martes, 3 de octubre de 2017

La Prosa (6)


¿Qué hago los días en que aparte de inútil es imposible el trabajo? Porque haya temporal de viento desordenado, mar de leva que cubre la costa, o una lluvia torrencial, o todo al mismo tiempo, en un fin del mundo que parece no acabarse. Entonces me dedico en casa a limpiar las palabras que me he encontrado y he traído de la costa, me pongo a quitarles la herrumbre. Nada más débil que una palabra solitaria. Infinitas combinaciones e infinitas proyecciones, pero todas filtradas por el mismo caudal de la ausencia del agua, es el mismo territorio pero nunca es el mismo paisaje. Sí, hay momentos en los que sonrío: cuando descubro que mi mente no está y me veo haciendo cosas impensables: mis manos vuelcan la comida recién hecha en el balde de la basura, y vierten el cenicero lleno de cancerosas colillas en el caldero que aguarda con agua salada hirviente. Eso me alegra los días, presentir la locura, saberla ahí, detrás de la valla, una frágil y baja valla que, si tomara impulso, la saltaría con los ojos cerrados. Pero ¡ah!, imperan los cultos dominios del saber callar y del saber comportarse, cada vez más el del saber callar, rozando con morbosidad las hebras de la locura en la buganvilla de flores lilas, duras espinas erectas afiladas que siempre me clavan. Vengo de aquí al lado, de sesenta inexorables y anuales golpes de campana sin su caparazón de bronce, enguantado el dolorido badajo, el signo fálico de la soledad, sin vagina ni matriz. Y hago los horarios de aprenderme el orden del desorden, ¡qué delgada es la línea que separa o invita, y qué cobarde o parásito soy, que me quedo en la mirada! Espero como garrapata a que me den el empujón, ¡ah, ya no sabe doler más el dolor! Sonrío, para mí sonrío y me burlo: no me intereso. ¡Ay, otro verso que ha muerto ensartado, ingenuo, entre las redes del plástico! Mis manos no saben resucitarlo.
¿Me dedico a algo más? A cansarme, a cada día cansarme un poco más. Hago la comida en una sartén que es como un nido de flores de almendro, y tiro en la bolsa de plástico las tripas y la sangre roja de laboratorio, olor fuerte, mareante, que sabe a invasión y, al mismo tiempo, a éxodo. La medicina adora a sus hijos enfermos, los mima, los protege lo necesario, ensayan con ellos, juegan, extienden lo maligno, ejercitan y controlan la dieta de las enfermedades que alimentan, pero, ¡ay!, los sanos no son más que futuros hijos enfermos, enjaulados por eso y para eso, aspirantes a mayores, a los que ignorarán y dejarán que se vayan muriendo en una de las frías habitaciones del olvido. Huyo del doctor, del futuro y morboso cómplice de lo irremediable. La salud fue, cuando escribí esto: creo que ya no estoy, que ya me fui. Pero volveré mañana, a dar el parte del día. Sin esas malas noticias que alimenta y fomenta el sistema, solo las buenas, las que prometen matanzas al sol, promesas y hambres de sed



quintín alonso méndez

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