lunes, 9 de octubre de 2017

La Prosa (8)

Apenas han empezado a caminar la mañana y al hombre, pronta, vertical, le regresa la memoria. Ya le duelen las piernas, la espalda, los recuerdos herrumbrosos. Perro hace que no se da cuenta, se entretiene a ambos lados del camino con las primeras mariposas blancas del día, manjar si llevan hormigas en sus alas, da saltos verticales de vez en cuando, atrapando aire entre sus dos patas delanteras, como si quisiese coger brisa alisiana para aliviar los recuerdos del hombre. Hombre se ensimisma en los olores del campo, que van madurando con el sol. «Somos dos soledades bien acompañadas», le dice a Perro. Se fija en el vuelo de los pájaros. Son vuelos circulares. Y son vuelos como flechas, lanzadas a lo que surja, suicidas, vuelos rectos, contradiciendo la física de los mundos, las leyes humanas. Pero todo tiene mente porque todo tiene inicio. Los dos, Hombre y Perro, beben de la atarjea. Pasado el mediodía, es otro pueblo, «aquí hay un cura», le dice a Perro, viendo el brillo de las casas vestidas de blanco, mostrándoles su desnudez bautizada al oro del sol. Perro le ladra como si fuesen lascas de sonrisas, piensa en la vagancia de una buena sombra y en una buena cama donde puedan descansar las piernas y las amarguras calladas pero tan visibles de Hombre, en llaga viva. Corre la ausencia de agua por los surcos de los renglones que no serán escritos. «Pueblo con cura, pueblo con cantina en la plaza», y en la plaza arriban, como dos barcas agónicas sin remos porque, se venga por donde se venga, y se entre por donde se entre, todas las calles mueren en la plaza, como ofrenda servil y juiciosa a la pequeña iglesia, donde se yergue, protectora y sutilmente amenazante, como brazos abiertos al horizonte, pobre esperanza, en el campanario, lo que más brilla al oro del sol, la campana de bronce. Perro espera noticias de las buenas costumbres del pueblo a la puerta del bar, Hombre no tarda en salir, «vamos», le dice, y los dos se adentran en el bosque encantado, mientras afuera, pacientemente a la sombra, con sonrisa irónica, sin prisas, espera la realidad. Cada hombre es un árbol viejo. En uno de los claros, producto de algún incendio, se sientan Hombre y Perro, Hombre en una silla de madera gruesa, pesada, con aspecto y edad de pueblo, Perro en un suelo fresco de cemento recién lavado. Huele a zotal. Y huele a refugio para la secura que produce la vida. Pero a Hombre le huele al miedo de siempre, que se desprende de la piel de los hombres. Y el miedo es cobarde, traicionero. Ruin. Tenía por costumbre que cuando un hombre decía sí, él hacía no. Hombre no recuerda haber tenido amigos humanos, y mira a Perro. Así camina la prosa del día, bebiendo vino y disfrutando de un pedazo de carne de loba o de oveja.
La tarde se bebe en una charla sobre las cosas comunes de todas partes y que el vino se encarga de ir adormeciendo, y que Hombre alarga a propósito con el propósito último de la pregunta «¿dónde está el mar?», pero antes es la pregunta de si hay dónde alojarse por una noche, «en la casa del cura, la más grande del pueblo, él alquila habitaciones», respuesta sencilla que tiene la otra cara de la respuesta con la pregunta del propósito del vino y de la charla, «¿dónde está el mar?», y es el encogimiento de hombros que ya conoce, el apagamiento de los ojos que ya conoce, la mala gana que ya conoce, «eso se lo pregunta al cura, él lo sabe todo», le dice desde el mostrador el ventero, dando a entender que la charla y la tarde se acabaron. Hombre y Perro, al unísono, se ponen en pie. Sonrisa de ambos: los huesos descansaron, ahora no duelen. Pero Perro no ve la tristeza de los atardeceres en los ojos de Hombre. Porque Hombre conoció atardeceres donde los besos eran besos. El cura que los recibe en su despacho con ventana al patio, escasa luz y olor a humedad estancada, es el mismo cura que lo casó hace mucho en su pueblo, pero con otro lenguaje y más gordo y más calvo, y la misma palidez de cera sonrosada, las mismas manos avaras. Hombre y Perro saben que esta noche cenarán y dormirán como ricos. No hace tanto frío ni duelen tanto los huesos cuando unos leños, ardiendo en la chimenea, acogen. No faltan para la calidez unas estampas sobre la alacena, de vírgenes y mártires, apoyadas en la pared, alguna vela, algunos cuadros con escenas bíblicas, y ese sabor, ese sabor dulzón, enfermizo, en el ambiente. Hombre y Perro tienen las mismas sensaciones, pero en estos momentos prevalece el pecado de lo cómodo. Hombre se dice que no estaría mal pedirle al cura una bañadera con agua caliente y sal y vinagre, para redondear el pecado y darle solidez a la imagen del paraíso. Perro gruñe débilmente. ¡Ah, aquellas noches en casa, en el pueblo! No es hora para pensar. Es hora de sopa, pan y vino y de un buen hueso para Perro. Se siente en el mar    
quintín alonso méndez


 

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