domingo, 25 de febrero de 2018

La Prosa (50)


La carretera corta el alargado valle a lo largo, entre montañas, más altas las más lejanas, y pequeñas lomas cercanas metidas en el mismo pueblo, que se prolonga con casas diseminadas a lo largo y ancho, entre grandes extensiones de tierras abandonadas y pequeños racimos verdes, aquí y allá, de tierras de labor condenadas a una pronta muerte, caminos de tierra como ramas finas se desprenden a los lados de la carretera, «el mundo se seca, lo están matando», piensa con los ojos aún velados por las lágrimas, no hace viento, debe dejarse llevar entonces por lo que le dice la luz tibia de un sol que trepa hacia lo alto. Tiene los pies y los ánimos remolones, se estaban haciendo a la pacífica quietud de la vida tranquila, empezaba a creerse el por qué no, ya se estaba levantando andamios de fantasías sin mirarse al espejo, ¡ah, qué certera es siempre la flecha que separa, despierta o mata! Perro no deja de dar vueltas alrededor suyo, como ritual alejándose en círculos de un centro vital, como las ondas de una charca; se pregunta si alguna vez llegarán a la orilla. Se siente más viejo, más flaco; con los años, a menos peso más se pesa. Entrar en Pueblo Grande, atravesarlo y salir de él, ha sido «una historia de tiempo». Y ahora está donde estuvo siempre: fuera de la vida, merodeando por ella, sin tocarla, como un simple espectador. Ahora los pasos son más ligeros y empiezan a ser cada vez más molestos los coches que pasan como velocidades hacia la nada o hacia encuentros, recordándole que todo pasa fugaz, sin tiempo a saborear el presente. Devorar camino es huir del abismo para ser devorado por otro abismo. Aunque se le ponga una fecha, ningún camino tuvo principio y ninguno tendrá término, la muerte lo dejará todo inacabado, pero busca la parálisis del tiempo, el significado de los brazos abiertos, el mar, ¿así se busca el mar, o es la única forma, el dogma a lo que se aferra para dejar de buscarse?, ¿busca morirse en paz, si es que uno puede morirse en paz?, Perro ha dejado de dar círculos y camina también ligero a su lado, casi metidos en la cuneta que la lluvia y las labores del campo fueron abriendo, de cuando eran las lluvias y el campo era el centro de la existencia; crece la yerba. Después de una curva cerrada de la carretera, en alto, sobre un pequeño puente de piedra, se encuentran con un camino que desciende, donde un bar con algunas mesas por fuera invita al caminante a detenerse, a repostar y descansar las piernas. Eso hacen, rondándoles el mediodía. Y hace la temperatura agradable del tiempo que no piensa. El muchacho que lo atiende, trayéndole un plato de queso, vino, pan, y agua en un plato hondo de latón para Perro, le dice que la carretera lleva a la ciudad, «como a dos horas de camino». Su mirada se mete dentro de un palmeral que tiene enfrente, al otro lado de la carretera; dentro del palmeral una gran casona de dos plantas que apenas si se deja ver, es sutil su presencia caciquil con su correspondiente y silencioso derecho de pernada, como si solo fuese una marca del pasado. Piensa en la mujer del bar y piensa en «ella», con quien los primeros besos con que sellaron su pacto de sangre fue dentro de un palmeral, pero la casa era sencilla, de una sola planta, con azotea y con un patio delante que se cubría de dorados dátiles en verano: la casa de sus abuelos. Era cuando la vida, el mundo, era un gran ventanal. ¿Realmente pasó un año cuando volvió a verla, después de aquella noche irreal en la plaza del pueblo en fiestas? La memoria le tiende trampas con más frecuencia de las que él mismo quiere reconocer. Ahora le tiende la trampa de traerle vivos los recuerdos, y se le hace presente su boca, su mirada honda de océano insondable, ¿realmente transcurrió un año antes de volverla a ver, y será cierto que en ese año se le aparecía en sueños, como una gota insistente de tortura en la sed, y que fue exactamente el mismo estremecimiento de la primera vez al volverla a ver?

quintín alonso méndez

miércoles, 21 de febrero de 2018


La Prosa (49)

Acto o día nueve. No hay nubes. El viento está suspendido en lo alto, como el cernícalo. Atrás, en Pueblo Grande, una mujer y un jugador de dominó hacen el amor junto a la chimenea. A través de una ventana (las hojas abiertas), el barranco abierto, desprendiendo alas de niebla, acoge todos los silencios. 

Aún es oscuridad. Perro y Hombre están de acuerdo: aunque duela, aunque mayormente no se tengan ganas y la comodidad implore pidiendo demorar la estancia, hay que proseguir (después de una página hay otra página, hasta que el libro se muere, se acaba –«pongo el libro acabado en la estantería (en su nicho), a ver cuál empiezo ahora»). Entra una luz muy débil por el cortinaje de la ventana, la abre y aspira hondo. Luego –ya Perro en la puerta, esperando para salir— escribe en una hoja de papel «gracias por leerme», la dobla y la pone sobre el libro, en la pequeña repisa, se echa la saca al hombro, abre la puerta y salen. Un mundo vivo se ha quedado dentro, fuera el recibimiento es de indiferencia. Sonríe apenas, al acordarse del jugador de dominó: no sabe qué rumbo tomar; por de pronto atravesar el pueblo, pero Perro ladra moviendo con insistencia el rabo –le reprocha--, y jalando con sus ladridos en dirección al bar. Quiere despedirse. «De acuerdo», lo sigue por la vereda que bordea el barranco, le viene bien volver a respirar este lugar de amor, el olor de la tierra mojada. El bar está abierto y Perro entra sin esperarlo. Se queda fuera, sin atravesar la calle, apoyado en un viejo pino, la saca a su lado, en el suelo. Al rato, salen la mujer y Perro a la puerta del bar; desde lejos se miran, así se lo dicen todo para quedarse en ellos para siempre, un ligero movimiento de la mano de la mujer, Perro salta, le lame las manos, ladra y luego corre hacia Hombre que ya se ha colgado de nuevo la saca al hombro, ha dado la vuelta y  empieza a caminar por la carretera que atraviesa el pueblo. No se ven las lágrimas del mundo. Lo cruzan despacio, llenos los dos de vivencias, de tener conciencia de que una parte de ellos se queda para siempre en Pueblo Grande, un asomo débil de lágrimas en la mañana que despierta. Sin detenerse, Hombre va apoderándose de cada detalle, Perro muy pegado a él. Las voces empiezan a habitar el pueblo y ellos se van. Durante un trecho siguen la carretera; Hombre, como si se despertara, se detiene, ¿la tentación del regreso? No sabe para dónde tirar y mira a Perro como pidiéndole ayuda, pero no, solo necesitan respirar, desprenderse del lugar, de lo que no les pertenece, momento de sacudirse las emociones como pulgas, ¡qué extraña es la vida!

quintín alonso méndez

viernes, 16 de febrero de 2018


La Prosa (48)



Ese barco se resbala por los bordes del horizonte. Va a caer en la trampa: por aquí no hay puertos. Terminará siendo engullido por el adiós del pañuelo. De crío me bajaron a la costa a ver encallada la ballena muerta. No fue el ritual ante lo sagrado. Fue una fiesta humana (morbosa). Fue la primera vez que vi a la mujer del grueso vestido negro y la cesta en el equilibrio perfecto sobre la cabeza –a veces un leve roce de la mano bastaba para que la cesta no cayera en la tentación de irse de lado; pronta, la balanza recuperaba el equilibrio de la horizontalidad. Ni la mujer ni yo nos reíamos, estábamos apartados del jolgorio de la muerte. «¿No viste a tu abuela?, te estaba buscando», me pareció que decía una voz lejana; una madre joven, inclinada, columpiaba al niño entre sus piernas. Me parece que ya tengo el mono, necesito la medicina de la caña. Compadre me saluda como saluda a los extranjeros, con indiferencia y con cansancio. Sin decir nada, pone la botella de caña y nuestros dos vasos sobre el mostrador. Hay que beber. Es uno de esos días en que todo nos parece triste o absurdo. Nos miramos apenas un poco y sonreímos. Me siento sobre uno de los sacos mientras lo veo prepararse una cachimba, «no nos prohíben fumar porque sea perjudicial para la salud, sino porque es un placer», rezonga. Tiene razón: como si nada, nos están quitando todos los placeres cotidianos. Nos están haciendo borregos de «La Única Gran Secta De La Vía Láctea». Al segundo vasito de caña, el pensamiento se esfuma y vienen las imágenes. «Ella no habría sido feliz con un parásito como yo», miro a compadre, creo que echa de menos las montañitas de latas tambaleándose en la esquina del mostrador. Entra la novia, «la sobrina del cura», y es cuando me doy cuenta de que es una mujer preciosa. El amor hace joven a la gente y luego el desamor la hace vieja antes de tiempo. Yo estoy en la edad de lo incumplido. Una vez tuve años, se desgastaron con la herrumbre; porque mis huesos eran barandas de hierro ante una geografía donde todo se oxidaba. Nos salvaba el yodo. Solo la tristeza no se oxida. Gato tiene hambre, me reclama comida. Yo le pido un zarpazo que aviente mis pensamientos, la sangre del arañazo es lo de menos –o es lo importante: ahora ya tengo con qué entretenerme, lavándome «la herida». Gato orgulloso, comiendo con apetito con el rabo en vertical, triunfante. Esta noche dormimos al revés, yo enroscado en el sofá y él tan feliz en la cama. Pero no duermo, con los ojos abiertos a la oscuridad: oigo voces que bajan por el camino, pero son voces falsas o ladronas, como si les faltara el aire. El verso arma las palabras, mis climáticos y cromáticos partes del día las desarma. Detrás de la ventana, en lo más oscuro, la noche teje versos y los distribuye al azar por los tejados de las casas. Pienso en Gato y en que pronto será noche de gatos. Me gusta su mirada noble pero inteligente. Le prevalece la frialdad. Cumplo con mi ritual de nombrarla tres veces –mi manera de decirle buenas noches— no antes de que me olvide, antes de que caiga en el sueño. Pero los ojos no se me cierran, esta noche tengo ojos de gato.
Y sueño en el sueño. Sueño con ella acariciando un gato. Es una tarde amarilla de sol pero es su mirada que brilla. Me emociona la ternura que habita en su presencia dulce. Yo no me veo, pero los estoy mirando desde la puerta. Ellos no ven que los observo. Un barco blanco sigue la línea del horizonte, pintándola de viaje o de promesa. La manera con que se retira el pelo del rostro es una fruta; la tarde tiene olor de limones. Sueño con más cosas, sueño entonces que ella me despierta y me besa. Es cuando tengo peso: cuando me despierto y voy a levantarme  


quintín alonso méndez


martes, 13 de febrero de 2018

La Prosa (47)


La mujer del grueso vestido negro, con una gran cesta sobre la cabeza –por más que lo intento, dando saltos como un canguro, nunca alcanzo a ver qué lleva dentro (me dice que la hago reír, «¡ay, mi niño!», me dice)— y con la voz llena de pájaros alegres con palabras de extraños planetas que brillan como escamas, se me ha vuelto a aparecer. Me lo tomo como un cambio del tiempo. Me ocurre cuando se me menguan las defensas más de la cuenta y ciertamente eso me está sucediendo cada vez más a menudo. No sé si esa mujer tendrá algo que ver con mi niñez, pero me hago niño cuando se me aparece –cuando se lo conté, «ella» me dijo que no era así, que «al revés, cuando te sientes niño es cuando la ves». Le escribo en el parte que el mar hoy está sufriendo, el viento lo maltrata, primero lo levanta con brusquedad, sin contemplaciones, y termina lanzándolo contra las rocas, una y otra vez, como un juego macabro –sé que ella preferiría que le enviase una fotografía para sacar sus propias conclusiones –no se fía mucho de mí--, como queriendo extraer lo que le atrae y lo que no, pulsar su estado de ánimo, el pulso de sus lamentos o de sus cantos vivos, luminosos. Ahora lo recuerdo limpiamente: la mujer vestida de negro perdió al marido en el mar. Yo era un crío, pero vi su mirada, vi su odio hierático mirando por encima del horizonte, desafiando al mar pero sin mirarlo, altiva. Me miró. Nuestra mirada se quedó grabada en nuestros ojos, ¿qué quería decirme?
Nada. Ahora lo veo. Nada. Solo me decía que tuviese cuidado, «el mar es la vida», me dijo, «por eso cruel». Viene a verme así, con su cesta en la cabeza y los pájaros de plata de sus palabras extrañas, de vez en cuando, cuando la mente y las piernas me flaquean. La realidad es el pasado. No le di importancia, pero compadre dijo una vez, hablando solo mientras intentaba el equilibrio de la montañita de latas sobre el mostrador, «claro que ya existía la tristeza, pero antes de la tristeza viene el miedo, la sacudida del miedo», yo no lo oía, bebiendo caña y recostado en los sacos apilados de piñas, la mirada del pensamiento perdida en alguna parte de «ella», quizás en su sonrisa. Ahora sí lo oigo. El mar le tiene miedo a la viuda. Porque la tierra es la viuda del mar. Aquella mujer del vestido negro con la gran cesta en la cabeza sobre el pañuelo de color pobre se negó a volver a mirar el mar. Compadre dice que su cuerpo apareció ahogado un amanecer en la costa (nunca se lo he dicho, pero yo me he encontrado entre el musgo láminas de fuego de su mirada y palabras de plata).

quintín alonso méndez

viernes, 9 de febrero de 2018

La Prosa (46)


Amanece pero no amanezco. Pongo «tu música». Hago mi lado de la cama, el otro lado hace mucho tiempo que permanece intacto, como estatua de mármol, como frontera. Es el malecón de mi suerte. A veces me alongo desde mi lado a pesar del vértigo, y allá abajo, en la costa, entre el oleaje y el fulgor de la espuma, veo las caletas de su cuerpo, sus carnosos arenales, y mido el significado de la distancia infinita. Miro por la ventana: más allá, después de la horizontalidad, el horizonte evita que el mar se desborde. Cada ola es un verso que se acerca y se deshace en la orilla. Y en cada verso vienen bosques y vienen campos con arroyos secos, vienen libélulas y pájaros, y vienen las pobrezas magulladas. Vienen miradas y vienen sonrisas; también tristezas que desconozco. Entre las aguas –con pliegues delicados pero firmes, y lleno de inexistentes pinceladas blancas, como flores--, contemplo su rostro dibujado con tinta negra, una impecable suavidad en los rasgos que no oculta, al contrario, muestra, un dolor infinito, erguido, y no resalta como tristeza, como herida, sino como arma, como voluntad. Su rostro de mujer perfecta, lejana. Inabarcable. Miro «su lado» de la cama. Es cordillera de ausencia. Me bajo a la costa a pescar, como cualquier otro pescador de silencios; ésta es la hora en que empezamos a bajar con la caña al hombro. Mi mundo colecciona los silencios. ¿Cuál es mi voluntad de la deriva? Y con los pescadores hablo sin palabras. Los miro. Forman parte del paisaje, incrustados –y formando parte de ellos— en los latidos de la existencia. Solo hay tiempo si hay materia. Mi materia me abandona, a cada día se me caen como hojas sueños que se van secando. Los pescadores sí hablan entre ellos de sus cosas, pero no los entiendo. Miro las olas, volcándose en la orilla. Así el verso se desparrama. Como si su cuerpo fuese mi mar. Como si a diario le hiciera el amor. En ella me vierto. Esto de bajar a pescar, a tratar de encontrar lo que no está, nunca fue lo mío, pero lo mío no lo encontré en ninguna parte; aun así le di la razón, «deja de buscar versos y dedícate a la fotografía, se te da mucho mejor, es lo tuyo». Le hice caso y eso hago desde entonces, pero no tengo cámara. Así que voy y vengo, me hago marea. Sin memorizar las imágenes: dejo que cada día me sorprendan. Posiblemente nunca escribí, o eran ridículos versos del entonces, del enamorado, o del que aspiraba al enamoramiento (hace tiempo se me apareció uno de esos versos, y como vino se fue, pero –cosa extraña dada mi vagancia— lo escribí en el muro de piedra que hay frente a casa, la piedra donde se echa al sol mi gran lagarto favorito, verde y azul, de brillo mineral, «la nada se hizo Universo para que yo te conociera»--, pero para poder leerlo hay que acercarse al muro de piedra, indagarlo, entrar en él, ser mineral íntegramente.

quintín alonso méndez

lunes, 5 de febrero de 2018

La Prosa (45)


Hombre siente el silencio en toda su extensión, lomas y lomas, riscos y más riscos, ecos lejanos que le devuelven el silencio más bruto, descuerado; ahora el dolor le duele en la garganta; el aire ha enmudecido; «y no me pregunte por dónde está el mar, sabe que no se lo diré, y no sé ni me diga qué dirección va a tomar, pero que sepa que va por el buen camino porque va caminando». El regreso es un silencio lento, penoso, Hombre siente que la amargura tiene nombre: soledad. El silencio lo rompe por un momento el jugador de dominó, con la voz natural de las cosas naturales, la voz que se tiene cuando se habla del tiempo, o de las ciudades, o de cómo va el equipo del pueblo, «¿y las cosas cómo van?», las palabras resbalan solas, sin necesidad de pensar en el agua, «las cosas van un poco descarriladas», «¿por el vino?», Hombre quiere entender que se refiere a la tarde anterior, horas del no pensar tumbados al vino, «por el vino», «entonces van bien así». Y de nuevo el gran páramo del desierto, la hosca soledad. Llegando al bar se despiden, «a la tarde nos vemos, ahora tengo que hacer cosas», le dice el jugador de dominó, sin más metiéndose en la esquina. La brisa es noble, se azulea. Se da cuenta de que Perro le está lamiendo la mano y se dice que ahora sería bonito llorar. Entran al bar. La mujer lo recibe con la mirada desnuda. Lo lee todo. Perro va adonde la mujer, tiene sed y hambre y desea una caricia; la besuquea. Hombre se deja caer en la silla. Esta tristeza le duele, le abre las puertas. Ahora siente que los actores del bar lo miran, antes era invisible, empieza a ser un extraño con cuerpo, con presencia, a ser mirado con curiosidad, sin lisuras ni malcriadeces, él sabe que no pertenece a este escenario, los actores se lo dicen, pero sin reproches, como si le estuviesen diciendo «pero puede quedarse el tiempo que quiera». ¡Ah!, el tiempo se va haciendo una fuerza que lo empuja, fuera, al camino. Perro duerme. Hoy necesita llenarse de aire y preparar la marcha. Está invadiendo territorios privados y él sabe bien cómo retirarse.     
Sobre el mediodía, cuando sale con Perro del bar –la mirada de la mujer fue de promesa, la suya de un pensamiento triste--, aún no sabe que no volverán a verse. El día ha despejado y ha salido el sol, pero siente un frío de madrugada con viento gélido y lluvia. Tiembla como un tullido. Caminan despacio, como les gusta, al aire de oírle la música al aire. El pueblo le resulta hermoso, se estaba acostumbrando a sus gestos si no amables, al menos indiferentes. No la había visto: cobijando una placita, cerca del barranco, y protegida por pencas y matorrales, en un rincón del sol, se encuentra con una caja cúbica hecha de piedra y barro, pintada de cal, pequeña, con tejado a cuatro aguas, las tejas descoloridas, algunas rotas; al lado de la puerta, del tamaño de los brazos abiertos, de madera gruesa y con las arrugas secas de la vejez, con cima de medio círculo, hay una cruz sencilla de palo incrustada en una piedra, pintada sencillamente a la brocha gorda. Hombre y Perro están ante «Ermita siglo XVII». Hace lo que nunca ha hecho –entrar porque sí en un lugar religioso. Entra con Perro. El silencio menudo con el que se encuentra, en una penumbra fría, lo aturde, Perro retrocede y se sale (no está para misterios humanos que no llevan a ninguna parte). Está puramente solo; siente el cuerpo de su soledad. Él es aquél lugar, el vacío, el silencio, la presencia del no estar. Las paredes vacías, dos pesados bancos largos vacíos de tiempo, una mesita alargada, de granado, vacía, es el altar; en una pequeña repisa, sobre el altar, una pequeña talla de barbusano, en memoria del primer –o el último— pastor, y allí él y lo que no está, en el vacío, en la plenitud del después, dentro de la muerte. Hombre sale de la cuadrada caja vacía, silenciosa, con la misma edad que con la que entró porque sintió que allí dentro el tiempo no existe, Perro feliz al verlo, como si hubiese venido de una larga ausencia.
Las horas vuelan cuando uno pretende que simplemente estén, se abran y se depositen en la calma. A Hombre la tarde se le ha pasado volando, entre un pesar parecido al sueño y sus idas y vueltas de la ventana a la mesa donde la botella de vino, viendo los últimos mirlos de la tarde y viendo al silencio. Perro en su mundo apacible de la espera. La noche siempre llega, y Hombre la ha sentido llegar hasta en pleno día (la noche o la oscuridad). Pero esta tarde no la ha sentido llegar, ha llegado sin avisar, como una revelación. La mujer no va a venir. Mira alrededor, todo limpio y en orden, cada cosa en su sitio, la saca ahí, ya mirándolo con fijeza, dispuesta para la marcha. Hombre y Perro suspiran. La boca negra de la chimenea desde el silencio frío lo mira. El vino lo ayuda a caerse derrumbado falsamente en el sueño
quintín alonso méndez


viernes, 2 de febrero de 2018

La Prosa (44)


Después es más tristeza, más desolación, es cuando se sienten las astillas clavadas, ardiendo como solo puede arder la vida en carne viva, las piernas doblándose; Hombre, en el desmayo, agradece la vida que le viene, que le es regalada –fue soñador y es hijo de los sueños--, pero sigue escarbando, tiene que haber un motivo, siempre lo hay, no es posible «los no motivos», no puede ser todo tan absurdo. La tierra lo está embaucando, cada vez se siente más simple, más en el «hola», y más en su ambiente en el «hasta más ver», se agradecen las cosas de a diario que simplemente pasan, sin más, sin detenerse, sin delirios de quedarse. Los desgarros son las raíces enfermas de la religión. Se miran, se abren las flores, brilla el verde con el pálido sol; Perro, inquieto, no deja de dar saltos, en sus intentos infantiles de alcanzar mariposas o de jugar con ellas. El jugador de dominó ya está a la puerta del bar. Son saludos mirando hacia la lejanía, pero viendo lo más cercano, palpándolo, laten los sentidos. Desayunan envueltos en el olor a café, un olor brujo que Hombre ya no dejará de asociar con el olor íntimo a hembra de la mujer. Luego, de recuperar fuerzas Hombre, de saborear el aguardiente el jugador de dominó, de desayunar y beber agua Perro, de la mirada furtiva, fugaz, entre Hombre y la mujer, de la atmósfera extraña que envuelve al jugador de dominó, Hombre, el jugador de dominó y Perro toman la vereda que asciende cada vez más vertical y más sinuosamente. Antes, abajo, en el falso llano, saliendo del pueblo, se han detenido a observar a unos muchachos jugando a la pelota en un pequeño campo alfombrado de yerba y piedras, algunas amapolas rojas, ve a la vida correteando, divirtiéndose, como niños, o gatos, o perros, le vienen aquellos sabores, aquellos sentimientos, el dolor y la alegría, la victoria y la derrota, de cómo tenía que ponerse yerba en las botas para suavizar las llagaduras, «vamos», dice, y continúan el ascenso adónde. Le duelen las rodillas cuando el jugador de dominó se detiene y se sienta en silencio sobre una piedra redonda, lisa, «mi buen sitio», dice, y deja que la mirada resbale por el paisaje. El silencio toma las formas que le impone la brisa, un silencio fresco, con oxígeno, con la medida de los insectos y el orégano. Al rato, cuando las lomas y los riscos se han asentado en la respiración, en sus verdes y sus inmensidades, el jugador de dominó le señala con el dedo un poco más abajo, Perro moviéndose por entre las piedras. Hombre ve una piedra lisa alargada, sumihundida entre los matojos, del tamaño de una tumba, cóncava, como un cuenco, le parece que es «el gran nido de los silencios», «la llamamos la barca de piedra, esto antes era una aldea, ahora es Pueblo Grande, yo nací en la aldea, ahora soy un fantasma en el pueblo, y mire, el pueblo es el pueblo y el bar es otro pueblo, dos pueblos distintos que no tienen nada que ver, aunque los personajes del bar sean personajes del pueblo, creo que me entiende, en el bar me olvido de mí, aquí no. Sé lo que busca, pero a ella no le mencione el mar y no deje que lo vea en sus ojos. Su hombre partió un día, ya hace años de eso, en busca del mar y no volvió, fue tragado por su boca voraz, ¿entiende?, la barca de piedra, mi buen sitio. Yo también buscaba el mar pero me he quedado aquí y creo que ya sabe por qué, aquí, fuera de la aldea, fuera del pueblo, ¿entiende lo paradójico de la vida?»,

quintín alonso méndez