martes, 27 de marzo de 2018

La Prosa (57)


Al mendigo del Banco, sentado como adorno de escaparate en la acera, maniquí barato y desbaratado, espejo pobre y simplificado del sistema, apoyado en la reluciente cristalera blindada, le dice alargándole la correa que cuide un momento del perro, y entra al Banco, pasando al lado del empleado de seguridad, al que ni siquiera mira, no así éste, que ya no le quita ojo (mientras llama por el celular a sus ocultos compañeros, posiblemente «alerta amarilla»). La elocuencia tonta del director, ¿nunca se mira desde fuera, no se mira al espejo, no se ve su aspecto baboso y humillante?, o lo que sea (soldadito de plomo al fin), lo hace sonreír, y lo deja que hable un rato, que practique, porque en el fondo le gusta creerse importante, convencedor, «buen consejero, soldadito bueno», hasta que ya se cansa y piensa en Perro ahí fuera, y que no se moleste, «deje mi dinero quietecito», que se deje de zarandajas de inversiones, bolsa, fondos de vejez y demás yerbas, así está bien, quieto donde está, ya se lo van robando poco a poco, no tiene prisas por quedarse sin nada, el tipo insiste (de eso vive), se pone en pie metiéndose en el bolsillo el dinero que ha pedido, «hasta más ver», le dice, y allí lo deja (con la suculenta comisión perdida, pero el mundo está lleno de tontos, y ya él lo ha sido demasiadas veces). El mendigo (del empleado de seguridad, ni caso) lo recibe con una sonrisa sucia pero le brillan los ojos, «su perro me ha traído suerte», le muestra el cacharro con varias monedas que tintinean alegres, coge la correa y le entrega un billete, «gracias, amigo, para que se emborrache a gusto», Perro le ladra suavemente. Se alejan por la calle, alejándose del centro contaminado.
«Si cerrasen los bares y quitaran las plazas con bancos, no tendría adónde ir», se dice al tiempo que «entra» con Perro en la pequeña y recibidora plaza de brazos abiertos, con piso de tierra, varios laureles de gruesos y nudosos troncos, unos cuantos bancos. Se sienta en el que recibe más luz del sol. Una mujer joven pasea con su hijo menudo y se sientan varios bancos más allá, al otro lado del mundo, pero el niño salta, no es edad de estarse quieto, Perro lo ve venir de pie, con la cabeza baja, respirando alegre, el niño se detiene y extiende el dedo índice de la mano, como si lo reconociera, Perro deja que se acerque, pero la mujer también salta y se acerca apresurada, llamando con apuro al niño, Hombre la mira de la mejor de las maneras que recuerda que se hace y pretende decirle con calma, buscándose una sonrisa, sujetando a Perro con la correa, «yo no, pero el perro sí es de confianza», «no se preocupe, no muerde», le dice. La mujer parece relajarse. La inocencia es la gran puerta de entrada a la amistad, Perro y el niño juegan, la madre no sabe qué hacer, si sentarse (al otro extremo del banco) o reclamarle urgencia al hijo, él la mira, «es bella», se dice, «es que es un confianzudo», dice la mujer sentándose, pero cerca, intentando sujetar al hijo, «es amigo de los niños, en el fondo es otro niño, estamos de paso», le dice él sin saber por qué se lo dice, ella, por una vez, lo mira, y Hombre agradece la pequeña sonrisa que le regala, «es bella», y se le vuelve a ir el pensamiento al día que tenía el destino escrito,
quintín alonso méndez

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