martes, 30 de enero de 2018

la Prosa (43)


Acto o día ocho. El paisaje es una palidez suavemente acristalada por una cortina gruesa a medio descorrer, del color de las tejas. A través de los cristales descubiertos, empañados por la lluvia que delicadamente y constante cayó durante la noche, se vislumbran las hojas de la palmera, meciéndose entre la neblina. Detrás, la ladera de la montaña, con tabaibales y guaidiles, fantasmagórica, irreal, que asciende, y se pierde dentro de la niebla, desde el fondo húmedo del barranco, exaltación de lo más hondo. 

Los despierta el canto del gallo y los despierta una pereza lujuriosa, la suavidad del placer aún rondándoles la piel. Los despierta un ronroneo aún ensoñado en la piel, el roce incita a remover las ascuas, los rescoldos que levemente laten bajo las carnes; la mujer, moviéndose hacia él, buscándolo --¿así es el movimiento de las olas?--, ofreciéndole las nalgas, lo ayuda a provocar el incendio. Los despierta la furia de lo insondable y los vence, envueltos en su propio sudor, en las respiraciones agitadas. No es tan temprano cuando los tres salen de la casa hacia el bar. Ya clareó; el olor de la tierra mojada hace que todo les parezca más irreal; crece la yerba; los tres sienten el latido de la vida que sube desde la humedad y se instala en sus cuerpos. Hombre viene de un tiempo milenario que tenía olvidado, noches así, con el sueño sereno, «reconciliador», permanecían en la tumba de una vida muerta, «y esta mujer ha venido a recordármelas, me quita los pesos innecesarios para aligerarme el viaje», la mira, está lleno de su olor --¿su olor a mar?--, le gustan sus carnes, suavidad rugosa que lo trastorna, lo envanece, y le gusta, por encima de todo, su mirada callada que le dice tantas cosas, su presencia abundante de pájaros, arenales, bosques, lagos –le recuerda los tiempos en que los almendros se cubrían en flor en «su montaña», y ella venía a verlo y toda ella eran todas las flores--, «¿siempre estás en otra parte?», le pregunta la mujer sin ladear la cabeza para mirarlo, voz de hoguera llameando, dándole a entender que no es una pregunta sino lo que ella siente, caminando a la par con Perro, Hombre detrás, hurgando con sus ojos los vericuetos del paisaje, los incontables mundos que laten ante sus ojos, siguen caminando despacio, ella cada vez más despacio, sabe de Hombre, de su presencia espesa, y espera esto, que Hombre despacio se pegue a sus latidos, que los haga agitarse, desbordarse, como la bandada de pájaros que estremece el almendro, echa la cabeza hacia atrás, le ofrece el bosque de su melena, le ofrece la boca, pero el cuerpo de Hombre no está, él no está, aun así, le muerde el cuello, pone las manos en su caderas, aprieta su bajo vientre contra las nalgas, «quieres así…», susurra ella, «así…», se abre el cielo, existe el sol, Perro baja por una pequeña vereda al barranco, hay chuchangas resbalando por la yerba, algo de musgo en los pubis de las piedras; gime, astillándose, la tristeza, el dolor, la sed, el gemido.

quintín alonso méndez


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