miércoles, 24 de enero de 2018

La Prosa (42)

La nombro y se produce el milagro, la tristeza se calma, el dolor extraño que me habita me dice que estoy vivo, convivo con el solitario. Hoy es día de bochorno de la luz, se destila en calor, humedad que abate y adormece las derrotas. Pasa «Eva» de la mano de un hombre, me saluda amable, como si me conociera de siempre, «Eva y el amor», me digo, y me alegro, y ella bien sabe cómo me alegro, cómo me siento, pensándola. También me saluda la sonrisa de una muchacha en silla de ruedas, y sé que ahora ella está saludando a esas pequeñas cosas –piezas del puzle-- que la habitan y las hace enormes (quizás, si oyera mi nombre por ahí, por entre las cosas que van y vienen, se estremecería); no importa el insoportable calor, ella sonríe, se abriga, se va a sus mundos mirando la niebla. Me gusta cómo brilla la flor de sus labios entre el gris de la nostalgia. Sabe que la miro, sus labios, como gesto del temblor, se entreabren. Maligna resaca. Gato me mira con recelo, no se acerca. No le gusto así, en las resacas soy un apestado que huele a muertos. En los días más normales, al menos le dejo vivir su vida y le pongo comida y agua, él me corresponde con un arañazo de vez en cuando y con alguna siesta entre mis piernas. Hoy tampoco es día para acercarme por lo de compadre. Hay que dejar que las aguas turbias se aclaren, porque lo cierto es que ahora todo es niebla en el escuchimizado cerebro. La mujer me mira sorprendida y también con recelo: no llega a entender por qué le cedo el sitio en el cajero automático (no me quita ojo mientras manipula en la máquina, pensando en qué estaré tramando). Me encojo de hombros y me siento en la acera, a contemplar la montaña (que tiene una herida nueva cerca de la cima). Ya no hay cabras, la montaña secándose, abandonada; da lástima ver los campos muriéndose, la vida. Los campos siempre estuvieron ahí, ahora los desaparecen para siempre, los sepultan, ¡ah, la estupidez humana, especie innecesaria, destructora del planeta!
Me levanto para dejar de pensar y porque el municipal me mira raro y porque la mujer sale del cajero y se va, sin darme las gracias. Tomo en sentido contrario. Veo a compadre desde lejos, fumándose su cachimba por fuera de la venta, bien recto plantado en medio de la acera. Está muy vivo y a mí me llega hasta aquí con toda su intensidad el olor mareante del aguardiente de la caña. Él también me habrá visto y también querrá estar así, solo como un mástil, recibiendo el milagro de la brisa. Cuando no se tiene adónde ir, lo mejor es irse para casa, mi casa de cinco puertas, y siete ventanas, y ninguna esperanza. Pero me habita, me recibe silenciosa y con los brazos abiertos, como un descanso. Sin reproches. Y tiene memoria, siempre me está hablando de cosas y nada más llegar me muestra las heridas más necesitadas de cura y la lista con las tareas del día, sin más, con toda naturalidad –hoy toca lavadora, barrer la terraza, limpiar los cristales. Como he podido, le he ido quitando las grietas para el frío y la humedad, le he limpiado las telarañas; así es más pacífico el silencio, y yo la siento más cómoda, con una sonrisa disimulada de satisfacción; a veces casa se siente orgullosa de mí. Yo estoy orgulloso de casa, me protege con amor. Las resacas son lentas, como si estuviesen advirtiendo del no regreso. El parte de hoy tiene algo de fúnebre, pero le escribo que la bonanza del día es azul sin nubes, aunque notándose un poco el fresco a la sombra –tengo el frío metido dentro y la penosa experiencia me dice que tardará un par de días en irse--, «también se divisan barcos de pesca cerca de la costa», dos pequeñas barcas combadas, con un sombrero y una caña de pescar cada una, las gaviotas alrededor, graznando. «Y, eso sí, te echo de menos, pero no es nada, es solo el egoísmo del necesitado. Aquí todo es suavidad porque estás».
quintín alonso méndez




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