martes, 13 de marzo de 2018


La Prosa (54)


Pienso como alivio en lo más insignificante (veo estrellas, una luz vaga, erótica, en su vagancia, y «veo» las caderas de «la jefa», su esplendoroso cuerpo de juventud, rebosando racimos): me ahorro las pocas ganas que tenía de hacerme de comer, «entonces, ¿no hay nada que hacer?», tenemos voz de niños, «me temo que no. Pásate por la tienda, cierro sobre las dos y nos vamos para casa. Y esta tarde no abro, al carajo», me señala la libreta, «mira a ver si recuperas el hilo» (siempre se calla lo de «allá tú» diciéndomelo). «Allá tú». Se aleja, sosteniendo el equilibrio, pausado, como siempre, con las fuerzas de la Naturaleza, ¡el muy cabrón! Recupero el hilo, ah los charcos, la maresía, el mar que se resbala, pero ya no es igual, ella se está convirtiendo en solo un recuerdo, es decir, en otro ensueño, «día que también me trae, inesperada, una palmada de ánimo. Lo agradezco porque es noble. Y noble es esta sensación suavemente nostálgica, callada –apenas si duele, conformada en su destino--, de saberte tan lejos». «Ella» sonreiría si supiese que me voy a comer con compadre y «la jefa», en la terraza de su casa, atalaya sobre el mar; de los mejores sitios que conozco para beber en santidad. Me estiro sobre las piedras, al calorcito de la mañana que ya se encarama en el mediodía. Me dormí. Y ha sido un sueño de siete minutos –el tiempo lo mido en mi roca sagrada, como la abeja, según el reflejo de la luz del sol (pero los días nublados me pierdo en el tiempo, ahí soy débil y es cuando realmente estoy perdido; y perdido me siento cada vez que despierto. Cada vez con más frecuencia duermo en escalones, una hora aquí, media hora más tarde, siete minutos ahora, casi nada de vez en cuando)--; en el sueño he visto «el verso del dormido», sin voces, la visión de sus labios muy cerca, su cuello y sus hombros desnudos, el olor de sus respiración, la sensación extraordinaria de sentir su piel, el dulce calor de su piel, mi mano en su pubis, esa sensación indescriptible, sueño carnal, una dulce excitación producida por el sol, y de pronto aquí, tendido de mala manera sobre las rocas de la costa, cuerpo después del naufragio, dolorido; la realidad siempre me produce frío, mis manos frías, el cuerpo frío con la fiebre que le producen las heridas de las frías ausencias. Hoy el mar tiene heridas descubiertas, curándose al salitre. Hundo la cara en un charco y me enfrento así al sol, ya en lo más alto. El tiempo tiene la sana costumbre de pasar indiferente a mi lado, pero ahora no, ahora me empuja a la venta de compadre. La sabiduría de Gato ya me espera, montado en las sacas, y la sabiduría de compadre, con la botella y los dos vasos en la esquina del mostrador (donde antes las montañas inestables de las latas de conservas). «¿Por qué hay una tristeza solapada en el día?», «¿es la vida o es la muerte el estado natural de las cosas?».

quintín alonso méndez


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