domingo, 21 de enero de 2018

La Prosa (40)


«Cada vez entiendo menos este mundo». Hacía tiempo que no me reía, y anoche me reí  --es decir, me emborraché--, egoísta; (no pensaba en mis versos maltrechos, tirados en la costa), la subcultura que me han inyectado desde la infancia ha dado sus frutos, me cargo de culpabilidades a diario, inmerso como me tienen en la anticultura; y me hago seriedad, o tristeza. Cada vez entiendo menos este mundo, pero tiene chispas. El compadre es una de ellas. La sobrina del cura, también. La sensualidad de esa mujer siempre me atrajo, pero válgame dios (por decir algo). Ellos me confirman –de esa manera simple, originaria, como alimento y sustento, complicidad en la intimidad, acompañados en la soledad-- que el amor existe. «El amor existe, pero es ciego, no me ve». Nada más salir a la calle, ¡ay, deslumbre innecesario, derroche de luz!, he visto sus lunas en el cuello de una mujer, «es su alma amorosa, que no deja de enviarme gotas de miel, soplos de brisa para las heridas», la resaca me trae paisajes de otras vidas, tengo cuerpo, me pesa, peso que mis piernas sufren, ¡ah, mar, tanto tiempo sin verte! Mar, paleta y lienzo; hoy estás así, como la extraña calma después de la muerte, ¡si siempre fuese así! Supe de alguien que buscó la poesía para no caminar sobre piedras, sino sobre sueños. Tarde descubrió la dureza de los sueños, que al irse desmoronando se hacen piedra de la más dura y rocosa, como las que el poeta va pisando descalzo ahora. Las prisas siempre alejan. Compadre, ¡ay compadre, compadre!, ¡si yo me atreviese a romper la baraja del tiempo! Me resbalo y caigo, buen costalazo y merecido, ya el musgo me lo estaba advirtiendo, pero los efectos de la caña aún duran y me hacen sentir un dios, un dios de chatarra. Voy aprendiendo que nunca aprenderé, que la realidad con sangre entra. ¿Qué es bueno para la resaca, una buena caña? Tardarán en irse las náuseas, son como los pensamientos, vienen en cada trago.
Un mes sin frío exterior del clima, un mes entonces en que mi frío se calma, se adormece, pero sentado igual ante el vaso de vino y dos alegrías imprevistas: han vuelto las alpispas y han bajado los mirlos. Brilla el día en el cielo azul. Todo vuelo me eleva. Las palomas y los chiquillos en la arena me caminan. ¿Pensando? Vistiendo las horas de aceitunas, olivas, ausencias y el mejor vino, del mismo infierno. El amargo dulzor de ver cómo pasan las horas. Es un martes con cara de niño; yo en mi isla solitaria, rodeado de islas apareadas. Brilla la luz y soy la inquietante marea que no se mueve, ¿qué dice la quietud? Paleta y lienzo. Ando perdido por los últimos cantos.
quintín alonso méndez

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