martes, 2 de enero de 2018

la Prosa (34)

Echo las cortinas hacia los lados porque le apagan la luz a la habitación, como si se pudiesen amordazar los ojos. Y sobre todo porque así la pienso, encandiladora, con la impresión misma de que ella ahora estuviese mirando, para que así evoque estos colores de luz limpia que la enamoraron. Y así la evoco, envuelto en esta luz delgada, translúcida, la exacta luz de lo no terrenal. En la orilla, abajo en la costa, es la crudeza del frío o es el aplastamiento del calor, pero en muchas ocasiones, como me ocurre aquí sentado en casa mirando el mar, es la temperatura mansa del no frío, del no calor. Un tiempo sin lluvia, sin viento, con escasas y ligeras nubes que parecen muñequitos de azúcar. Pero hoy es el Sureste, viento seco y afilado. Recuerdo las palabras del compadre, «cuando llueva de verdad, nos ahogamos todos». Creo que tiene razón, porque no será lluvia, será toda la furia desatada (anoche fue cuarto creciente en esta luna insólita, mágica, de veinticuatro días).
Ésta va a ser la luna llena más grande del siglo (eso se lee en la alineación de los planetas y eso me dicen las lechuzas brujas posadas en el tendido de la luz); crece a vuelta de rueda como promesa de la redondez y traerá un frío de escarcha (lo leo en las fantasmagóricas nubes blancas amurallando el horizonte); la serenada serán afiladas gotas de cristal que cortarán las hojas de los árboles, de las plantas, las manos y los rostros, pero no lloverá. Ahora las piedras brillan --«presintiendo y advirtiéndose la llegada de algo»-- como seres vivos bajo su influjo, el mar se tiende boca arriba, admirado de la luz de la noche, recibiéndola; de testigo es la alargada herida de plata; una pardela dibuja el movimiento; las sombras tienen cuerpo; pálidas las estrellas como los recuerdos, y como los recuerdos, lejanas: débiles titilan por detrás de la luna. El frío hace transparente al aire y deja ver toda la hondura de la inmensidad del círculo. Ella ahora es el latido del mundo, el origen; su cabellera era un árbol entre mis manos, de raíces blancas, hebras de la luna, un enjambre de lava negra sus ramas, donde cada hoja era una abeja, una libélula, una mariposa, un pájaro, un nido, un abismo hacia lo alto, a lo más adentro. Cierro los ojos y por una vez siento el crepitar de mis dedos en sus aguas más oscuras. La barca se hunde ante el peso de los besos ausentes --es la pesadez de la muerte--, la sostiene a flote los besos que no fueron; de viejo se sueña con la piel joven, cruelmente lejana en el túnel de la realidad. Gotas de sangre ensalitrada me resbalan por los dedos. Caballitos blancos y sonrosados, translúcidos, nadan entre el musgo, el olor fuerte de mar del norte tiene su cuerpo desnudo de mujer; diminuto, perdedor, camino por sus brazos extendidos como olas, resbalo por sus caderas de lisa roca negra, me salva del abismo el saludo del pescador, me gustan sus brazos fuertes, torneados, así un día los tuve yo. No era un saludo y tiene razón, me alejo de la orilla; hoy la marea --es mar de fondo-- le reclama astillas de carne fresca a la tierra. También me sangran los pies; ningún verso sobrevive. El sol brilla en el musgo; el pez en el arco del anzuelo traza un puente con el azul del aire. Fui a su ciudad, caminé las calles que ella nombraba, entré en el bar de al lado, a empujones me sacó la madrugada. Ninguna mirada para mis ojos; «el amor no lo es todo», leí en el espejo que me miraba desde el final de un callejón ciego; me puse a hablar con él y el alcohol conmigo; se hizo niebla en aquél lugar que tenía nombre y paradero; «prohibido fumar»; cada pensamiento era una frase imposible de atrapar, y cada frase aislada en su mundo, una pecera sin aire, los peces muertos en un fondo de cristal.
quintín alonso méndez

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