Así empieza
"La historia del zapatito", novela
La tarde vacía,
solitaria, triste, pero creo que sólo la tarde gris, por embrumada. Una tarde
vestida de invierno. Pero no creas, también hay tardes así en pleno verano, únicamente
le cambia el color y la textura al vestido, la desnudez es idéntica de vacía,
solitaria y triste. Hablo de las tardes que no sabes qué hacer, que de antemano
das por perdidas, aunque no te resignas y caminas y caminas, sin rumbo caminas
y caminas, quién sabe, puede que dándole otra oportunidad al destino. Aun así,
la tarde estaba vacía, vacía de todo, solitaria, no se veía un alma, triste
entonces la calle, despojada de habitantes transitándola, royéndola. Las calles
vacías y solitarias son esqueletos de vidas. Por eso son tristes.
Cada vez me gustan menos las calles solitarias. Las
evito: hablan demasiado. A no ser que vaya acompañado. En ese caso las saboreo
despacio, dejo que la compañía las pueble, les ponga el certificado de la
presencia. Son raras esas ocasiones.
Es una tarde de diciembre. La tarde,
y yo tampoco, tenemos a dónde ir. Nos dejamos llevar por la llamada que no
llama, que simplemente, inocente, se pone a ronronear y a picotear en los zaguanes,
en los escaparates, en las puertas abiertas de las cafeterías, en esas pequeñas
plazas donde apenas caben dos bancos, siempre vacíos, un arbusto, tres palomas,
y nos muerde dentro la tarde, donde apenas si caben dos o tres distancias
lejanas, mil o dos mil sacos sin fondo pero vacíos. El frío es, otra vez, una
mano con dedos de cuchillos que no deja de restregarse por mi rostro. Quema el
frío, duele. Mis pasos quieren llevarme a calles habitadas, quizás por aquello
de que «casa habitada, casa cálida». Acepto, ni siquiera tengo ánimos para
replicarles. Se sabe cuáles son las calles habitadas porque se iluminan nada
más atardecer, todo lo contrario que las calles vacías, que se van envolviendo
en la negrura. Por eso me ha resultado fácil llegar a la primera calle habitada:
no he tenido más que dirigirme a la boca de luz. La luz sale de los rostros
iluminados y el frío se encarga de esparcirla. Me he metido en el barullo de la
gente. Es entonces cuando me acuerdo de nuevo de la historia del zapatito, una
simple historia sin importancia en apariencia, que me contó una mujer, lejos de
aquí, pero que le ocurrió en esta misma calle peatonal que ahora camino.
Quintín Alonso Méndez
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