domingo, 3 de diciembre de 2017

La Prosa (26)


No sabe encontrar la palabra, quizás la más precisa fuera «calma», para definir su estado cuando la piensa –más a menudo de lo que él mismo se piensa--, a estas alturas sabiendo a “su” mujer conviviendo y compartiendo casa con otra persona, «está protegida», se dice, y se siente como aliviado, una tristeza mansa, sin permitirse entrar en las sensaciones que le puedan producir los malos pensamientos, casi pornográficos (los detiene a tiempo). Cuando descubre un espacio del paisaje que le llama la atención, enseguida lo archiva en su mente, no como una imagen, sino con una palabra o frase, como por ejemplo «donde los eucaliptos», «los banquitos», «la vereda de la higuera», adjuntándole un clima, una hora solar, probablemente la hora en que lo descubrió. Es posible que a cierta edad nos evitamos a nosotros mismos, ignoramos lo que fuimos, lo que queríamos ser y hacer, lo resumimos todo al álbum de las fotos, tan bien puestas, tan bien cuidadas, ¡cuántas lágrimas vertidas sobre las losas de plástico transparente que cubre los ataúdes, las fotografías. Entonces, para él, el paisaje no era una globalidad visual, sino un conjunto de “aldeas”, que en la intimidad llamaba «sus rincones». Ahora está viendo «la charca», quizás más que nada porque sigue la mirada de Perro. Agua. Sed. Hace calor después del paso del viento, como si el viento, aparte de llevarse las cosechas, también se hubiese llevado las sombras, «venía del sur», se dice, «entonces el mar está hacia el sur». Al acercarse, Perro asusta a la garza, que se eleva con la majestuosidad alada del silencio, y pinta, con dos delicadas pinceladas, de blanco el cielo azul, unas pocas nubes, más arriba, de un blanco más difuso, pintan una pequeña cordillera de algodón. Pero la brisa es agradable, sin color. Apenas la garza pasa sobre su cabeza con sombrero, ya Perro tiene el hocico metido en el agua, las dos patas delanteras en el fango de la orilla. Toda la charca rodeada por un brillante verde cañaveral. Entonces ya será para siempre «la charca de la garza, donde el cañaveral», mediodía. Mira el camino que se pierde más allá de los tomateros, siguiendo como a propósito, rozándolas, aisladas palmeras llenas de dátiles ya maduros. Buen alimento para los dos. Perro se sacude el agua y restriega las patas embarradas en la yerba seca. Llegan pronto, apenas es media tarde, a Pueblo Grande, que bien podría llamarse Pueblo Santo, por la distribución de sus casas blancas en forma de cruz, cuatro calles, cuatro barrancos. Los años no perdonan y Hombre y Perro necesitan reposar cada vez con más frecuencia. Duelen los huesos y raspa la secura. Para pensar, necesita sentarse, y la ocasión se le aparece oportuna nada más cruzar el pequeño puente de piedra –ni un hilo de agua en el fondo del barranco— y enfilar la carretera, el brazo más largo de la cruz que parte el pueblo en dos como un abismo de asfalto. La primera casa de la carretera, a la izquierda, es un bar, con varias mesas y sillas de plástico bajo un viejo toldo, alguna mesa ocupada. Ya Perro se dirige a una de las mesas vacías, sabiendo de las buenas costumbres de Hombre. Una partida de dominó en la mesa de al lado, «hermoso perro», dice uno de los hombres, «cierto», Perro ya tumbado bajo la mesa, jadeando apenas, como con miedo de molestar, «y buen vino, seguro», le dice Hombre señalando la botella casi vacía, en una esquina de la mesa, «seguro». Y eso pide, una botella de vino y, por favor «si es posible, algo donde pueda beber el perro», una botella de plástico cortada por la mitad. Paz. «De nuevo en casa», se dice, mirando al perro que lo mira dulcemente, paladeando el vino que se desliza --como supone han de ser las olas por su cuerpo--, por la garganta, donde se le acumulan húmedas las cosas tiernas           

quintín alonso méndez


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