viernes, 30 de agosto de 2013



Marina, iba por Marina. La inventé para estar más contigo, más tiempo y más cerca, para que el tiempo equivoque por una vez su ruta, para estar más cerca de tus encuentros que no encuentro y de tus diálogos que no escucho. Escuchar es un verbo de caracolas. Para estar más cerca de ti, y sin nada más que añadir, no hace falta. Pero añado que para así amarte al tiempo a ti y a tu otra parte que se me resbala siempre de entre los dedos cuando precisamente más cerca me creo que estoy de esa parte tuya que también amo o aspiro a amar. Pero no amo porque no sé amar, tengo que reconocerlo. No nací para eso. No estoy aquí por eso, tampoco me importa, es más, creo que lo agradezco: no puedo saberlo si no he amado, pero en el fondo intuyo una gratitud infinita hacia quienes me han creado. Ya dije que Marina es de una sonrisa de «allá» y que su vestimenta es azul, un azul que va del blanco al negro, transformándose en lila al mediodía, antes de que llegue la desnudez, infinitos azules a cada luna. Apenas si puedo decir algo más, a no ser hablar de sus venas insinuantes que le surcan las caderas, el vientre, pero está, estuvo hace unas horas, tiene voz, a veces se sienta cerca de mí y cuando me rompo, aquí, solo, tiene la discreta elegancia de ausentarse sin hacer ruido. Creo que no me atrevo a mirarla a los ojos. Me estremece un simple roce de sus dedos, que me los imagino alargados, posados, tibios, «hasta esta tarde», y su voz es una ola que estalla en la escollera, rompe la hora, la acalla, la sorprende, la hunde, se muere la hora, se esconde, tiene miedo, grita, parpadea, sonríe, su sonrisa lejana sonríe, y esta tarde son días que pasan, siglos, le digo, sonríe, vuelve a sonreír porque sabe, su sonrisa mata, borra. Anula. Me anula. Por eso mis prisas por escribirme, decirte pronto «te quiero», antes de que mis manos y mi voz queden paralizadas. Me muero. Vivo. Soy. Siempre.


                 Quintín Alonso Méndez (de "Bajamar", novela)




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