lunes, 7 de marzo de 2016


                                   El último sueño de un viejo

En la escritura, el espacio en blanco, donde no hay palabras, es el espacio inadvertido reservado a las calladas pausas, que guardan silencios porque se habitan de recuerdos que no quieren despoblar, por muy vagos y desvalidos que sean los recuerdos no quieren airear las sábanas de los sueños, y por mucho que tumben y derrumben y estremezcan los recuerdos, recuerdos degollados, guardan silencios. Son huellas de peces fuera del agua o es el espacio que se deshabita, sin pertenencias y sin futuros, donde nadie alcanza a verte las lágrimas ni el gesto de las manos braceando en el océano del vacío, espacio sin tiempo, o de un tiempo que pronto habrá de irse, nada más cierres el libro. Ahí, en las pausas, en el espacio en blanco donde no hay palabras, se aprovisiona el alma muerta para el oscuro y gélido camino. Uno de esos tantos futuros a los que nunca llegaremos. Solo colecciono fracasos y objetos rotos, estampas sin paisajes. No me hablo, pero orgulloso de mí. Tengo el gran mérito, trabajado con victimoso tesón, de ser y estar solo. Mi obra magna. No me importa nada ni nadie, no tengo sentimientos. Me importa un carajo mi presente y mi futuro, no tengo pasado. Estoy fuera de mí, muy lejos, donde nadie se atreve a llegar. Soy el dios de mis defectos, los que cioranamente cuido y cultivo y alimento, el gran valedor de mis crímenes, de mis cobardías, de mis derrotas. El juez del último juicio se sorprende, se horroriza de que no conozca a nadie, de que no pida la ayuda ni la presencia de nadie, solamente la compañía en las repisas de las cosas que rompí y del inamovible paisaje que sólo cambia de ropajes, sin inmutarse, por los horarios de los climas, paisaje ante el que me paso las horas, la mirada perdida en los matorrales que para mí es un impenetrable bosque donde están todos los bosques, un belén de bosques, un bosque de bosques, bosques de brezales, guaidiles, tabaibas, tártagos, incienso, cornicales, zarzales, enredaderas, buganvillas, barbusanos, cañas, simulacros de abedules enanos…, verdosos, amarillentos, dorados, azulosos…, si se pudiera decir, es un bullicio de bosques, de olores, colores y sabores, abarrotados de mirlos y pájaros, y que desprenden, según los signos de la brisa, entremezclados, infinitas dosis de pociones que embriagan, todos los olores mágicos del mundo vivo, ¿cuándo hemos dejado de pertenecer a la naturaleza, si es que alguna vez pertenecimos a este mundo primario? Soy sospechoso. Me halaga el seguimiento casi místico y obseso del podrido y corrupto sistema hacia mi persona. ¿Tan herido estoy mientras te miro y te acaricio la mano, ya desahuciado por las armas de la vida? Sí. Lo sabes. Lo sé. Somos dos desconocidos que nunca se encontrarán. 
Escritura de trazos. Con todos los miedos alineados en sus sepulturas, largas y estrechas avenidas de pequeños nichos del color de los huesos formando hileras de torres parejas, como cajas puestas una sobre la otra, de lado, abiertas al vacío, con flores secas en sus enjalbegados balcones que se cascarean al sol y bajo la lluvia, inmensa biblioteca funesta, libros sin páginas o con las páginas con las letras borradas por los temporales de los tiempos. Aquí palpito. Aquí paso los inviernos de todas las estaciones. Caminando por sus solitarias calles en la noche, me doy cuenta de que soy un muerto que incrédulo camina sin alma y sin materia, nadie me mira, nadie advierte mi presencia, ¿puede acabarse lo que no empezó? Son verdaderas todas las mentiras y la verdad es falsa, mentirosa. Cierra el libro, cierra la puerta del cementerio, y verás que dejo de respirar, de latir, soy alivio entonces, el necesario alivio, desaparezco en el silencio. Ábrelo, y verás mis envejecidas palabras buscándote, hablándote, moviéndose viejas descoloridas, pero sinuosas, por la inmóvil y yerta escritura. Canto de amor insignificante de un  incapacitado para el amor.

Quintín Alonso Méndez

No hay comentarios:

Publicar un comentario