domingo, 25 de febrero de 2018

La Prosa (50)


La carretera corta el alargado valle a lo largo, entre montañas, más altas las más lejanas, y pequeñas lomas cercanas metidas en el mismo pueblo, que se prolonga con casas diseminadas a lo largo y ancho, entre grandes extensiones de tierras abandonadas y pequeños racimos verdes, aquí y allá, de tierras de labor condenadas a una pronta muerte, caminos de tierra como ramas finas se desprenden a los lados de la carretera, «el mundo se seca, lo están matando», piensa con los ojos aún velados por las lágrimas, no hace viento, debe dejarse llevar entonces por lo que le dice la luz tibia de un sol que trepa hacia lo alto. Tiene los pies y los ánimos remolones, se estaban haciendo a la pacífica quietud de la vida tranquila, empezaba a creerse el por qué no, ya se estaba levantando andamios de fantasías sin mirarse al espejo, ¡ah, qué certera es siempre la flecha que separa, despierta o mata! Perro no deja de dar vueltas alrededor suyo, como ritual alejándose en círculos de un centro vital, como las ondas de una charca; se pregunta si alguna vez llegarán a la orilla. Se siente más viejo, más flaco; con los años, a menos peso más se pesa. Entrar en Pueblo Grande, atravesarlo y salir de él, ha sido «una historia de tiempo». Y ahora está donde estuvo siempre: fuera de la vida, merodeando por ella, sin tocarla, como un simple espectador. Ahora los pasos son más ligeros y empiezan a ser cada vez más molestos los coches que pasan como velocidades hacia la nada o hacia encuentros, recordándole que todo pasa fugaz, sin tiempo a saborear el presente. Devorar camino es huir del abismo para ser devorado por otro abismo. Aunque se le ponga una fecha, ningún camino tuvo principio y ninguno tendrá término, la muerte lo dejará todo inacabado, pero busca la parálisis del tiempo, el significado de los brazos abiertos, el mar, ¿así se busca el mar, o es la única forma, el dogma a lo que se aferra para dejar de buscarse?, ¿busca morirse en paz, si es que uno puede morirse en paz?, Perro ha dejado de dar círculos y camina también ligero a su lado, casi metidos en la cuneta que la lluvia y las labores del campo fueron abriendo, de cuando eran las lluvias y el campo era el centro de la existencia; crece la yerba. Después de una curva cerrada de la carretera, en alto, sobre un pequeño puente de piedra, se encuentran con un camino que desciende, donde un bar con algunas mesas por fuera invita al caminante a detenerse, a repostar y descansar las piernas. Eso hacen, rondándoles el mediodía. Y hace la temperatura agradable del tiempo que no piensa. El muchacho que lo atiende, trayéndole un plato de queso, vino, pan, y agua en un plato hondo de latón para Perro, le dice que la carretera lleva a la ciudad, «como a dos horas de camino». Su mirada se mete dentro de un palmeral que tiene enfrente, al otro lado de la carretera; dentro del palmeral una gran casona de dos plantas que apenas si se deja ver, es sutil su presencia caciquil con su correspondiente y silencioso derecho de pernada, como si solo fuese una marca del pasado. Piensa en la mujer del bar y piensa en «ella», con quien los primeros besos con que sellaron su pacto de sangre fue dentro de un palmeral, pero la casa era sencilla, de una sola planta, con azotea y con un patio delante que se cubría de dorados dátiles en verano: la casa de sus abuelos. Era cuando la vida, el mundo, era un gran ventanal. ¿Realmente pasó un año cuando volvió a verla, después de aquella noche irreal en la plaza del pueblo en fiestas? La memoria le tiende trampas con más frecuencia de las que él mismo quiere reconocer. Ahora le tiende la trampa de traerle vivos los recuerdos, y se le hace presente su boca, su mirada honda de océano insondable, ¿realmente transcurrió un año antes de volverla a ver, y será cierto que en ese año se le aparecía en sueños, como una gota insistente de tortura en la sed, y que fue exactamente el mismo estremecimiento de la primera vez al volverla a ver?

quintín alonso méndez

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