sábado, 30 de diciembre de 2017

La Prosa (33)

Es hueca la penumbra de la casa. Le gusta (uno se acostumbra pronto a lo que no está). El jugador de dominó enseguida le procuró la presencia de la doña, dueña del bar y de la casa de dos plantas con azotea donde estaba el bar, a la misma entrada del pueblo según se viene del pasado, al final del pueblo si se está en el presente, y también dueña de una casita al borde del barranco, «con chimenea, ahí detrás mismo, donde los ciruelos y los nísperos». Fue fácil llegar a un acuerdo para un par de días: la dueña le vio «alma de cántaro», y además el jugador de dominó lo tuvo claro desde el principio y la mujer estuvo de acuerdo, «es el mejor sitio del pueblo para ver pasar la lluvia, se lo digo yo». Y aquí estaba ahora, sin saber dónde estaba, mirando hacia el barranco, viendo los colores de la tarde cayendo sobre las piedras, convirtiéndolas en grandes tejas y tinajas, redondas, lisas, coloradas, y sin saber por qué, sin saber que el frío lo está mordiendo por dentro y amenaza con partirlo, enciende la chimenea. Perro se viene a su lado, adonde la lumbre (las cosas que no se tienen mantienen las llamas vivas, crepitando como presencias), arden los fantasmas en la pequeña hoguera, ascendiendo sus cenizas a lo oscuro, y fantasean los ojos, introduciéndose en un bosque en miniatura que arde. La cama está viva, lo calienta enseguida; deja abierta la puerta del dormitorio, por donde entran, temblorosas, sombras de cenizas de lo que fueron fantasmas, la respiración pausada de Perro enroscado a los pies de la cama de hierro, la cabeza apoyada en sus piernas. Va a ser noche de cerrar los ojos y de caminar entonces descalzo por las ascuas de lo que un día no fue. Es como un abrazo sentir la paz de Perro, su filosofía de que el tiempo no tiene tiempo   

quintín alonso méndez



martes, 26 de diciembre de 2017

La Prosa (32)

Piensa que a ella le gustaría la casa, en la estrecha calle empedrada, en pendiente, con el patio interior con helechos y anturios y una pequeña puerta pintada de verde que da a la vereda que bordea el barranco, la ventana del salón que da al paisaje del barranco, y más arriba, ascendiendo, la montaña, con sabores y olores a historia. «Ella», dice, y la nombra en voz alta, mientras Perro ya eligió su buen sitio en la casa, un pesado butacón estampado con diminutas flores lilas y rosas junto a la ventana que da al barranco. «Ella», eso mismo le dijo al presagio de la noche cuando la vio por primera vez, «ella», que iluminaba la plaza y que fue cuando sintió el mismo dolor que iba a dolerle después, o ahora, cuando se empinó de un trago el segundo ron, de espaldas, apoyado en la barra de la cantina, iba a volverse, necesitaba volverse, necesitaba grabarla difusa en lo más íntimo de la mente, y se volvió y la vio, feliz, diosa, confianzuda, bailando, coqueteando con todos, con los hombres y con los más viejos y los niños, triunfante como un regalo; su risa de agua se elevaba por encima de la música de la orquesta, y sintió el mismo estremecimiento que sería a más después, teniéndola en sus brazos, bailando. Sintió lo que era tocar la eternidad. No, no fue esa noche, esa noche se nubló. Su mente se nubló. El tiempo se nubló. El futuro, antes de ser futuro, se nubló. La luz mortecina; las voces, lejanas, muy lejanas, eran apagadas por la música que le llegaba de otro planeta o de las estrellas, y entre la niebla la vio difuminándose en la noche, del brazo de un hombre, ondeándose como solo de esa forma puede anadear el mar. ¿Por eso el mar, ¡el mar!? La  mirada la tiene perdida en el fondo del barranco, donde una cabra está echada, atada a la sombra de un naranjo. No está en ninguna parte. Perro no deja de seguirlo con la mirada mientras recorre, fantasma, la casa, «a ella le gustaría», dice, se mece con fuerza las sienes y hace lo que hacía tiempo se había olvidado de hacer: respira hondo. Le echa la culpa al jugador de dominó, complementado con el vino: se le ha abierto la herida. La catedral más inmensa de todas, la que más impresiona, es la soledad, con su silencio de ultratumba. No deja de tocarla con el pensamiento. «Me persigo a mí mismo», se dice, Perro salta al suelo, se pega a él.
quintín alonso méndez

viernes, 22 de diciembre de 2017

La Prosa (31)


 «Y lo que son las cosas, míreme aquí ahora, felizmente echándola de menos, bebiendo tranquilamente el vino mientras recuerdo las cosas buenas con ella, que dios la tenga en la gloria, pero pobrecito dios, lo compadezco», y le regala una risa ancha sin dientes, «era implacable de día, insaciable de noche, ya usted me entiende, ¡pero si hasta para resoplar tenía que hacerlo a escondidas, encorvado sobre el surco, que no me viera!, si usted supiese las veces que preferí seguir surco abajo hasta el borde del barranco antes de acercarme a donde estaba ella, al final de la huerta, a por un poco de agua, pero sabe usted», aquí la pausa es otro vaso de vino para los dos, «lo que tenía de grande lo tenía de buena, así me dejó, en los huesos, ¿no me ve?, pero ¡qué buena era, y qué mujer!, las cosas como son», se pone de lado para que Hombre no le vea las lágrimas estancándosele horizontales en las arrugas del rostro, «fuimos felices, sí señor, muy felices», resume, alzando el vaso y luego empujándoselo de golpe. A Hombre le duelen muchas cosas. Por desgracia, por cosas del sino, aprendió pronto que es más peligroso el que sirve al amo que el amo. Y también por desgracia aprendió tarde que para pisar en la realidad ajena antes hay que pisar en la propia. Siempre desconfió y se alejó de las muestras de amabilidad, pensaba que toda amabilidad llevaba intrínseca una trampa preparada debajo de sus tentadores ropajes. Pero ahora no piensa en eso, al carajo los pensamientos. Está en el no pensar. Cree que por primera vez en su vida no le importan las consecuencias. No tiene la mente para nada, solamente los sentidos alerta, a la espera de un olor que lo sorprenda, de una brisa distinta que le haga decir «es el mar». No está para hacerse caso ni a sí mismo, rechaza sus propias sentencias, que antes eran dogmas y ahora no son más que pobres frases, «casi nunca se encuentra lo que se busca, solo a veces lo que se encuentra forma parte de la búsqueda». Y hay algo que le sorprende: el desapego lo acerca a los demás: los escucha, oye sus enseñanzas, sus historias del «vienen de vuelta». Hasta en los comentarios más simples, o precisamente en los más simples, aprende, descubre, y se descubre, se ve a sí mismo. Se va conociendo (descubre, según avanza hacia el mar, o eso quiere creerse, que se va conociendo, encontrando, como un regreso). Entiende que a todos nos duelen las mismas raíces y nos alumbran las mismas lluvias, que venimos del mismo polvo de estrellas. No importa lo solitario que sea el camino. Existe el vino, los innumerables puentes del vino. Hoy el día sí lleva en su mirada la luz pálida del otoño, como si la humedad anduviera desperezándose lentamente. Le duelen las rodillas. Es un error cubrir la humedad, hay que dejarla al aire libre, que la brisa, como planta medicinal, como rostro de risco, la vaya desmenuzando, diluyéndola con la luz. «Está lloviendo no lejos de aquí», dice el jugador de dominó, asintiendo pesadamente con la cabeza, leyéndole, no los pensamientos, las sensaciones. «Este es un buen sitio para quedarse unos días y desde donde ver pasar la lluvia», parece que le dice a Hombre y a su vez Hombre a Perro, que también asiente pesadamente, enroscándose más en sí mismo, bajo la mesa.                      
quintín alonso méndez


lunes, 18 de diciembre de 2017


La Prosa (30)

Acto o día seis. Es calma de pueblo blanco con palomas y tórtolas en las pequeñas plazas de piedra, dos barrancos profundos, perpendiculares, partiéndolo en cruz, cruz torcida señalando los cuatro puntos cardinales. Antes del cielo están las primeras cumbres del macizo. Mirando al suelo está la partida de dominó, la botella de vino; la tristeza es una mesa que soporta los años; los recuerdos son más fuertes que el desánimo por lo que se avecina. La luna en el cuarto creciente.

«Tuve parientes por allí, por aquellas tierras, les decían la familia del barranco porque ésas eran sus fincas, se tenían prestadas –sin tener que pedir permiso a nadie porque «el barranco es de los pobres»-- las dos laderas del barranco; y allí vivían, en una casa de piedra asentada sobre una pequeña meseta del barranco, como una pequeña atalaya, ¿me entiende?, semihundidos o semielevándose. Se dedicaban a las remolachas, de eso hace mucho tiempo. Solía ir en los veranos, cuando no había escuela», así le habla el jugador de dominó, mientras cierra la partida con la cabra del tres. Y todo viene del comentario «de su acento me suena, me recuerda al pasado, porque de ahí venimos todos, del pasado», Hombre se dio cuenta de que eso era cierto: viene de atrás, de un lugar al que ya no se puede volver, «vengo de Los Surcos», le dijo, «claro, ya decía yo que me sonaba su deje», y…«tuve parientes por allí… --fue cuando bajó a la mesa otra botella de vino, que pagan los que han perdido-- …¡ay, la vida!, allí la conocí, y entre los surcos… ya se puede imaginar… --la mirada se le escapa a ninguna parte--, la perdición –intenta reír y solo le sale un sonido hueco, eco de territorio despoblado--, los surcos… usted tuvo que conocerlos… eran buena gente a pesar de todo –y ahora es el eco quien suelta la risa falsa del desengaño, del dolor--, allí fue todo y allí fue el principio de la nada», la tarde empieza a oscurecerse, los recuerdos nos descuelgan del tiempo real, hace un presente hermoso habitado por el pasado, y Hombre ya está dándole vueltas a que tiene que buscar una casa para unos días, pero el jugador de dominó, que ya se ha quedado solo en la mesa --los compañeros de la partida han marchado con el saludo de las buenas tardes y las buenas noches: tienen simulacros de hogar y horarios--, no ha terminado de contemplar las fotos antiguas que hacía tiempo no ojeaba, «y murió, sabe, después de dos embarazos malogrados murió… pero fue en los surcos, entre las remolachas… se desangró sin quejarse, nunca se quejó de nada, bueno, de que yo fuera tan torpe, sí», ¿se ha empañado la tarde, su fino cristal de azul pálido, con la brisa fresca que baja de las cumbres, con un vaho de tiempo que viene de atrás?
 
quintín alonso méndez



jueves, 14 de diciembre de 2017

La Prosa (29)


Ahora mismo ahora mismo algún pensamiento está cruzando el camino y me piensa, hace como que se acerca pero se aleja, sigue su camino de pensamiento que se pierde la humanidad, su espalda es ligera y fibrosa como un árbol joven, y sus pasos, sin saber bien el motivo, me recuerdan a un rojizo campo de amapolas. Veo pasar la flecha de un vuelo. Y ahora mismo, ¿en qué playa o fantasía de playa esa inconsciente mujer desnuda ejecuta la danza de lo inconsciente, concienciada en el arco de los sentidos?, ¿a quién reclama, quién es ese cobarde que no se atreve a desandar el camino y enfilar la aventura de la tragedia? Me va a faltar tiempo para completar el círculo de la nada, pero solo ahí está el círculo, la redondez, en lo incompleto. «Estoy de paso, pero voy a quedarme», eso leo en el incendio de este atardecer, que no sé si es el atardecer o el fin del mundo. Inmenso en su fiesta de colores, exultantes las nubes con sus vestidos de seda. Ladra un perro. Se recogen los silencios. Se cobijan. En una fotografía antigua veo la niñez que desconozco, ¿cómo fui?, ¿cómo era mi primera armónica que madre me regaló con todo el amor del mundo, con su cajita tapizada en terciopelo rojo? Era como una hermosa naranja entre mis manos, con música. Beber vino a solas es triste como el frío. Hago una lista de la compra de mañana porque sé que me voy a olvidar, y así, mientras, no la pienso, o pienso en su voz mientras me va dictando lo que hay que comprar, con la música que a ella le gustaba de fondo, como en un decorado mágico.
Va a ser noche larga, lenta y profunda. Tendrá incontables arcoiris debajo de los párpados. Será noche despierta. Enciendo una vela, mortecinamente late el tiempo. Marea baja. Ahora escribir es como leer. Leo las palabras. Recién nacidas, las desengancho de las redes, las acojo en mis manos agrietadas. Ojalá sepa cuidarlas y alimentarlas hasta que les crezcan las alas a unas, las aletas a otras, las armas a todas. Se me van los pensamientos por ahí, la mente tiene sus propios ojos y desconozco qué miran. Es un paisaje monótono por donde la mente se pierde, no hay obstáculos, no hay puntos de referencia. La piedra medio enterrada en la arena, un tronco seco de árbol caído en la barranquera testigo de algún bosque derruido. Pasa un avión inventando un destino. No se mueve nada en la quietud. Sin paisajes. El recuerdo de una playa abrupta con nombre de mujer donde la arena se adentra en el mar. Marea larga, lentamente sube hacia el amanecer, saliendo de las profundidades. Ha de ascender por las trenzas de la noche, enredándose con las algas y el musgo, rozará todos los sabores que ella ancló en la noche madre que parió todas estas noches, las incontables noches que cíclicamente no dejarán de caer desde lo alto del aire. Serán noches frías y serán noches templadas, todas solitarias como mástiles hundidos, incrustados en el fondo del mar. Camino descalzo por el suelo y desnudo por la noche.
El alba me encuentra caminando por la costa, descalzo, las lonas en las manos a ratos, a ratos tiradas sobre los hombros. La marea alta. Hay que esperar a que baje la marea. Va a ser día azul. Desando el camino: estoy convencido de que la botella de caña, desde la venta del compadre, me está llamando. Me abraza el frío. Compadre sigue en sus nubes de nostalgias. Aún no se ha dado cuenta de que nunca se irán. Nubes que no traen lluvias, sino frutas amargas, agrietadas por la sed, consumidas. Llueven racimos de tristezas, escasos de piel. Entiendo a compadre. También los días caen cíclicos desde lo alto del aire, días fríos y días templados, todos solitarios como mástiles rotos, tirados por la costa. La caña hace que nos olvidemos por un rato de las nubes. Hablamos de la política de la vida. Nunca arreglarán la carretera. Nos reímos, «no saben el bien que nos hacen». Gato aparece y se encarama sobre un saco de afrecho. La botella de caña sigue el curso de la marea. Va bajando        

quintín alonso méndez




lunes, 11 de diciembre de 2017

La Prosa (28)


Con la casa a oscuras escribo con la vela encendida, también temblorosa, asustada. Cobarde, invoco a los muertos, me acuerdo entonces de mi raíz, de mi destino, de todo el tiempo perdido que ya perdido se pierde en la negrura de lo que no tuve ni tendré. Hermoso es cuando desde casa veo –días gigantes, íntimos-- llover en el otro mundo, sobre el mar, el sol aquí, de este lado, tranquilo, impasible, lejano y como ausente. La tarde entonces es como una mujer desnuda, dulcemente desmadejada, tendida sobre los versos, dulcemente abierta, pletórica en sus frutas, en sus sabores de fresas y almendras, yo sentado al lado, dejando que duerman apacibles y gozosas las ternuras, los sueños, las nostalgias, las pérdidas, las triunfantes derrotas. Y dejo que vuele el lápiz, sin escribir nada. El tiempo, yéndose noviembre, está eufórico, de veraneo. No hay aire. Los violetas de la tarde se asoman más pronto, revestidos con una pincelada de la canela, capa de barniz del desierto, brillando relucientes los dátiles del último sol. Crece la marea, se eleva sobre sí misma, y luego retrocede, al roce o al acto con la orilla. Todo esto lo veo desde aquí, como si estuviese mirando el pasado. Y mientras, le hago el parte. ¡Hincho el pecho, voy a tener mi instante de gloria, de escritor! Destacan los violetas ahora con más intensidad, como ensangrentados, viendo pasar las siluetas de las gaviotas –se hace más intensa la penuria--: es como si viera pasar la brisa de largo, descenso veloz de la luz –los azules se dejan envolver por las violetas trepadoras que caen del cielo y se extienden como sábanas sin amantes entre ellas. «Mira», le digo, escribiéndolo despacio, redondeando las letras, apretando el lápiz –el pulso se me altera cuando la pienso--, «hoy es un día cruel porque las nostalgias salen a la superficie, setas equivocadas de estación, lo sé, pero salen, es como si el aire caliente las llamara y las sacara de las sombras, y es cruel porque las nostalgias, sádicas, tienen la mala costumbre de pisar precisamente en las heridas plurales. Un día mágico que no me pertenece, pero soy libre, solitariamente libre, y lo miro, lo veo pasar, ¡ah, racimos enguantados de colores!, todos tus violetas aquí, donde en la penumbra --¡ah, inquietud!— me pongo a reparar los versos averiados con la minuciosidad del relojero, a dejar que el tiempo pase a su antojo, mansedumbre que me trae recuerdos de cuando los campos estaban vivos, amapolas rojas, y lujuriosos en sus verdes y en sus frutos, de cuando las cunetas eran un surco más, palpitantes de vida y antojos. Y mira, estos son los versos que rescaté este mediodía, magullados, pero que te envío así como están --¡ah, sus heridas profundas!—porque quiero pensar que así sentirás más cercano, de una forma más objetiva, cómo es este día, también desperdiciado, también vomitado por la marea –los estoy limpiando despacio, con la paciente delicadeza con que lo harían las flores delicadas de tus manos, y así estoy, enmarañado entre los nudos que torpemente voy desanudando, creyéndome que libero estos versos que me creo míos--:     
No tengo palabras para posarlas en tus manos/ y sepas cómo es el murmullo del tiempo
arrullando tu nombre/ en los silencios de mar del día /en las caracolas de la noche/
pero busco el verso y te busco en el verso
para hablar contigo
y mirarte
aunque estés lejos».

quintín alonso méndez

jueves, 7 de diciembre de 2017

La Prosa (27)


Por estos parajes el frío dura poco, pero cuando llega y penetra en la piel como agujas de hielo, es la angustia de pensar que ha venido a quedarse para siempre, pero es cuando se agradece el corto regreso a casa, que los días sean cortos, así abandono antes el trabajo en la costa; apenas si es el inicio de la tarde y ya oscureciendo. Hasta el sol, friolero, huye de la tarde que refresca, se aleja pronto de la costa y se esconde detrás de las cordilleras gruesas de nubes del horizonte, precipitándose al amanecer de otra parte. Con los simulacros de los primeros fríos tiemblo como un pajarillo, luego ya pongo cara de héroe impasible. Paradójicamente, se siente más el frío en la costa, debido a la dura brisa marina, que en la montaña, donde se asienta el pueblo y se asientan las brumas, y adonde siempre vuelve la humedad, pero es la vieja casa, el refugio, el cobijo envuelto en una manta ya hecha hilachas. Aquí el otoño –despistado o perezoso-- suele llegar a mediados del otoño, y a veces ni llega, espera a la primavera para extenderse molesto, inoportuno. Cada vez más a menudo el clima salta del verano al invierno, sin avisos, y en el mismo día muchas veces, como si jugara a la totalidad sin reencarnaciones. Los primeros frescos parecen fríos invernales porque las calideces son largas, tan largas que la memoria llega a olvidarse del descenso brutal del clima, como una mala noticia, cuando uno casi va olvidándose de que las noticias, las buenas o las malas, existen. El hombre y la mujer, rejuvenecidos, sacan los delicados abrigos del armario, yo me enguruño en mi piel deshabitada, y así nos abrigamos en nuestro propio frío.    
Me molesta el tiempo inestable, me pone de mal humor. Digamos que desestabiliza mis desequilibrios. Vengo de otro mundo, ahora estoy partido en dos. Mi mundo originario se sostenía en sus raíces a pesar de sus débiles cimientos, este mundo de ahora lo desconozco, me hallo perdido en él. Me salva la costa, que sigue teniendo los mismos murmullos de mareas, pero --y será por la sordera que traen los años o porque el tiempo es una medida que se dilata--, de violines que se alejan. Me enfado solo, me hablo en voz alta. ¡Carajo! Cuando es lluvia, que sea lluvia, que llueva toda su lluvia y luego se vaya. Cuando es sol, que sea el sol, este sol que me caliente y me adormece los olvidos, que alumbra y acaricia, y que se quede, carajo, que se quede, que paralice el mundo, que a falta de pan me acaricie lo que me queda de carnes, que tengo los huesos palideciendo como esqueletos. Con el sol puedo caminar a mi aire, caminar y quedarme sentado en cualquier sitio a la sombra, caminar y también quedarme estirado en su tibieza de cansancio agradable, como los lagartos; el sol me acompaña, me invita al paseo solitario, lánguido, a acercarme a la costa, pero la lluvia --«¡bendita lluvia!», me dice el compadre cuando llueve a cántaros y la caña nos hace entrar en calor-- me odia, me cierra todos los pasos, me hunde más para adentro, corre las cortinas, me pone en mi sitio, me inunda la casa, mis pequeños huertos, mis paisajes de mujeres desnudas, se lleva los caminos, la luz, los sabores de las ausencias, apaga las voces, me anula, me disuelve dentro de mí, me pone en mi sitio: es el miedo, oscuridad imprevista, siempre imprevista, amenazante.

quintín alonso méndez

domingo, 3 de diciembre de 2017

La Prosa (26)


No sabe encontrar la palabra, quizás la más precisa fuera «calma», para definir su estado cuando la piensa –más a menudo de lo que él mismo se piensa--, a estas alturas sabiendo a “su” mujer conviviendo y compartiendo casa con otra persona, «está protegida», se dice, y se siente como aliviado, una tristeza mansa, sin permitirse entrar en las sensaciones que le puedan producir los malos pensamientos, casi pornográficos (los detiene a tiempo). Cuando descubre un espacio del paisaje que le llama la atención, enseguida lo archiva en su mente, no como una imagen, sino con una palabra o frase, como por ejemplo «donde los eucaliptos», «los banquitos», «la vereda de la higuera», adjuntándole un clima, una hora solar, probablemente la hora en que lo descubrió. Es posible que a cierta edad nos evitamos a nosotros mismos, ignoramos lo que fuimos, lo que queríamos ser y hacer, lo resumimos todo al álbum de las fotos, tan bien puestas, tan bien cuidadas, ¡cuántas lágrimas vertidas sobre las losas de plástico transparente que cubre los ataúdes, las fotografías. Entonces, para él, el paisaje no era una globalidad visual, sino un conjunto de “aldeas”, que en la intimidad llamaba «sus rincones». Ahora está viendo «la charca», quizás más que nada porque sigue la mirada de Perro. Agua. Sed. Hace calor después del paso del viento, como si el viento, aparte de llevarse las cosechas, también se hubiese llevado las sombras, «venía del sur», se dice, «entonces el mar está hacia el sur». Al acercarse, Perro asusta a la garza, que se eleva con la majestuosidad alada del silencio, y pinta, con dos delicadas pinceladas, de blanco el cielo azul, unas pocas nubes, más arriba, de un blanco más difuso, pintan una pequeña cordillera de algodón. Pero la brisa es agradable, sin color. Apenas la garza pasa sobre su cabeza con sombrero, ya Perro tiene el hocico metido en el agua, las dos patas delanteras en el fango de la orilla. Toda la charca rodeada por un brillante verde cañaveral. Entonces ya será para siempre «la charca de la garza, donde el cañaveral», mediodía. Mira el camino que se pierde más allá de los tomateros, siguiendo como a propósito, rozándolas, aisladas palmeras llenas de dátiles ya maduros. Buen alimento para los dos. Perro se sacude el agua y restriega las patas embarradas en la yerba seca. Llegan pronto, apenas es media tarde, a Pueblo Grande, que bien podría llamarse Pueblo Santo, por la distribución de sus casas blancas en forma de cruz, cuatro calles, cuatro barrancos. Los años no perdonan y Hombre y Perro necesitan reposar cada vez con más frecuencia. Duelen los huesos y raspa la secura. Para pensar, necesita sentarse, y la ocasión se le aparece oportuna nada más cruzar el pequeño puente de piedra –ni un hilo de agua en el fondo del barranco— y enfilar la carretera, el brazo más largo de la cruz que parte el pueblo en dos como un abismo de asfalto. La primera casa de la carretera, a la izquierda, es un bar, con varias mesas y sillas de plástico bajo un viejo toldo, alguna mesa ocupada. Ya Perro se dirige a una de las mesas vacías, sabiendo de las buenas costumbres de Hombre. Una partida de dominó en la mesa de al lado, «hermoso perro», dice uno de los hombres, «cierto», Perro ya tumbado bajo la mesa, jadeando apenas, como con miedo de molestar, «y buen vino, seguro», le dice Hombre señalando la botella casi vacía, en una esquina de la mesa, «seguro». Y eso pide, una botella de vino y, por favor «si es posible, algo donde pueda beber el perro», una botella de plástico cortada por la mitad. Paz. «De nuevo en casa», se dice, mirando al perro que lo mira dulcemente, paladeando el vino que se desliza --como supone han de ser las olas por su cuerpo--, por la garganta, donde se le acumulan húmedas las cosas tiernas           

quintín alonso méndez


jueves, 30 de noviembre de 2017

La Prosa (25)


Mientras camina con Perro a su lado, tiene la visión, la inmensidad de la visión: la eternidad, es decir, la inteligencia, está fuera de lo humano, está aquí, pero fuera de lo humano, está en la roca, en el árbol, en la luz que aunque se haga oscuridad seguirá siendo luz. Hombre está ahora en el asombro del instante eterno, no humano, en un instante de otra dimensión, sin tiempo, en el espejismo de un espacio, un resplandor de sol en el verde de las hojas después de la lluvia, palpa con temor pero palpa este instante que sabe único, como un regalo venido de alguna parte del antes de la eternidad, --¿se lo ha enviado ella?--: le ha sido concedida la inteligencia por un instante. Y por primera vez recibe y siente clavada en él la mirada de Perro en sus ojos, mirada humana venida desde lo no humano, desde lo insondable. Instante en que el todo es parálisis, solamente mirada. Un soplo de pájaro en una rama lo devuelve a la tierra humana, Perro frotando el hocico en su pierna con un «estoy aquí». Ante ellos se abre el camino como una boca interminable. Echan a andar. Hombre ya se sabe otro, desposeído de ropajes innecesarios. Se siente mar aunque nunca lo haya visto con sus ojos. Y sabe, ahora sabe: Perro sabrá guiarlo, acompañarlo. El camino tiene verdes menudos en los bordes, a ras del suelo, verdes salpicados de menudas flores lilas, y ahora siente como agua de lluvia en el rostro que la mujer que fue su mujer acaba de olvidarlo, así, con la sencillez de una sonrisa pintada en el aire. Nada más. No le duelen las piernas. La tristeza es otro pájaro. Perro, para más estar a su lado, se ha venido a lo humano. Brilla, como óleo de una piel intocable, el azul del aire. Está aprendiendo a respirar. Es la primera vez que Perro va delante, como un orgullo. Desnudas y enmudecidas por la paz, las palabras brotan invisibles, así caminan, hablando entre ellos. Estas palabras que son la materia, el fundamento de toda materia. Los limones son las frutas del sol. ¿De dónde proviene la risa, de qué rama de qué árbol, de qué femenina sustancia?
Pocas veces se había sentido tan cerca del paisaje, tan dentro, formando parte de él, como otro átomo más de la molécula, ni siquiera cuando araba la tierra y la sentía abrirse seca, desgajándose sus terrones, como le pasaba con las hojas secas del helecho deshaciéndose entre los dedos, tierra dadivosa de carnes prestas y receptivas a la humedad, a incubar las semillas. En el instante súbito como un resplandor de lo no humano, él era molécula del paisaje, una rama de la piedra, arena del árbol, arista de la luz, la madera del libro. Perro y él eran movimiento solar y al mismo tiempo movimiento planetario. Y no era caída ni vértigo, era planicie desde fuera hacia dentro y desde dentro hacia fuera, al unísono, hacia la paz del vacío y descubría, atónito, que no era la luz sino la ausencia de la oscuridad. La revelación: Perro y Hombre eran la misma esencia de lo primario, lo individual que no tenía importancia en la universalidad de los sentidos, dos hormigas en el Universo. Su hombro era hoja de rama de árbol para la mariposa. La mariposa era soplo de brisa, estría del sol, para su cuerpo errante. El latigazo de dolor en la cadera desgastada era el grito mudo último de la hormiga aplastada por sus pasos inoportunos. Todo llevaba a la conciencia del respirar, a su cadencia, al sabor del aire, envuelto en la sinfonía de los insectos. Perro y él, dos insectos, una insignificancia fugaz del Universo. «Vencimos al viento, amigo», le dice a Perro, «lo hemos dormido». Descubre, ¡ah, qué tardíamente se descubre lo cierto!, que la duda esencialista –amar es huir o huir es amar— ya no tiene importancia. Vivir es nada. Es tan asombrosamente nada como nada es la insignificante magnitud del presente. Ni a soplo llega. Percepción del soplo. Perro se detiene en la loma y se posa en sus patas traseras, olisquea la belleza, disfrutando el paisaje del valle, y él se sienta en lo alto de una roca, a su lado. Es torpeza incrédula palpar el presente, y palpa el olor a tomillo, a orégano, y con los cambios sutiles de la brisa le llega el olor ceniciento del incienso. Cada presente es el primer beso, si acaso es que alguna vez discurrió el primer beso, oculto o perdido en alguna parte de este planeta, esa sensación postrera, nada más dejar de ser presente, de que será el último beso. Pero ahora cada golpe de respiración es un beso. El latido del pensamiento. Había verbena de verano en la plaza del pueblo. Bajó porque la música entraba por la ventana abierta de su cuarto y le resultaba imposible cerrar los ojos e irse al sueño. Era verano y era luna llena. Y tenía sed. Una sed extraña. Bajó despacio, con las lonas blancas, el pantalón blanco, la camisa blanca, fumando y aspirando el sabor veraniego de la noche, sensual, con violines de grillos y cigarras, con rumores graves de ranas, perfilándose como una herida de plata el alargado reguero lechoso de la Vía Láctea. El aire desnudo. Fue lo primero que vio, dentro del ámbito de luz que producían las bombillas que rodeaban y atravesaban en diagonal la plaza, vestidas con finos plásticos de colores. Bajo ese arcoiris a cuatro aguas, luz dentro de la mancha de luz: su blusa azul, su cabellera que brillaba como una hoguera. Ya no veía nada más. Solo ese resplandor de luz. Se quedó en la oscuridad un buen rato, fumando en las sombras, simplemente mirándola. Se movía diosa, con gestos de diosa. Luego se fue directamente a la cantina, apoyándose en la gruesa tabla que hacía de mostrador, de espaldas a la vida, que la sentía palpitar detrás suyo. Pero antes miró a lo alto, a la inmensidad nocturna, de violines y contrabajos, ¿dónde estaba su estrella, acababa de localizarla, de descubrirla? ¿Era real? Perro mete la cabeza en su rostro, hace que las imágenes se evaporen, el azul limpio lo ciega. Perro tiene razón. Se pone en pie con pereza. Amoroso el paisaje, tierno en su soledad tranquila. «Sí, vamos», le dice a Perro, frotándole la cabeza. Le enternece la felicidad de Perro.   

quintín alonso méndez


lunes, 27 de noviembre de 2017

La Prosa (24)

Acto o día cinco. Susurros de barco encallado en medio de la estancia desprotegida, sin paredes, de la sed. Susurros producidos por un viento reseco venido de otro planeta. Dentro del barco, construido con la madera transparente del agua, viven los sueños, sin mar, sin cielo.  

Después de horas y horas de cháchara, al fin --como si recuerdos latientes, esos recuerdos a los que nunca se les irá el dolor, necesitasen por una vez salir a la superficie de la palabra hablada, respirar, coger aire, almacenarlo, y regresar de nuevo adonde se guardan los silencios más guardados, y al fin descansar en paz--, descuartizando el libro pero lamiendo las palabras, Hombre y el hombre, consumidas las tres botellas de vino, las flores del queso, se sienten vencidos. Se hunde cada uno en su mar incompartible. Perro ha necesitado entrar y salir varias veces: es su juego favorito: luchar contra el viento: retarlo y retarse: vencerlo y vencerse. El péndulo de la vida. «Mañana será el fracaso del día, todo por los suelos. Pero será un inicio», musita el hombre, tambaleándose, trabajando con esfuerzo las palabras, con el libro en las manos, pobre libro sacado del tiempo sin la protección en la piel del polvo fino de las piedras, de la tierra misma, desmembrado el libro desmembrado el hombre, dirigiéndose tambaleante a lo más oscuro, a su falso pero irresistible descanso, los tirantes caídos sobre los muslos harapientos, flacos, la camisa blanca de algodón, de cuello redondo con su hilera de botones que parecen islotes de lava hecha piedra, y mangas bajas arremangadas hasta los codos, con manchas de uvas, restos de sangre, ya seca, de los naufragios. Hombre y Perro se quedan a solas. Durmiéndose o muriéndose, alguna vez será la misma acción, el mismo verbo. Es cuando los versos, burlones, salen a pasear, desnudos, suficientes.
«Tenga cuidado, que las noches son tramposas y juegan a cambiarle el sentido a las cosas». Se abrazarían en la despedida si fuesen menos débiles, menos hechos a la sequedad huraña del paisaje, picoteado por las pencas y las zarzas. Perro y el hombre sí se abrazan a su manera, descubriéndose nobles la amistad con la mirada. Momentos en que la soledad muestra el rostro de su destino más agrio, más real. Perro se quedaría más tiempo, se lo dice a los dos hombres con la mirada, plantado en medio de ellos. Pero entiende que este lugar no les pertenece. Además, el mar espera. Los tres desperdigan los ojos en círculo, todo más seco, más solitario, más silencioso. Un gesto de gratitud. Perro le ladra a los restos del viento. El reloj echa a andar, saliendo el sol por las montañas.  

quintín alonso méndez

viernes, 24 de noviembre de 2017

La Prosa (23)

Ahora que lo pienso, siempre fui a lo que no tiene regreso. Y no escribo nada, pero me siento importante con el lápiz en la mano, la visión de la belleza ante mí, la mirada del hombre que me mira porque su pareja me mira, todo apacible, sin hacer daño: no soy guerrero, miro hacia el otro lado, donde el gato triste ya no es azul, sino del color sucio y penoso del abandono. «Estamos en el mismo barco, compañero», le digo, y en esos instantes a los dos, al gato y a mí, nos parece sentir que nos crecen alas, alturas a ras de tierra, escribo «alas» en el papel y la página de pronto está habitada. El olfato se abre a los olores más íntimos, gruesos como el tacto de la mano que tira de la soga bajo el fuerte sol para atraer a la barca a la orilla llena de charcos, y ahí, en la menudencia de un charco, cabe el mar, tiburones, ballenas, delfines, en la escala de lo humano, cabocios, fulas, barrigudas, con sus distintos tipos de musgo, sus colores transparentes con todos los verdes y todos los azules, sus pequeños seres vivos, como si volaran libres dentro del cielo del agua, la suavidad de su piel de hembra, ahora como dormitando, pero palpitando: sabe que el amante de la marea siempre vuelve, y siempre, siempre la sorprende, sea cuando la invade calmoso, lento como el dulce suplicio de la sed trayendo el agua a la boca, sea agitado, primario, salvaje, atravesando las entrañas más profundas. Sin quererlo, retorcido, ya pienso en ella, en cómo era el dibujo de canto magnífico, extraordinario, de su risa, en cómo lo elevaba al misterio de lo único, las olas de sus caderas. Soy un niño, con una ramita de tarajal, sin sedal, sin anzuelo, pescando en un charco. Siempre he sabido qué noche sueño con ella, y sin saber nada del sueño, sin saber siquiera que he soñado, pero que lo sé porque me embarga durante todo el día una extraña tristeza, un dolor dormido, es la visión, sin ver nada, de la vida, una liviandad que me sorprende: la misma liviandad que sentí con aquél primer beso. Entonces el día es más a la deriva que de costumbre, y es entonces el quedarme la tarde bebiendo vino, sentado a la sombra, a una mesa frente al mar, por fuera de la venta del compadre, que respeta mi oficio de solitario, solo se asoma de vez en cuando, como a ver cómo va el tiempo. «Sin fiebre», le digo. «Pero el mar revuelto en la costa. Trae viento», me dice, es su verso favorito, cambiándole alguna palabra cada día, hace unos días su verso fue «demasiada calma en el mar, algo se barrunta», agita el trapo en el aire, y vuelve a entrar. Graznan las gaviotas. Le leo las rayas de la mano al horizonte. Ninguna señal de lluvia. Ningún rastro da la presencia. El gato se viene conmigo a casa, «¡vaya dos!», parece que nos dice el atardecer que se oscurece.
Es noche de pardelas y de gato negro. Entre ellos me siento, estirando las patas. El placer debería de ser eterno. Gato también se estira, desperezándose, estamos de acuerdo. Antes, Gato ya ha hecho su recorrido parsimonioso por la casa. Ya es su casa. A partir de ahora habré de acostumbrarme a sus idas y venidas, y a preocuparme de tener lejos de sus garras los restos de los versos supervivientes de los temporales y las malas travesías que interrumpieron algún viaje eterno; no me preocupan tanto mis versos lastimosos de orillas, que de todas maneras nunca llegarían muy lejos, náufragos en tierra de nadie. Creo que Gato ha sonreído. Chirrían las pardelas. Y dentro de la noche quieta, sostenida arriba en lo alto --donde el escritor se queda absolutamente solo, despojado también de su soledad, flotando a la deriva en la oscuridad--, por hilos invisibles fabricados por las abejas eternas hijas de un sol, es noche de Pléyades, sostenidas por dos de esos hilos invisibles, metafóricos, minerales, que van a la Osa Mayor y a la Osa Menor, atados a dos norays, también metafóricos, pétreos, hilos que se confunden con los labios que se besan desde sus distancias astrales. Así estamos, sostenidos en esta nada invencible, las pardelas, Gato y yo              


                     
quintín alonso méndez

martes, 21 de noviembre de 2017

La Prosa (22)


De regreso a casa, tarde triste y no sé por qué, compadre, con su cachimba a medio camino entre la mano y la boca, me llama desde la puerta de la venta, sentado en una sillita de madera sin espaldar, «me la hice yo, con madera de barbusano», apoyado en la pared, «te has dejado las lonas», me dice. No llego descalzo a casa, tampoco vacío. Me he traído puesto lo que quedaba de caña en la botella del amanecer, las lonas puestas. Sigue habiendo tristeza, y se desconocen los motivos.       
Me pides, ¡oh, débil!: me pido recordarle al pensamiento que la olvide, pero ¡ah, ilusa vastedad!, cada roce de la brisa la pone aquí, majestuosa, desnuda, infinitamente imposible, recordadora. Sí, yo también salté balcones mientras la veía reír en los ojos lascivos de los otros, yo también trepé muros mientras llovía intensamente y ella había olvidado que habíamos quedado al lado del charco de los patos, bajo el campanario de la iglesia, patos que se ahogaban conmigo bajo el chaparrón, mientras, al fin descolgando el teléfono, chorreando la cabina, me musitaba el metálico perdona lejano, y su voz, ¿aún estremecida, aún palpitándole el sexo?, me decía «ven a casa». ¡Casa! ¡Ah, envoltorio donde no cabe el mar! Donde no caben las palabras. Ir habría sido la tortura maligna de oler a macho y su olor de hembra. Mar mío que me desconoces, tú me salvas. A ti te lo puedo decir, mar, a ti, que solo guardas naufragios: casi la amo, casi me pierdo en ella. Estuve a punto de vivir, de tanto que la amé. No vale de nada decírtelo, eres muro de agua, impenetrable, sordo y mudo, pero ella sabrá leerte, cuando se acerque a leerte –se acercará-, tardíamente, pero se acercará, con las sombras lechosas de un amanecer aún con hebras de noche, el olor a sexo impregnado en la piel, en el aire, en cada rincón de la vaciedad, dile que no la quiero nada, que la quiero toda. Ya no me duele donde me dolía. Ahora me duele aparte de mí, separado, como si en mi interior hubiese un patio que utilizo como cementerio  que no visito. Yo estoy en la barca, sin infancias, las infancias en la escuela, donde son sometidas, anuladas. A estas horas tempraneras, vacía la costa. Aún duermen los que viven. ¿Y por qué ella con su naturalidad irresistible se sienta en la barca y me sonríe, sosteniendo el mar en su regazo, abarcándolo? Transparentes las aguas, sin recuerdos, pero dentro de una llovizna mansa para recordarme que el otoño quizás todavía exista en alguna parte, fuera de mí, de la edad, fuera de este tiempo inmóvil que no se detiene. En el parte del día figura un sábado sin noticias, con nombre azul pálido de noviembre. El desconocimiento de la causa produce el efecto de la búsqueda. Ni el mar ni yo sabemos de días de fiesta, o será que cada día es una fiesta, un tinglado mágico de sonidos y silencios desparramándose por la costa. Un pescador de tiempos, sombrero afianzado en la cabeza, busca carnada entre las rocas, hurgando en la humedad negra de la arena. En la tarea de escribirle el parte del día, como si ella estuviese esperándolo con anhelo para leerlo y releerlo una y otra vez, saboreando cada sabor marino y paladeando cada color carnoso, sintiendo en su piel, en el rostro, los matices climáticos de las horas, ilusamente me magnifico, en esos breves momentos me hincho de satisfacción y me siento escritor y un poco poeta, pongo lo más recta posible la espalda, simulo hundir la mirada en pensamientos profundos, de modo solemne mis dedos deslizan el lápiz por el papel rugoso, y no encuentro palabras pero alzo la vista y extiendo la mirada por el océano, poniendo cara de palabras encontradas, de imágenes conseguidas.

quintín alonso méndez

sábado, 18 de noviembre de 2017

La prosa (21)


El doctor me dice que es normal dentro de lo que cabe, que cada vez los sentiré con más frecuencia, picotazos inesperados, agudos, insoportable puro dolor instantáneo en cualquier parte del cuerpo, en la frente, en la planta del pie, en la punta de un dedo, en los lóbulos de las orejas, en la sien, en los ojos, que contra eso no hay nada, más que cuidarse, cuidarse de las comidas y las bebidas, guardarse de los excesos, hacer ejercicio, y todo con mesura, con mucha mesura, células que se mueren, órganos pudriéndose, la pus engendrándose dentro. Ley de vida, me dice, tan campante, y encima me cobra. La caña de la mejor parra del mundo me alivia las heridas de la garganta y las entrañas, pura esencia del alcohol para quemar las penas remolonas, hago un gesto con la mano para quitarme esta maraña ensalitrada de la cara y me doy cuenta asombrado de que ese gesto es de ella, la venta en su hora exquisita, que se abre y se inicia con el pulso del amanecer, suavidad en todo, hora en que el aire es de terciopelo, aún las cosas desperezándose, alertadas como un gato por los seres vivos que se van despertando. Ni el compadre, ordenando latas en conserva a un lado del mostrador, tan concentrado que da la imagen de estar construyendo un altar, se acuerda de que estoy aquí, mordiendo la caña con la lengua, con la sangre y con los dientes que me quedan, aquí a un lado, cerca de la ventana, sentado sobre unos sacos de nueces, sin ardillas, sin piñones, una cachimba en el alféizar de la ventana abierta, al lado el par de lonas. Oigo la música de metales de las latas de conserva chocando entre ellas, resbalándose, cayéndose como torres de arena, magníficos los dedos de compadre, elevando de nuevo la arena en el aire, las latas, consiguiendo el milagro de que las torres, al fin, se sostengan, sólidas, láminas horizontales de plata. Entonces, sí, se acuerda, y se acerca con la botella de caña, «malos tiempos, compadre», me dice, y lo entiendo: no hace un mes que enterramos a su esposa en el cementerio de la cuesta, a mitad de la loma, mirando al mar. Una araña cuelga como un resplandor de un rumor de presagios. Bebemos, esperando a que el sol entre por la puerta, entonces me iré a mi trabajo en la costa y compadre al suyo, a cargar la cachimba. Nos salva la soledad. Color de soledad es el color del día de hoy. En lo más alto, por encima de la frente del alba, es de un gris remoto o viejo, como de plata antigua, de canas sin lustrar, ya demasiado envejecidas. La luz solar hace que la herrumbre brille como oro tostado, enriquecido. En la tarde es color de clima, cálida la quietud azul, acariciada por el paisaje más surrealista del mundo, posado en paz, en la ausencia de todo pensamiento. Del color de la noche resplandeciente es el azul ennegrecido que cierra los párpados. Y antes de la caída absoluta de todos los tiempos, el nombre de ella se me posa en los labios. Sopla brisa dulce en mis soledades. Detengo el espacio del tiempo, en él me hundo.
quintín alonso méndez

miércoles, 15 de noviembre de 2017

La Prosa (20)

Fotografía de hogar, de otros tiempos o de otros lugares, con la luz del oro viejo ardiendo en la leña, cálidas las penurias. Se ha ido olvidando de hacerse preguntas, o ya no se las hace a propósito, sabiendo que no hay respuestas. «Si desea leer, puede hacerlo, ¿sabe leer?». Cómo le dice, sin que se ofenda, que ese libro lo escribió él, que lo parió palabra a palabra, montando una catedral, un asilo para locos, y sobre todo, que suyos son todos los silencios, los archipiélagos, las noches que no están, sin estrellas, como si la noches no existieran porque están hechas para el reposo, falsos guerreros, los silencios desnudos, en los huesos, entre las frases que sentencian y las frases pecaminosas de la ingenuidad. Dejando caer los hombros y la mano le da a entender, con un gracias dentro, destilándose entre los dedos, que no le apetece o que no sabe leer, tanto da. Viene de raíces viejas en donde hasta ayer mismo nadie leía, no había necesidad y tampoco había tiempo, siempre cosas por hacer, batallando con la tierra. Era saber sumar con palitos de madera para que no te engañaran y saber leer lo justo para buscarte en el testamento. Lo demás eran pamplinas, cosas de burguesitos, mediocres, claro, peligrosos, traicioneros, claro, metidos a jugar a falsos comunistas siendo jóvenes, pobres, bajándose a las trincheras porque necesitados de hembras, de mujeres con las caderas y las ganas puestas, pobres pero culpables, indecentes, padres de lo que tenemos, padres de la agusanada patria que tenemos. ¡Qué viejo te hacen los recuerdos! Mira al hombre, por qué no, y deja que lo mire, y están diciéndose «¿de qué mentira venimos?». Incrustados entre los cardones y los cornicales. El viento no separa, no une, sencillamente es un grito del mundo, que se rebela pero que caerá en saco roto, como parte de la religión de los que no creen en religiones. «¿Usted lo ha leído?», y Hombre le señala al pobre libro, desabrigado sin el polvo del olvido, despertado del sueño de la eternidad, «no, pero siempre lo leo», le dice el hombre, observando cómo entran millones de partículas del oro más puro, más dorado, más viejo, venido de vuelta, por una rendija de la pared. Mediodía avanzado. Se va la luz hacia el poniente. «¿Y usted?». «No, nunca lo leeré». La rendija de oro en polvo atraviesa a Perro de parte a parte, brilla reluciente su pelambre azabache. Un volcán va a entrar en erupción. El silencio del hombre, injusto el silencio impuesto por Hombre, hace que diga palabras en voz alta, no por obligación, por cortesía, por respeto a quien los ha acogido sin hacer preguntas, «pero quisiera escribirlo de nuevo», «¿para qué?, ya está escrito». Rotundo el silencio, redondo. Perfecto. La verdad tiene dos alas. El equilibro. La pesa romana donde madre pesaba los peces muertos. Vivos los ojos, escribientes. Los ojos de Perro, contándole que el origen viene de la nada, del soplo de un suspiro que se rompió. Brindan con vino del terruño, uvas, sangre, lágrimas, lenguas dulces en las sonrisas húmedas de los besos. «¿Este libro lo escribió usted?», le pregunta por fin el hombre, sacando otra botella de vino de debajo de la tierra y el queso de las flores de la alacena del amor que se fue, «en esas estoy», y ya el vino es el río por el que nunca navegó. Perro lame las gotas sueltas que caen en el suelo de tierra, lisura por donde resbalan y son tragadas las pisadas que sueñan. Pero tierra firme. En confianza. Tierras del mar, como las tierras del libro. La droga, la adicción enfermiza que mata, de la soledad, es la sed. La soledad necesita sed, más sed, más, más sed, no agua. El agua para el campo, la sed para la soledad.
La escritura ha de ser magistral, soberbia, carnal. «El mundo está al revés, está escrito antes de ser vivido»           

                   
                                                               quintín alonso méndez


domingo, 12 de noviembre de 2017

La Prosa (19)


¿Y alguna vez escribió por ella y para ella? No se acordaba, pero no le extrañaría nada porque ya no va extrañándole nada. Va conociéndose, dentro de lo desconocido que cada vez le resulta más todo, empezando por él mismo. Desconocido y ajeno. ¿Quién iba a decirle que iba a encontrarse en estos momentos de su vida perdido en medio de un misterioso planeta del que lo ignoraba todo, hasta de qué materia está hecho? Perro feliz, sin querer despertarse, suspirando animal dentro del sueño. Y si alguna vez escribió, ¿escribió sobre lo desconocido, escribió sobre el mar? Porque el hombre le dice que se escribe sobre lo que se desconoce, pero que se sueña o se barrunta en sueños. No recuerda nada. Es el mejor resumen de una vida, nada. Ni siquiera recuerda un solo verso de Nazim Hikmet, que le susurraba versos, amagos de versos, mientras montaba guardia en las noches heladas a las puertas del calenturiento desierto diurno; su tierra ahora, su casa, el desierto. El hombre le aconseja que coma. Perro abre los ojos. Los inunda una extraña paz, es el hermoso olor de ternura errante que habita tan solitariamente en las ausencias de los antepasados. Se hace el silencio, brusco, que Perro sabe romper. Con su larga cola azabache, mueve la habitación, desaloja el viento, lo enmudece por un instante. Hora de alimentarse. El hombre y Hombre se encuentran en los ojos. Existe la orilla. Perro la camina. Olfatea las palabras que brotan y se deshacen como olas mansas en la arena, Hombre lo intuye a través de los ojos del hombre. Hombre no quiere café, solo agua, pero pide la eternidad del olor a café haciéndose café, quedándose suspendido en el aire, poniéndole hogareña materia cálida con cuerpo al tiempo. Perro atisba un descanso fúnebre: descansan las tristezas, o se hacen fuertes, calladamente. Respiran como setas. Humedad escondida o muerta, que mata los huesos. Es la sequedad del todo, que se avecina, que ya fue sequedad, de cuando la nada. «Este libro dice que somos los protagonistas de un circo», pero Hombre no lo oye, está ensimismado escuchando el vacío del todo. Vacío que Perro quiere romper, arañando en la puerta, y el viento se sorprende, por un instante de nuevo se detiene, calla, también quiere escuchar, ¿qué música es la que se oye?, Hombre aprovecha el instante y abre, deja de escucharse, todo como en ruinas en ese todo, deja que Perro salga, precipitado. El viento retrocede. Es el impulso del fanático. Ahora grita la casa, desgarrándose. No saben qué decirse, acostumbrados al silencio. «Aquí está todo escrito», y el hombre, con la palma de la mano, quitándole el polvo, importuna al libro, lo saca de su tumba silenciosa. Ha entrado el ruido en la casa. Vuelan las hojas de todos los libros, mariposas muertas. Sí, aquella mujer, la que luego sería su esposa, traía viento, todos los vientos, en la brisa de su piel. Llena de libros. Su piel. Su brisa. Era el resumen de la belleza, fue su santuario. Ahora lo recuerda nítido, fueron sus primeras palabras, acercándose a él, «tú escribes». «Nadie lee», le dice el hombre, estirándose los tirantes, creciendo más su delgadez, creciendo más la ausencia de ella. Hizo que los días fueran mágicos. Asesinos. Hombre le dice, preguntándole cuánto durará el viento, que ya nadie escribe, porque ¿qué fue antes, lo escrito o lo leído?, porque empezando por él, se escribió una carta para así leerse, ir aprendiendo a leerse, a encontrar o al menos buscar, buscarse, entre las palabras, dentro de ellas, y era asombro, sorpresa, ¿quién había escrito aquello? Arañazos en la puerta. Hombre traspasa los muros de la casa y ayuda a entrar a Perro, empujando a favor del viento, en contra del viento. «Para cosas como éstas hemos venido al mundo», dice el hombre, después del apuro, de sacar fuerzas de donde no las hay, de volver a atrancar la puerta. Perro suspira, «mi humano está loco», y se vuelve a su lugar tranquilo, bajo la mesa.

quintín alonso méndez

viernes, 10 de noviembre de 2017


La Prosa (18)


Acto o día cuatro. Es un sueño y sobre el duro suelo, la blandura es entonces la palabra femenina más carnal, abrazo mórbido del cuerpo con la noche, en la oscuridad.

 Las pocas fuerzas que con esfuerzo se consiguen recuperar, cada vez se gastan más pronto, sin apenas esfuerzo. Para entonces, ha de hacerse más lenta la marcha, más sabia la lejanía, prudentes sus actos. Comprender que no importa a la hora que se llegue, si es que se llega, o aunque se llegue tarde y sea entonces el descubrimiento del abismo irremediable del dolor. Lo despertó el perro con sus dos patas delanteras sobre el pecho. A Perro no lo despertó el descenso de la noche al alba. Lo despertó el viento, con sus ráfagas secas y ruidosas, como si esas ráfagas ventoleras trataran de levantarlos, a él y a Hombre, y pretendieran lanzarlos a la niebla arenosa, tragadora, del aire turbio. La primera sensación es de ceguera, ardiendo los ojos ante el vendaval de aire arenoso, caliente, sin oxígeno, el aire quemado. A tientas buscar la puerta, más que puerta un pesado muro de piedra, a duras penas empujándola contra el viento, cerrándola al fin, Perro buscando protección bajo la mesa, ronquidos del hombre que vienen desde la parte más lejana de la oscuridad, Hombre se sienta, buscando aire, en una silla de madera, junto a Perro. Aún el día no va a despertarse. Tiene tiempo para ponerse a pensar en el viento de su pueblo, ¡qué lejos está todo!, viento que fue de infancias agarrándose a los árboles, luego de años secándose con el paso del tiempo. Sabe que ahí afuera, antes de que el viento ladrón hiciera su aparición, estaba soñando. Lo sabe porque siente una extraña y dulce calma. Nunca ha conseguido rescatar un sueño si al despertar ya es olvido, por mucho que escarbe y esfuerce la mente, precisamente la gran enemiga de lo que se sueña. Hoy no es distinto. Perro es más afortunado, se dice, mirando al perro, que plácidamente duerme, prosiguiendo en su sueño de magníficos huesos y amorosas perras. ¿Qué soñó, que el dolor no le duele? «La vida es rara», le dice bajito a Perro para que el viento no lo oiga, en lo que alonga con esfuerzo la mano, sorprendido él, sorprendida la mano, ante la visión de un viejo y grueso libro sobre el pequeño mueble donde el polvo del lugar se ha ido posando cómodamente. Hacía tiempo que no tenía un libro entre las manos. Cruje la casa y crujen los huesos del hombre que se acerca despacio, venido desde las sombras, subiéndose los tirantes del pantalón, «solo es el Quijote, poesía», dice el hombre, dando los buenos días, «pega fuerte, eh», y señala hacia la puerta atrancada, Hombre asiente, devolviéndole el saludo, Perro no quiere despertarse. Le parece que tiene horas por delante para ver la dirección del viento y esperar a que desfallezca para entonces proseguir el camino, a contracorriente, también desfalleciéndose. No va a preguntarle al buen hombre si el mar está lejos, no quiere el desánimo ni tampoco la falsa esperanza. Quiere ser sorprendido. Por última vez. Cerrar el círculo. El hombre se le adelanta, «el mar es un misterio», y mira hacia el libro. Hombre se pregunta si alguna vez escribió. Tan lejano todo. La primera vez que se sorprendió, estaba receptivo, como ahora. Pasó a su lado, casi rozándolo --ella en su mundo, sin enterarse de su paso fugaz--, la mujer que, como este viento seco, quemador, iba a cambiarle el carácter, mejor dicho, iba a empujarlo a su carácter predestinado.

quintín alonso méndez