lunes, 16 de septiembre de 2013




                                         Así empieza "El otro dolor", novela



No hay hora para este descalabro de días, secuencias sucesivas de atardeceres desparramados sobre la mesa vacía de la tarde. Se ensanchan o se debilitan los colores, pero la caída de la penumbra no se interrumpe. Horarios dormidos desde que la mano no se levanta y araña al aire. El frío tardío o el tiempo sórdido del sur, no importa, las mareas continúan arrullando después de la luz. Un zumbido de nostalgias donde la brisa no llega, se vuelve, huracanada, detrás de las rocas negras, bandadas de pesadillas, la voz más cercana es la del cuerpo que se mueve, quieto, debajo de las estrellas. Ya sale la luna es otro reloj de arena sin paredes, sin esquinas, sin futuros. Vuelta atrás de los principios, ya perdidos cuando han llegado, cuando la isla se olvida de la historia se olvida se olvida, ahogándose. Cualquier vereda es hermosa porque lleva y trae, agrede y esconde. Y no dejan de sorprenderme los atardeceres desparramados sobre la mesa vacía, las manos palpando la calidez, la luz de la calidez, calidez hueca, ausente, que llena la tarde. Aunque la hora no vuelva. Un gemido de sed ante el lecho del océano. Un ansia insana de apoderarme de la sed, de las aguas. El tiempo no tiene tiempos, nos echa de sus caminos.

       Alumbra el rumor de la marea en la noche, dibuja los gestos, atrae al signo a los misterios del silencio. Me duermo en sus brazos, única paz que aún me envuelve. ¿Hay un grito que aún no haya nacido?
      
      



       Fue ayer cuando llegó la noticia y ya parece vieja, de irremediable. Desnuda más allá de cualquier noticia anterior. No hubo ningún cambio visible en la expresión del rostro, ninguna alteración extraña en las facciones. Sólo que el tiempo se había detenido. Se oía el rodar de la brisa tenue por la yerba, el deslizarse de la babosa por la tierra húmeda. Nunca más sentiría el calor de las voces, de la voz que se alzaba y se esparcía por entre las ramas de los árboles para luego volver a la raíz del oído, de la piel, al latido mismo. Quedó en suspenso el inicio del nuevo día.

         Habían arrasado a la historia (no me dijo nada, volvió a irse).

       La calma aterida de un pájaro muerto
       desborda mis manos.

       Un paisaje alrededor, de árboles secos.

       Piedras cubiertas de sed.

       La brisa golpea mis piernas




                                                              Quintín Alonso Méndez

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