viernes, 6 de septiembre de 2013



                    Así empieza "La historia del zapatito", novela



La tarde vacía, solitaria, triste, pero creo que sólo la tarde gris, por embrumada. Una tarde vestida de invierno. Pero no creas, también hay tardes así en pleno verano, únicamente le cambia el color y la textura al vestido, la desnudez es idéntica de vacía, solitaria y triste. Hablo de las tardes que no sabes qué hacer, que de antemano das por perdidas, aunque no te resignas y caminas y caminas, sin rumbo caminas y caminas, quién sabe, puede que dándole otra oportunidad al destino. Aun así, la tarde estaba vacía, vacía de todo, solitaria, no se veía un alma, triste entonces la calle, despojada de habitantes transitándola, royéndola. Las calles vacías y solitarias son esqueletos de vidas. Por eso son tristes.
            Cada vez me gustan menos las calles solitarias. Las evito: hablan demasiado. A no ser que vaya acompañado. En ese caso las saboreo despacio, dejo que la compañía las pueble, les ponga el certificado de la presencia. Son raras esas ocasiones.

                        Es una tarde de diciembre. La tarde, y yo tampoco, tenemos a dónde ir. Nos dejamos llevar por la llamada que no llama, que simplemente, inocente, se pone a ronronear y a picotear en los zaguanes, en los escaparates, en las puertas abiertas de las cafeterías, en esas pequeñas plazas donde apenas caben dos bancos, siempre vacíos, un arbusto, tres palomas, y nos muerde dentro la tarde, donde apenas si caben dos o tres distancias lejanas, mil o dos mil sacos sin fondo pero vacíos. El frío es, otra vez, una mano con dedos de cuchillos que no deja de restregarse por mi rostro. Quema el frío, duele. Mis pasos quieren llevarme a calles habitadas, quizás por aquello de que «casa habitada, casa cálida». Acepto, ni siquiera tengo ánimos para replicarles. Se sabe cuáles son las calles habitadas porque se iluminan nada más atardecer, todo lo contrario que las calles vacías, que se van envolviendo en la negrura. Por eso me ha resultado fácil llegar a la primera calle habitada: no he tenido más que dirigirme a la boca de luz. La luz sale de los rostros iluminados y el frío se encarga de esparcirla. Me he metido en el barullo de la gente. Es entonces cuando me acuerdo de nuevo de la historia del zapatito, una simple historia sin importancia en apariencia, que me contó una mujer, lejos de aquí, pero que le ocurrió en esta misma calle peatonal que ahora camino. 

                                                               Quintín Alonso Méndez




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