lunes, 15 de enero de 2018

La Prosa (38)


Le gusta el clima del bar, «clima de bar, clima de hogar», sentado ante la mesa, Perro a su lado –por una vez, Perro entra con él en un bar, «déjalo que entre», le dijo la mujer, que ahora está dándole la espalda detrás del mostrador, le llegan olores mágicos, y ese olor sublime del café que sale de la cafetera, esparciéndose, abrigándolo, inventando un ambiente de calidez. Pero la mujer sabe: no le sirve café --levemente le tiemblan las manos, no se miran--, sino una botella de vino y un plato humeante, otro para Perro y agua fresca en la botella de plástico cortada por debajo de la mitad. La somnolencia de la paz los vence, entonces recuerda aquellas palabras, «no dejes que la somnolencia de la nada te doble la espalda». Mientras la mujer, inclinada, limpiando la mesa con un paño húmedo, sin mirarlo pero demorándose, le va diciendo dónde comprar «algunas cosas para estos días, y algo de ropa», Hombre tiene la mirada paseando por el escote que deja entrever el nacimiento de los pechos, hermosos, que se agitan insinuantes, libres, y cuyo tacto suave y mórbido aún siente en los dedos, en los labios.
Con pasos tranquilos, Perro y él caminan por el pueblo, descubriendo el brillo del suelo de las casas al abrirse las puertas a un día nuevo, la luz íntima, escondida, de un amarillo antiguo, gastado, de las habitaciones, al abrirse las ventanas, semiocultas pudorosamente por cortinas de encaje que se balancean con la brisa; las voces y los ruidos son como pequeñas piedras chocando con el aire frío que empuja el viento, y no llegan a él, ve las voces y las oye caminando por las aceras, lentas unas y más ligeras otras, algunas cansadas, con viejas botas, con humildes zapatos redondos, con calcetines y medias oscuros, gruesos, ruidos de cáscaras rompiéndose o de cartón seco agrietándose, le sonríe a Perro, le gustan esas carnes blancas, desnudas, prietas y generosas, de la mujer. No piensa en la mujer, en los ronroneos de sus palabras, en cómo iba guiándolo, dejando que resbalaran sus manos por el tibio vientre. No piensa, solo respira; a cada tienda que entra Perro lo espera a la puerta, con la cabeza alta y sus ojos volcánicos oteando la geografía, cuidándole las espaldas. Mañana de excursión, entre tiendas y recorrido por las calles, los callejones del pueblo, todos en cuesta, la mayoría empedrados, algunos de tierra, los que bordean los barrancos, entre palmeras y pinos, algún laurel. Llueve, apaciblemente llueve, como si temiese asustar a la niebla, que se abraza a las paredes encaladas de las casas, intimándolas. Durante la vuelta a la casa del barranco, ella le invade el pensamiento, es el color, el clima del día, que lo aplasta: es lluvia de nostalgias. Dentro de la casa, Perro se quita la lluvia de encima, sacudiéndose, Hombre hace un repaso de lo comprado, vacía las bolsas de plástico y los artículos los va poniendo en los sitios «donde ella los pondría», y de pronto se da cuenta de que el ambiente de la casa tiene el sabor dulzón del sexo de la mujer. Le gusta. Lo embriaga. Se pone cómodo. Pan, quesos y vino sobre la mesa, un buen hueso con carne para Perro. «Compañero, estamos cerca», le dice a Perro, y deja que los sabores distintos de los quesos, el pan de leña y la sangre de la uva, le hablen del paraíso. Siente los latidos del mundo. Entonces lo ve. El libro. En una repisa de roca viva. Un pequeño jarrón de cristal con siemprevivas violetas a un lado, una cajita de nácar al otro lado, como dos espadas vigilantes, el libro en medio, silencioso. Lo coge entre sus manos, lee el título, «La Prosa», y sabe que no va a abrirlo. No necesita saber quién es el autor. Vuelve a dejarlo en su sitio, saluda con respeto y quizás gratitud a las dos espadas, se vuelve hacia la ventana y se pone con Perro a mirar el lujurioso esplendor del barranco. Las tardes son cortas y le apetece ver a la mujer –a Perro también: la mejor y más cariñosa cocinera que ha conocido, y le gusta el olor que desprende--, además hay que estirar un poco las piernas, que son de malas costumbres. La mesa de dominó ya está puesta, pero dentro, que fuera el frío enfría demasiado el vino y los huesos, y dentro da gusto, al calorcito, con Hombre mirando de vez en cuando, despacio, a la mujer; así la desnudaría, despacio, abismado en sus ojos oscuros, atrapadores; pero Hombre huele a ella, «así ha de ser el olor del mar, como el del trigo después de la lluvia». El hombre del dominó lo saluda con afecto, y eso lo agradece diciéndole a la mujer que les ponga una botella de vino; la mirada de la mujer lo hace sentirse feliz y joven, fuera del tiempo; no hay un antes ni un después. «Estoy aquí de prestado», se dice, dejándose acariciar por el vino, mirando a Perro; hacía mucho que no respiraba esta paz, «este regalo».

quintín alonso méndez


No hay comentarios:

Publicar un comentario