sábado, 30 de diciembre de 2017

La Prosa (33)

Es hueca la penumbra de la casa. Le gusta (uno se acostumbra pronto a lo que no está). El jugador de dominó enseguida le procuró la presencia de la doña, dueña del bar y de la casa de dos plantas con azotea donde estaba el bar, a la misma entrada del pueblo según se viene del pasado, al final del pueblo si se está en el presente, y también dueña de una casita al borde del barranco, «con chimenea, ahí detrás mismo, donde los ciruelos y los nísperos». Fue fácil llegar a un acuerdo para un par de días: la dueña le vio «alma de cántaro», y además el jugador de dominó lo tuvo claro desde el principio y la mujer estuvo de acuerdo, «es el mejor sitio del pueblo para ver pasar la lluvia, se lo digo yo». Y aquí estaba ahora, sin saber dónde estaba, mirando hacia el barranco, viendo los colores de la tarde cayendo sobre las piedras, convirtiéndolas en grandes tejas y tinajas, redondas, lisas, coloradas, y sin saber por qué, sin saber que el frío lo está mordiendo por dentro y amenaza con partirlo, enciende la chimenea. Perro se viene a su lado, adonde la lumbre (las cosas que no se tienen mantienen las llamas vivas, crepitando como presencias), arden los fantasmas en la pequeña hoguera, ascendiendo sus cenizas a lo oscuro, y fantasean los ojos, introduciéndose en un bosque en miniatura que arde. La cama está viva, lo calienta enseguida; deja abierta la puerta del dormitorio, por donde entran, temblorosas, sombras de cenizas de lo que fueron fantasmas, la respiración pausada de Perro enroscado a los pies de la cama de hierro, la cabeza apoyada en sus piernas. Va a ser noche de cerrar los ojos y de caminar entonces descalzo por las ascuas de lo que un día no fue. Es como un abrazo sentir la paz de Perro, su filosofía de que el tiempo no tiene tiempo   

quintín alonso méndez



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