precisamente en las heridas plurales. Un día mágico que no me pertenece, pero soy libre, solitariamente libre, y lo miro, lo veo pasar, ¡ah, racimos enguantados de colores!, todos tus violetas aquí, donde en la penumbra --¡ah, inquietud!— me pongo a reparar los versos averiados con la minuciosidad del relojero, a dejar que el tiempo pase a su antojo, mansedumbre que me trae recuerdos de cuando los campos estaban vivos, amapolas rojas, y lujuriosos en sus verdes y en sus frutos, de cuando las cunetas eran un surco más, palpitantes de vida y antojos. Y mira, estos son los versos que rescaté este mediodía, magullados, pero que te envío así como están --¡ah, sus heridas profundas!—porque quiero pensar que así sentirás más cercano, de una forma más objetiva, cómo es este día, también desperdiciado, también vomitado por la marea –los estoy limpiando despacio, con la paciente delicadeza con que lo harían las flores delicadas de tus manos, y así estoy, enmarañado entre los nudos que torpemente voy desanudando, creyéndome que libero estos versos que me creo míos--:     
No tengo palabras para posarlas en tus manos/ y sepas cómo es el murmullo del tiempo
arrullando tu nombre/ en los silencios de mar del día /en las caracolas de la noche/
pero busco el verso y te busco en el verso
para hablar contigo
y mirarte
aunque estés lejos».

quintín alonso méndez

jueves, 7 de diciembre de 2017

La Prosa (27)


Por estos parajes el frío dura poco, pero cuando llega y penetra en la piel como agujas de hielo, es la angustia de pensar que ha venido a quedarse para siempre, pero es cuando se agradece el corto regreso a casa, que los días sean cortos, así abandono antes el trabajo en la costa; apenas si es el inicio de la tarde y ya oscureciendo. Hasta el sol, friolero, huye de la tarde que refresca, se aleja pronto de la costa y se esconde detrás de las cordilleras gruesas de nubes del horizonte, precipitándose al amanecer de otra parte. Con los simulacros de los primeros fríos tiemblo como un pajarillo, luego ya pongo cara de héroe impasible. Paradójicamente, se siente más el frío en la costa, debido a la dura brisa marina, que en la montaña, donde se asienta el pueblo y se asientan las brumas, y adonde siempre vuelve la humedad, pero es la vieja casa, el refugio, el cobijo envuelto en una manta ya hecha hilachas. Aquí el otoño –despistado o perezoso-- suele llegar a mediados del otoño, y a veces ni llega, espera a la primavera para extenderse molesto, inoportuno. Cada vez más a menudo el clima salta del verano al invierno, sin avisos, y en el mismo día muchas veces, como si jugara a la totalidad sin reencarnaciones. Los primeros frescos parecen fríos invernales porque las calideces son largas, tan largas que la memoria llega a olvidarse del descenso brutal del clima, como una mala noticia, cuando uno casi va olvidándose de que las noticias, las buenas o las malas, existen. El hombre y la mujer, rejuvenecidos, sacan los delicados abrigos del armario, yo me enguruño en mi piel deshabitada, y así nos abrigamos en nuestro propio frío.    
Me molesta el tiempo inestable, me pone de mal humor. Digamos que desestabiliza mis desequilibrios. Vengo de otro mundo, ahora estoy partido en dos. Mi mundo originario se sostenía en sus raíces a pesar de sus débiles cimientos, este mundo de ahora lo desconozco, me hallo perdido en él. Me salva la costa, que sigue teniendo los mismos murmullos de mareas, pero --y será por la sordera que traen los años o porque el tiempo es una medida que se dilata--, de violines que se alejan. Me enfado solo, me hablo en voz alta. ¡Carajo! Cuando es lluvia, que sea lluvia, que llueva toda su lluvia y luego se vaya. Cuando es sol, que sea el sol, este sol que me caliente y me adormece los olvidos, que alumbra y acaricia, y que se quede, carajo, que se quede, que paralice el mundo, que a falta de pan me acaricie lo que me queda de carnes, que tengo los huesos palideciendo como esqueletos. Con el sol puedo caminar a mi aire, caminar y quedarme sentado en cualquier sitio a la sombra, caminar y también quedarme estirado en su tibieza de cansancio agradable, como los lagartos; el sol me acompaña, me invita al paseo solitario, lánguido, a acercarme a la costa, pero la lluvia --«¡bendita lluvia!», me dice el compadre cuando llueve a cántaros y la caña nos hace entrar en calor-- me odia, me cierra todos los pasos, me hunde más para adentro, corre las cortinas, me pone en mi sitio, me inunda la casa, mis pequeños huertos, mis paisajes de mujeres desnudas, se lleva los caminos, la luz, los sabores de las ausencias, apaga las voces, me anula, me disuelve dentro de mí, me pone en mi sitio: es el miedo, oscuridad imprevista, siempre imprevista, amenazante.

quintín alonso méndez

domingo, 3 de diciembre de 2017

La Prosa (26)


No sabe encontrar la palabra, quizás la más precisa fuera «calma», para definir su estado cuando la piensa –más a menudo de lo que él mismo se piensa--, a estas alturas sabiendo a “su” mujer conviviendo y compartiendo casa con otra persona, «está protegida», se dice, y se siente como aliviado, una tristeza mansa, sin permitirse entrar en las sensaciones que le puedan producir los malos pensamientos, casi pornográficos (los detiene a tiempo). Cuando descubre un espacio del paisaje que le llama la atención, enseguida lo archiva en su mente, no como una imagen, sino con una palabra o frase, como por ejemplo «donde los eucaliptos», «los banquitos», «la vereda de la higuera», adjuntándole un clima, una hora solar, probablemente la hora en que lo descubrió. Es posible que a cierta edad nos evitamos a nosotros mismos, ignoramos lo que fuimos, lo que queríamos ser y hacer, lo resumimos todo al álbum de las fotos, tan bien puestas, tan bien cuidadas, ¡cuántas lágrimas vertidas sobre las losas de plástico transparente que cubre los ataúdes, las fotografías. Entonces, para él, el paisaje no era una globalidad visual, sino un conjunto de “aldeas”, que en la intimidad llamaba «sus rincones». Ahora está viendo «la charca», quizás más que nada porque sigue la mirada de Perro. Agua. Sed. Hace calor después del paso del viento, como si el viento, aparte de llevarse las cosechas, también se hubiese llevado las sombras, «venía del sur», se dice, «entonces el mar está hacia el sur». Al acercarse, Perro asusta a la garza, que se eleva con la majestuosidad alada del silencio, y pinta, con dos delicadas pinceladas, de blanco el cielo azul, unas pocas nubes, más arriba, de un blanco más difuso, pintan una pequeña cordillera de algodón. Pero la brisa es agradable, sin color. Apenas la garza pasa sobre su cabeza con sombrero, ya Perro tiene el hocico metido en el agua, las dos patas delanteras en el fango de la orilla. Toda la charca rodeada por un brillante verde cañaveral. Entonces ya será para siempre «la charca de la garza, donde el cañaveral», mediodía. Mira el camino que se pierde más allá de los tomateros, siguiendo como a propósito, rozándolas, aisladas palmeras llenas de dátiles ya maduros. Buen alimento para los dos. Perro se sacude el agua y restriega las patas embarradas en la yerba seca. Llegan pronto, apenas es media tarde, a Pueblo Grande, que bien podría llamarse Pueblo Santo, por la distribución de sus casas blancas en forma de cruz, cuatro calles, cuatro barrancos. Los años no perdonan y Hombre y Perro necesitan reposar cada vez con más frecuencia. Duelen los huesos y raspa la secura. Para pensar, necesita sentarse, y la ocasión se le aparece oportuna nada más cruzar el pequeño puente de piedra –ni un hilo de agua en el fondo del barranco— y enfilar la carretera, el brazo más largo de la cruz que parte el pueblo en dos como un abismo de asfalto. La primera casa de la carretera, a la izquierda, es un bar, con varias mesas y sillas de plástico bajo un viejo toldo, alguna mesa ocupada. Ya Perro se dirige a una de las mesas vacías, sabiendo de las buenas costumbres de Hombre. Una partida de dominó en la mesa de al lado, «hermoso perro», dice uno de los hombres, «cierto», Perro ya tumbado bajo la mesa, jadeando apenas, como con miedo de molestar, «y buen vino, seguro», le dice Hombre señalando la botella casi vacía, en una esquina de la mesa, «seguro». Y eso pide, una botella de vino y, por favor «si es posible, algo donde pueda beber el perro», una botella de plástico cortada por la mitad. Paz. «De nuevo en casa», se dice, mirando al perro que lo mira dulcemente, paladeando el vino que se desliza --como supone han de ser las olas por su cuerpo--, por la garganta, donde se le acumulan húmedas las cosas tiernas           

quintín alonso méndez