miércoles, 4 de septiembre de 2013



        De "El hombre de las guerras", novela



Hipnotizaba aquél mar, las bocas devoradoras de la tierra tragándose el mar, creando un mar de roca vertical, el territorio de piedra alargando sus tentáculos de piedra, haciendo piedra el mar, los sueños, el mundo, aún hoy me veo mirando la nada del horizonte y me quedo petrificado, anclado en la mirada de Medusa, que se acerca al atardecer a la espera del barco que trae noticias del olvido, esquivando, con las olas, los brazos de Kraken.
            Todas las tardes la misma sensación de olvido, cuando la distancia se transforma en un sueño no vivido.
            Vi cómo nacía la estrella y también vi cómo morían otras, bajo aquel estallido de colores sobre el mar, vi el estallido de la nebulosa, enanas blancas y rojas comprimiéndose, debilitándose la luz, enanas negras cayendo en las fauces del vacío. Vi el resplandor y vi la parálisis del mundo, pero no se estaba librando la última guerra, no era el día de Ragnerok, no era el crepúsculo de los dioses, era sólo que unas estrellas morían y lejos, cerca de «mi niña», nacía una estrella, donde habitaban los pájaros de papel.
            Allí estaba yo, sumergido, como una simple partícula más, volteada, engullida, asaeteada, tirado en la costa, esperando, con mis hábitos llenos de esperas, paralizado en la mirada de Medusa. Me engulló el tiempo.
            Cuando el sol de medianoche rozó la tierra, los trolls, los duendes y las hadas empezaron a salir de la oscuridad, me rodearon curiosos, aparecían y desaparecían entre las rocas, se escondían en la yerba, y su risa era la brisa que venía del mar, apaciguándose. Yo estaba en mi costa, viendo un atardecer eterno. Todo era una nostalgia.
            Me despertó el silencio de la mañana, salpicada por el canto de los cisnes cantores y el tamborileo lejano de los pájaros carpinteros en las profundidades de los pinares, sobre el acantilado revoloteaban colimbos, macaes, aves de caza, zancudas, nubes espesas de frailecillos. Si había amanecido era que tenía que echar a andar,  esa era mi tarea, no encontraba otra a la que agarrarme, primer paso, alejarme de la costa, segundo paso, al fondo me esperaba un horizonte oscuro de pinos silvestres, piceas y abetos, mezclado con el blanco plateado de los abedules. Cada vez me dolía más caminar, un dolor que me subía desde la tierra, era la sensación cada vez más insistente de que me alejaba, de que una fuerza extraña tiraba de mí hacia abajo,  hacia las profundidades, y otra fuerza aún más extraña, con ventolera, que tiraba de mí hacia arriba, amenazando con arrancarme de la tierra, deshilachándose y rompiéndose las raíces, una a una, crujiendo, raíces que me unían a no sé qué, supongo que a la constancia cotidiana, cobarde, de cerrar los ojos, la sensación de que no dejaba de alejarme, yo buscaba el regreso, pero mis mares me empujaban tierra adentro, con las mareas, que te devuelven, una y otra vez, escupiéndote en la costa.

                                                             Quintín Alonso Méndez



           

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