De "El hombre de las guerras", novela
Hipnotizaba
aquél mar, las bocas devoradoras de la tierra tragándose el mar, creando un mar
de roca vertical, el territorio de piedra alargando sus tentáculos de piedra,
haciendo piedra el mar, los sueños, el mundo, aún hoy me veo mirando la nada
del horizonte y me quedo petrificado, anclado en la mirada de Medusa, que se
acerca al atardecer a la espera del barco que trae noticias del olvido,
esquivando, con las olas, los brazos de Kraken.
Todas las tardes la misma sensación
de olvido, cuando la distancia se transforma en un sueño no vivido.
Vi cómo nacía la estrella y también
vi cómo morían otras, bajo aquel estallido de colores sobre el mar, vi el
estallido de la nebulosa, enanas blancas y rojas comprimiéndose, debilitándose
la luz, enanas negras cayendo en las fauces del vacío. Vi el resplandor y vi la
parálisis del mundo, pero no se estaba librando la última guerra, no era el día
de Ragnerok, no era el crepúsculo de los dioses, era sólo que unas estrellas
morían y lejos, cerca de «mi niña», nacía una estrella, donde habitaban los
pájaros de papel.
Allí estaba yo, sumergido, como una
simple partícula más, volteada, engullida, asaeteada, tirado en la costa,
esperando, con mis hábitos llenos de esperas, paralizado en la mirada de Medusa.
Me engulló el tiempo.
Cuando el sol de medianoche rozó la
tierra, los trolls, los duendes y las hadas empezaron a salir de la oscuridad,
me rodearon curiosos, aparecían y desaparecían entre las rocas, se escondían en
la yerba, y su risa era la brisa que venía del mar, apaciguándose. Yo estaba en
mi costa, viendo un atardecer eterno. Todo era una nostalgia.
Me despertó el silencio de la
mañana, salpicada por el canto de los cisnes cantores y el tamborileo lejano de
los pájaros carpinteros en las profundidades de los pinares, sobre el
acantilado revoloteaban colimbos, macaes, aves de caza, zancudas, nubes espesas
de frailecillos. Si había amanecido era que tenía que echar a andar, esa era mi tarea, no encontraba otra a la que
agarrarme, primer paso, alejarme de la costa, segundo paso, al fondo me
esperaba un horizonte oscuro de pinos silvestres, piceas y abetos, mezclado con
el blanco plateado de los abedules. Cada vez me dolía más caminar, un dolor que
me subía desde la tierra, era la sensación cada vez más insistente de que me
alejaba, de que una fuerza extraña tiraba de mí hacia abajo, hacia las profundidades, y otra fuerza aún
más extraña, con ventolera, que tiraba de mí hacia arriba, amenazando con
arrancarme de la tierra, deshilachándose y rompiéndose las raíces, una a una,
crujiendo, raíces que me unían a no sé qué, supongo que a la constancia
cotidiana, cobarde, de cerrar los ojos, la sensación de que no dejaba de
alejarme, yo buscaba el regreso, pero mis mares me empujaban tierra adentro, con
las mareas, que te devuelven, una y otra vez, escupiéndote en la costa.
Quintín Alonso Méndez
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