viernes, 16 de febrero de 2018


La Prosa (48)



Ese barco se resbala por los bordes del horizonte. Va a caer en la trampa: por aquí no hay puertos. Terminará siendo engullido por el adiós del pañuelo. De crío me bajaron a la costa a ver encallada la ballena muerta. No fue el ritual ante lo sagrado. Fue una fiesta humana (morbosa). Fue la primera vez que vi a la mujer del grueso vestido negro y la cesta en el equilibrio perfecto sobre la cabeza –a veces un leve roce de la mano bastaba para que la cesta no cayera en la tentación de irse de lado; pronta, la balanza recuperaba el equilibrio de la horizontalidad. Ni la mujer ni yo nos reíamos, estábamos apartados del jolgorio de la muerte. «¿No viste a tu abuela?, te estaba buscando», me pareció que decía una voz lejana; una madre joven, inclinada, columpiaba al niño entre sus piernas. Me parece que ya tengo el mono, necesito la medicina de la caña. Compadre me saluda como saluda a los extranjeros, con indiferencia y con cansancio. Sin decir nada, pone la botella de caña y nuestros dos vasos sobre el mostrador. Hay que beber. Es uno de esos días en que todo nos parece triste o absurdo. Nos miramos apenas un poco y sonreímos. Me siento sobre uno de los sacos mientras lo veo prepararse una cachimba, «no nos prohíben fumar porque sea perjudicial para la salud, sino porque es un placer», rezonga. Tiene razón: como si nada, nos están quitando todos los placeres cotidianos. Nos están haciendo borregos de «La Única Gran Secta De La Vía Láctea». Al segundo vasito de caña, el pensamiento se esfuma y vienen las imágenes. «Ella no habría sido feliz con un parásito como yo», miro a compadre, creo que echa de menos las montañitas de latas tambaleándose en la esquina del mostrador. Entra la novia, «la sobrina del cura», y es cuando me doy cuenta de que es una mujer preciosa. El amor hace joven a la gente y luego el desamor la hace vieja antes de tiempo. Yo estoy en la edad de lo incumplido. Una vez tuve años, se desgastaron con la herrumbre; porque mis huesos eran barandas de hierro ante una geografía donde todo se oxidaba. Nos salvaba el yodo. Solo la tristeza no se oxida. Gato tiene hambre, me reclama comida. Yo le pido un zarpazo que aviente mis pensamientos, la sangre del arañazo es lo de menos –o es lo importante: ahora ya tengo con qué entretenerme, lavándome «la herida». Gato orgulloso, comiendo con apetito con el rabo en vertical, triunfante. Esta noche dormimos al revés, yo enroscado en el sofá y él tan feliz en la cama. Pero no duermo, con los ojos abiertos a la oscuridad: oigo voces que bajan por el camino, pero son voces falsas o ladronas, como si les faltara el aire. El verso arma las palabras, mis climáticos y cromáticos partes del día las desarma. Detrás de la ventana, en lo más oscuro, la noche teje versos y los distribuye al azar por los tejados de las casas. Pienso en Gato y en que pronto será noche de gatos. Me gusta su mirada noble pero inteligente. Le prevalece la frialdad. Cumplo con mi ritual de nombrarla tres veces –mi manera de decirle buenas noches— no antes de que me olvide, antes de que caiga en el sueño. Pero los ojos no se me cierran, esta noche tengo ojos de gato.
Y sueño en el sueño. Sueño con ella acariciando un gato. Es una tarde amarilla de sol pero es su mirada que brilla. Me emociona la ternura que habita en su presencia dulce. Yo no me veo, pero los estoy mirando desde la puerta. Ellos no ven que los observo. Un barco blanco sigue la línea del horizonte, pintándola de viaje o de promesa. La manera con que se retira el pelo del rostro es una fruta; la tarde tiene olor de limones. Sueño con más cosas, sueño entonces que ella me despierta y me besa. Es cuando tengo peso: cuando me despierto y voy a levantarme  


quintín alonso méndez


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