lunes, 5 de febrero de 2018

La Prosa (45)


Hombre siente el silencio en toda su extensión, lomas y lomas, riscos y más riscos, ecos lejanos que le devuelven el silencio más bruto, descuerado; ahora el dolor le duele en la garganta; el aire ha enmudecido; «y no me pregunte por dónde está el mar, sabe que no se lo diré, y no sé ni me diga qué dirección va a tomar, pero que sepa que va por el buen camino porque va caminando». El regreso es un silencio lento, penoso, Hombre siente que la amargura tiene nombre: soledad. El silencio lo rompe por un momento el jugador de dominó, con la voz natural de las cosas naturales, la voz que se tiene cuando se habla del tiempo, o de las ciudades, o de cómo va el equipo del pueblo, «¿y las cosas cómo van?», las palabras resbalan solas, sin necesidad de pensar en el agua, «las cosas van un poco descarriladas», «¿por el vino?», Hombre quiere entender que se refiere a la tarde anterior, horas del no pensar tumbados al vino, «por el vino», «entonces van bien así». Y de nuevo el gran páramo del desierto, la hosca soledad. Llegando al bar se despiden, «a la tarde nos vemos, ahora tengo que hacer cosas», le dice el jugador de dominó, sin más metiéndose en la esquina. La brisa es noble, se azulea. Se da cuenta de que Perro le está lamiendo la mano y se dice que ahora sería bonito llorar. Entran al bar. La mujer lo recibe con la mirada desnuda. Lo lee todo. Perro va adonde la mujer, tiene sed y hambre y desea una caricia; la besuquea. Hombre se deja caer en la silla. Esta tristeza le duele, le abre las puertas. Ahora siente que los actores del bar lo miran, antes era invisible, empieza a ser un extraño con cuerpo, con presencia, a ser mirado con curiosidad, sin lisuras ni malcriadeces, él sabe que no pertenece a este escenario, los actores se lo dicen, pero sin reproches, como si le estuviesen diciendo «pero puede quedarse el tiempo que quiera». ¡Ah!, el tiempo se va haciendo una fuerza que lo empuja, fuera, al camino. Perro duerme. Hoy necesita llenarse de aire y preparar la marcha. Está invadiendo territorios privados y él sabe bien cómo retirarse.     
Sobre el mediodía, cuando sale con Perro del bar –la mirada de la mujer fue de promesa, la suya de un pensamiento triste--, aún no sabe que no volverán a verse. El día ha despejado y ha salido el sol, pero siente un frío de madrugada con viento gélido y lluvia. Tiembla como un tullido. Caminan despacio, como les gusta, al aire de oírle la música al aire. El pueblo le resulta hermoso, se estaba acostumbrando a sus gestos si no amables, al menos indiferentes. No la había visto: cobijando una placita, cerca del barranco, y protegida por pencas y matorrales, en un rincón del sol, se encuentra con una caja cúbica hecha de piedra y barro, pintada de cal, pequeña, con tejado a cuatro aguas, las tejas descoloridas, algunas rotas; al lado de la puerta, del tamaño de los brazos abiertos, de madera gruesa y con las arrugas secas de la vejez, con cima de medio círculo, hay una cruz sencilla de palo incrustada en una piedra, pintada sencillamente a la brocha gorda. Hombre y Perro están ante «Ermita siglo XVII». Hace lo que nunca ha hecho –entrar porque sí en un lugar religioso. Entra con Perro. El silencio menudo con el que se encuentra, en una penumbra fría, lo aturde, Perro retrocede y se sale (no está para misterios humanos que no llevan a ninguna parte). Está puramente solo; siente el cuerpo de su soledad. Él es aquél lugar, el vacío, el silencio, la presencia del no estar. Las paredes vacías, dos pesados bancos largos vacíos de tiempo, una mesita alargada, de granado, vacía, es el altar; en una pequeña repisa, sobre el altar, una pequeña talla de barbusano, en memoria del primer –o el último— pastor, y allí él y lo que no está, en el vacío, en la plenitud del después, dentro de la muerte. Hombre sale de la cuadrada caja vacía, silenciosa, con la misma edad que con la que entró porque sintió que allí dentro el tiempo no existe, Perro feliz al verlo, como si hubiese venido de una larga ausencia.
Las horas vuelan cuando uno pretende que simplemente estén, se abran y se depositen en la calma. A Hombre la tarde se le ha pasado volando, entre un pesar parecido al sueño y sus idas y vueltas de la ventana a la mesa donde la botella de vino, viendo los últimos mirlos de la tarde y viendo al silencio. Perro en su mundo apacible de la espera. La noche siempre llega, y Hombre la ha sentido llegar hasta en pleno día (la noche o la oscuridad). Pero esta tarde no la ha sentido llegar, ha llegado sin avisar, como una revelación. La mujer no va a venir. Mira alrededor, todo limpio y en orden, cada cosa en su sitio, la saca ahí, ya mirándolo con fijeza, dispuesta para la marcha. Hombre y Perro suspiran. La boca negra de la chimenea desde el silencio frío lo mira. El vino lo ayuda a caerse derrumbado falsamente en el sueño
quintín alonso méndez


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