martes, 9 de enero de 2018

La Prosa (36)

Compadre se estará acordando de todos mis muertos, pero feliz, bien atendido por la «sobrina» del cura, seguro que ante un curativo y milagroso plato de sopa caliente, ¡el muy cabrón! Solo la vida puede curar las heridas de muerte. Cada amistad es una lejanía, un recuerdo en el tiempo. Hacía mucho tiempo que no estaba tan lejos de mí mismo. Y pobremente feliz; la pienso; solo la ausencia pura tiene el sabor de lo primario y desconocido del presente, ¿alguien ha sentido alguna vez el hervor de la mente, a punto de explosionar y de mandar al carajo al Universo? Así estoy, «¡mujeres, no me toquen más de lo imprescindible!»; me gusta oír mi carcajada de caverna patética, burlarme de mí me hace bien, rechazo que algún día la caña me sepa a gasolina, como los orujos modernos; allá abajo el mar me recuerda a los primeros cuentos que leí, debajo de la infancia; en todos los cuentos había mar o la desesperanza por la ausencia de mar –creo que esos escritores, pálidos y fantasmas como barcos sin pasajeros, nunca existieron— y todavía pienso, ahora no puedo pensar, la cabeza es un volcán --pero ella, ella, ella, medida de cada instante del tiempo--, que solo el mar tiene las llaves del mundo sin puertas, del mundo con alas. ¿Por qué es tan frío el alcohol, la desnudez de palidez mortal que deja el alcohol, expuesta la piel al frío que congela y desarma? Me pongo la disculpa de que así no se puede bajar a la costa a rescatar versos –a ver quién me rescata a mí--, y que abajo, en la costa, los versos son libres, sin ninguna necesidad de aparejos ni de falsos rescates. El verso está condenado a la plastificación, me identifico con los versos pobres, así los dejo, pobres, muriéndose en la sed y en el hambre, sobre una mesa sin mantel ni pan, avinagrándose el vino. No quiero pensar, ¿pero a qué maldita vida extraterrestre está enchufada mi resaca, es decir, mi cruda realidad? Decidido: hoy no bajo a la costa. De las pocas cosas que hago bien es tomarme un limón en ayunas, me hace sentirme ligero. Tengo alas pero la mente se me hunde, espesa y enormemente pesada. No tengo alas. Tristeza porque la borrachera me pone ante el cascareado espejo. Le hablo a ese tipo que necesita sostenerse en el lavabo, tambaleándose, ¡qué triste tiene la mirada!, ¡y qué frío hace! Echo de menos una travesía en barco. Ella abrigándose la garganta. Yo encogido, pingüino de aguas calientes. Me prometo no tener más resacas, pero la caña me ayuda a matar el virus del enamoramiento. Ella nunca sabrá de este desgarro. El barco corta y atraviesa la piel del mar como un cuchillo de carnicero corta la carne, con la maestría de un dios inflexible. No hay sangre, solo peces voladores, transparentes. Ya no podré preguntarle por qué es tan hermoso el sexo de su sonrisa descolgándose de su mirada húmeda, más tierna que la yerba recién nacida. La sed crece como un incendio gigantesco. ¿Alguna vez dormí de verdad, o despierto soñaba que dormía?, ¿pero por qué no recuerdo el sueño de cuando dormía plácidamente mientras madre me hablaba con su voz calma de marea echada, y me hablaba de las cosas bonitas de la vida, del barro, de abuela, de los viajes de abuelo, de los polluelos en el cesto, al calor de la bombilla encendida, de los calcetines recién zurcidos, calentitos, del pan recién hecho del cuartel, y como en un susurro, de que a padre había que entenderlo, ayudarlo? ¿Alguna vez existió el tiempo? ¿Yo era yo entonces, pero y qué soy ahora, los restos de entonces, y mañana quién será yo, quedará algo de mí? La madre que la parió: no dejo de pensarla, «eso es porque te estás muriendo», me dijo serio el compadre, masticando la caña y masticando el tabaco de la cachimba, sus drogas duras, claramente perjudiciales para las enfermedades. Dura la resaca los mismos días que el mar de leva: tres días. Con la luna atravesando el arco del cuarto creciente, mitad blanquecino, mitad amarilleado por la noticia de un diciembre seco. Es posible que el mundo durante estos días haya estado apesadumbrado, sin saber de mí. Sé que las gaviotas, el entramado de las trenzas del musgo, los versos --mis desamparados y frioleros versos, quejosos como las rocas cuando se agrietan--, los paisajes de los colores, los bodegones de los sabores, los climas de los días y las noches, me han echado en falta. No pueden vivir sin mí. Con eso –falsamente-- me basta. ¡Allá va el farero, el capitán del barco, el rastreador de versos! ¡He vuelto!             
quintín alonso méndez
                    



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