sábado, 18 de noviembre de 2017

La prosa (21)


El doctor me dice que es normal dentro de lo que cabe, que cada vez los sentiré con más frecuencia, picotazos inesperados, agudos, insoportable puro dolor instantáneo en cualquier parte del cuerpo, en la frente, en la planta del pie, en la punta de un dedo, en los lóbulos de las orejas, en la sien, en los ojos, que contra eso no hay nada, más que cuidarse, cuidarse de las comidas y las bebidas, guardarse de los excesos, hacer ejercicio, y todo con mesura, con mucha mesura, células que se mueren, órganos pudriéndose, la pus engendrándose dentro. Ley de vida, me dice, tan campante, y encima me cobra. La caña de la mejor parra del mundo me alivia las heridas de la garganta y las entrañas, pura esencia del alcohol para quemar las penas remolonas, hago un gesto con la mano para quitarme esta maraña ensalitrada de la cara y me doy cuenta asombrado de que ese gesto es de ella, la venta en su hora exquisita, que se abre y se inicia con el pulso del amanecer, suavidad en todo, hora en que el aire es de terciopelo, aún las cosas desperezándose, alertadas como un gato por los seres vivos que se van despertando. Ni el compadre, ordenando latas en conserva a un lado del mostrador, tan concentrado que da la imagen de estar construyendo un altar, se acuerda de que estoy aquí, mordiendo la caña con la lengua, con la sangre y con los dientes que me quedan, aquí a un lado, cerca de la ventana, sentado sobre unos sacos de nueces, sin ardillas, sin piñones, una cachimba en el alféizar de la ventana abierta, al lado el par de lonas. Oigo la música de metales de las latas de conserva chocando entre ellas, resbalándose, cayéndose como torres de arena, magníficos los dedos de compadre, elevando de nuevo la arena en el aire, las latas, consiguiendo el milagro de que las torres, al fin, se sostengan, sólidas, láminas horizontales de plata. Entonces, sí, se acuerda, y se acerca con la botella de caña, «malos tiempos, compadre», me dice, y lo entiendo: no hace un mes que enterramos a su esposa en el cementerio de la cuesta, a mitad de la loma, mirando al mar. Una araña cuelga como un resplandor de un rumor de presagios. Bebemos, esperando a que el sol entre por la puerta, entonces me iré a mi trabajo en la costa y compadre al suyo, a cargar la cachimba. Nos salva la soledad. Color de soledad es el color del día de hoy. En lo más alto, por encima de la frente del alba, es de un gris remoto o viejo, como de plata antigua, de canas sin lustrar, ya demasiado envejecidas. La luz solar hace que la herrumbre brille como oro tostado, enriquecido. En la tarde es color de clima, cálida la quietud azul, acariciada por el paisaje más surrealista del mundo, posado en paz, en la ausencia de todo pensamiento. Del color de la noche resplandeciente es el azul ennegrecido que cierra los párpados. Y antes de la caída absoluta de todos los tiempos, el nombre de ella se me posa en los labios. Sopla brisa dulce en mis soledades. Detengo el espacio del tiempo, en él me hundo.
quintín alonso méndez

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