jueves, 7 de diciembre de 2017

La Prosa (27)


Por estos parajes el frío dura poco, pero cuando llega y penetra en la piel como agujas de hielo, es la angustia de pensar que ha venido a quedarse para siempre, pero es cuando se agradece el corto regreso a casa, que los días sean cortos, así abandono antes el trabajo en la costa; apenas si es el inicio de la tarde y ya oscureciendo. Hasta el sol, friolero, huye de la tarde que refresca, se aleja pronto de la costa y se esconde detrás de las cordilleras gruesas de nubes del horizonte, precipitándose al amanecer de otra parte. Con los simulacros de los primeros fríos tiemblo como un pajarillo, luego ya pongo cara de héroe impasible. Paradójicamente, se siente más el frío en la costa, debido a la dura brisa marina, que en la montaña, donde se asienta el pueblo y se asientan las brumas, y adonde siempre vuelve la humedad, pero es la vieja casa, el refugio, el cobijo envuelto en una manta ya hecha hilachas. Aquí el otoño –despistado o perezoso-- suele llegar a mediados del otoño, y a veces ni llega, espera a la primavera para extenderse molesto, inoportuno. Cada vez más a menudo el clima salta del verano al invierno, sin avisos, y en el mismo día muchas veces, como si jugara a la totalidad sin reencarnaciones. Los primeros frescos parecen fríos invernales porque las calideces son largas, tan largas que la memoria llega a olvidarse del descenso brutal del clima, como una mala noticia, cuando uno casi va olvidándose de que las noticias, las buenas o las malas, existen. El hombre y la mujer, rejuvenecidos, sacan los delicados abrigos del armario, yo me enguruño en mi piel deshabitada, y así nos abrigamos en nuestro propio frío.    
Me molesta el tiempo inestable, me pone de mal humor. Digamos que desestabiliza mis desequilibrios. Vengo de otro mundo, ahora estoy partido en dos. Mi mundo originario se sostenía en sus raíces a pesar de sus débiles cimientos, este mundo de ahora lo desconozco, me hallo perdido en él. Me salva la costa, que sigue teniendo los mismos murmullos de mareas, pero --y será por la sordera que traen los años o porque el tiempo es una medida que se dilata--, de violines que se alejan. Me enfado solo, me hablo en voz alta. ¡Carajo! Cuando es lluvia, que sea lluvia, que llueva toda su lluvia y luego se vaya. Cuando es sol, que sea el sol, este sol que me caliente y me adormece los olvidos, que alumbra y acaricia, y que se quede, carajo, que se quede, que paralice el mundo, que a falta de pan me acaricie lo que me queda de carnes, que tengo los huesos palideciendo como esqueletos. Con el sol puedo caminar a mi aire, caminar y quedarme sentado en cualquier sitio a la sombra, caminar y también quedarme estirado en su tibieza de cansancio agradable, como los lagartos; el sol me acompaña, me invita al paseo solitario, lánguido, a acercarme a la costa, pero la lluvia --«¡bendita lluvia!», me dice el compadre cuando llueve a cántaros y la caña nos hace entrar en calor-- me odia, me cierra todos los pasos, me hunde más para adentro, corre las cortinas, me pone en mi sitio, me inunda la casa, mis pequeños huertos, mis paisajes de mujeres desnudas, se lleva los caminos, la luz, los sabores de las ausencias, apaga las voces, me anula, me disuelve dentro de mí, me pone en mi sitio: es el miedo, oscuridad imprevista, siempre imprevista, amenazante.

quintín alonso méndez

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