Al
viejo carpintero lo recuerdo siempre viejo. Sus ojos viejos de mirada vieja y
sus movimientos viejos desde el principio, porque nacieron viejos. Pero su voz
cansada no era vieja. No tenía años. Y nunca fueron viejas sus manos, quiero
decir que sus manos de madera mejoraban con los años, como la madera de las
cubas. Puede ser que la niñez ve viejo, de otro tiempo, y descubre viejo y
califica como viejo todo lo que esté fuera del mundo de la niñez. Ahora miro
hacia atrás y el jolgorio sólo existe ahí, en ese mundo desmemoriado que es la
niñez, tan lejana que nos parece ajena, parte de una novela. Mi mundo no era la
niñez. Desde que podía, me salía de ella, me escapaba aunque a veces me quedara
atrapado entre las trampas, en formas de varas horizontales de una silla, y me
iba afuera, al mundo viejo, al mundo que siempre fue y ya no está, al que le
han arrancado las vísceras de cuajo, un mundo que dejó de ser el de siempre
para pasar a ser el mundo de se acabó. Ese mundo está aquí, en estas páginas
débiles, donde no sé volcar las maderas precisas para alimentar las palabras.
Quintín Alonso Méndez (de "Bajamar", novela)
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