lunes, 14 de marzo de 2016


                                    El último sueño de un viejo

En alguna parte he leído que no hay puerto más seguro que el de ser fiel a lo incierto. Mi puerto no es seguro, ahí todos los viajes han encallado. Y todo es cierto, pobre escritura. Si el amor existiera, existiría la perfección, el mundo perfecto, entonces la distancia sería perfecta: perfecto olvido, perfecta ausencia. ¿Es el amor la muerte o la muerte es el amor? Cuando sea muerte segura, lo sabré.
¿Ves como mi escritura se pierde en la nada, se embarulla, se pierde en vueltas y más vueltas alrededor de un mismo punto hueco y oscuro, escritura que ya ni siquiera es escrita ni leída, que ya ni siquiera cansa, sino aburre, escritura que nació para hundirse en el olvido, o para irse de donde viene, de la nada? Justo escribo lo que no escribo y por eso justo vivo lo que no vivo. ¿Existe la ola solitaria en medio del océano, y cómo es el océano, es verdad que la línea azul añil de azur en el horizonte predice que va a llover al cabo de unas horas, es verdad que está preñado el horizonte de nostalgias náufragas, a qué sabe su agua marina falsamente transparente, cómo se puede hacer para no hundirse en sus profundidades abisales? No conozco el mar y cada día me acerco a la orilla, al abismo mismo de la soledad que lleva a la nada, basta con dejarme caer dentro de la orilla, dejarme engullir, no por el agua, no por la arena, sino por la distancia infinita que las une. Lío un cigarro, pausa o alimento de la escritura, están cerradas las ventanas del cuerpo, miro afuera, al paisaje silencioso, nada se mueve y me digo que la historia ha de estar muy lejos, en otro mundo, inalcanzable. Pinto un te quiero en las palabras escritas y también te lo dibujo entre las letras, lo pinto con pétalos de brisa, en el paisaje con gestos voladores, azulencos, de un pájaro. Sí, es el absoluto silencio, la densidad del silencio que cae como densa nada. Nadie sabe ahora, en este mismo y preciso instante de escritura y lectura, la misma cosa, el mismo latido, nadie sabe, excepto tú y yo, que nos estamos pensando. No sé, cosas dispares, seguro. Algo de la mudez o del vuelo o del derrumbe, alguna hebra malherida quizás enhebrándose en los tres tiempos. Fumo, escribo, el agua al lado, pequeño océano para mi sed infinita de ti, inmenso interminable océano para las hormigas, ése es mi tamaño ante el derrumbe que se avecina, escritura débil, tan débil pero tan dura en su coraza del abandono, en su plenitud de vacíos, en el vacío más absoluto de la vaciedad, abundancia de hogueras consumidas en el vacío, heladas las brasas, que se rompen como dedos de seca madera. Eres presente y futuro, soy pasado. Eso dice el cruce de caminos. Hablas y compartes con tus vivencias, hablo y comparto con los fantasmas de seres que no existieron. Entre tú y yo completamos los tres tiempos, las tres medidas del espacio, la infinitud del instante, del infinito conjunto vacío. Tu deseo me llamó y mi deseo no dejó ni deja ni dejará de llamarte pero sin llamarte. La fatal inteligencia del tiempo. La locura no es la vida que vive dentro del viento, es el viento quien vive dentro, instalado en la mente. En la escritura del derrumbe regresaré a la escritura, quizás, como camusiana estupidez que siempre insiste. Regresaré cada día a la calle del manicomio y allí me detendré, ante sus altas rejas, y cada atardecer regresaré a casa, ya sabes, siempre el mismo recorrido. Me vuelvo a las palabras escritas, no soy más.
Quintín Alonso Méndez



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