De "El otro dolor", novela
Soy el amador, el que perdura detrás de los espacios en
blanco, alegre en el rictus aunque la boca sea sólo un territorio de cigarros y
uvas. Un mesturado de horas rojas y humo avinagrado. Perduro en las tardes aún
más que el sueño que baja a despoblarse por las rocas, por las alas de las
pardelas.
Así empezaba la borrosa y descolorida primera página del
libro sin tapas que me encontré en el cuarto de los trastos, la mitad de las
hojas roídas por las trasas y los ratones, lo único que pude salvar cuando se
hizo limpieza en la casa de los abuelos y se tiró todo lo que no servía: las
camas de hierro, las sillas de hierro, el aldabón de bronce de la puerta de
roble, la puerta de roble, los quicios centenarios de las ventanas, los cuadros
bucólicos, las tejas, la misma casa hecha de bloques de cantera y sus tejas,
del barro del corazón de la tierra. La verdad es que el resto del libro era
prácticamente ilegible, lo que quedaba del libro, unas cuantas hojas
destrozadas por el moho del tiempo y los dientes menudos insaciables de las
ratas. Y he conservado aquella primera página toda mi vida. Hasta ayer, que la
tiré al fuego, al hogar de la nada, de las cenizas.
Todo empezó
aquella tarde que me propuse averiguar a qué libro pertenecía la misteriosa
página y los restos de las demás. Misteriosa y subyugante la página, que me
había atraído desde la primera vez que había caído en mis manos (cayó rodando
desde la estantería llena de polvo y de cajas repletas de amarillentas fotografías
inútiles, demasiado antiguas, que también se tiraron, como el resto de la
casa). Era como si aquellos renglones desvanecidos por la vejez me estuvieran
diciendo algo. Lo primero que hice fue adentrarme en la librería de costumbre,
con lo que quedaba del libro en la mano. Un diálogo informal con el librero.
Aquello no lo conocía de nada, pero le parecía interesante mi interés por
conocer su procedencia, eso me dijo. Ese era el principio de la literatura, añadió,
poniendo voz de cátedra, la búsqueda, pero mejor sería vernos un día cualquiera
y hablar más tranquilos del asunto, ahora no podía, el trabajo, los clientes, y
la mirada se le perdía detrás de la muchacha que se estiraba, como asomándose a
ver la orilla lejana, mirando en las estanterías, cuerpo que llamaba. Sabía que
por el lado del librero no iba a sacar nada, o casi nada. A no ser que no fuera
para volver a ver a la cajera, de la que nunca quise saber su nombre. Me
bastaban sus ojos que miraban con un silencio tardío. O su voz, cuando me daba las gracias por pagarle el pedido o
por no refugiarme en su mirada evocadora. O sus manos, que me rozaban las
manos, imperceptibles, al darme el libro ya preparado para la aventura. Adivino
que ese mundo no me bastará dentro de poco tiempo, que el siguiente paso será
la fijación por el roce, los pechos, el cuello, que ardían callados. Me mordía
los labios con rabia, al salir y no
atreverme a girar la cabeza en busca de sus ojos, que deseaba me estuvieran
esperando, encallados. Era una de mis maneras de mantener encendida la vela y
alargar el momento del no sorprendido. Del hola, qué hay. Te esperaba.
Quintín Alonso Méndez
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